lunes, septiembre 25, 2006

Una chica con polera del Che entre los pinochetistas

Como un gran teatro de marionetas, la patria de marzo en 1998, abrió su cortinaje al espectáculo donde asumía el tirano al Parlamento. Y si bien es cierto, muchos sabían que esto tarde o temprano se iba a producir, no pocos esperaban inocentemente que la Concertación haría de puente cortado para que el vejete no completara el itinerario prepotente de su Constitución. La misma carta política que él preparó como un ajuar corrupto para legalizar su cochina gestión. Más bien éste fue otro golpe de Estado, oficial y democrático, ahora de terno y corbata para estar ad hoc con la facha parlamentaria de los nuevos tiempos. Y fue como una teleserie, en que todo el país presenció perplejo el episodio caradura de su rodaje. Hasta el gran final, que culminó cuando el ñoño dictador juró como senador vitalicio, plenipotenciario, designado y divinidad sinvergüenza. Luego todo pasó y el pueblo chileno hizo gárgaras para guardar este nuevo golpe bajo en su memoria. Alguna escena de esta película desfilará en esta crónica, para que el devenir de los acontecimientos no borre la traición maloliente de aquéllos que no dijeron nada, de aquéllos que le estrecharon la mano, de ésos que brindaron por su nombramiento, de otros que se hicieron los lesos, y todos concertadamente juntos, hipócritamente le dieron la pasada.

Y el mismo día, como cualquier otro en que una chica de 17 se enfunda su polera taquillona estampada con la foto de Guevara. Porque hace tanto calor y el mediodía le transpira y le empapa la imagen tibia del guerrillero en sus tetitas progresistas. Sobre todo un 10 de marzo, cuando Pinochet, después de jurar como senador, entrega el mando del Ejército, y en las esquinas de Santiago, el blindaje verde oliva de la repre dirige el tránsito con su escuadra motorizada. Pero ella va primavereando la mañana del barrio alto, con su libertario desparpajo de llevar esa polera del Che frente a la Escuela Militar, donde se intercambia el mando del Ejército y la vereda hierve de viejas fans de Augusto. Señoras de peluquería, esposas de los mandos medios que no fueron invitadas al acto oficial. Pero igual están allí, gritando, llorando emocionadas, agitando las mismas fotos del anciano dictador. Y nada más son un grupete de fachos integrantes del Porvenir de Chile, juventudes de la UDI, Renovación Nacional y beatos del Opus Dei, todos de poleritas blancas, marciales junto a su patrono que esta mañana abandona los hábitos con el dolor del marcapasos que lleva por corazón. Igual la trifulca milica retumba en el pecho de la barra derechista que aplaude a los generales y comandantes que llegan como ekecos bolivianos cargando un boliche de medallas, tintineando como campanilleo de burdel. El panorama tiene aires de Tercer Reich, y ni las palomas afean el cielo sobre las tropas formadas en el patio de la Escuela Militar, esta mañana de macabro resplandor. La policía ha puesto barreras para encauzar al pinochetismo, que se encarama en los fierros, para ver de cerca a los ministros del pasado régimen bajando de los autos con sus esposas, todas decoradas y terneadas para la ocasión. Alguna de ellas saluda levantando la mano derecha; y la chusma eufórica le contesta con un «Viva Chile Pinochet». Allí todos están de acuerdo y festejan su complicidad en el ondear del trapo chileno que colorea el ambiente. Más bien casi todos, menos la chica desprevenida que cruza la calle luciendo su polera con el Che. Y ella va sin darse cuenta todavía porque las viejas la miran con cara de asco. Y luego la insultan y más allá la escupen y le dan carterazos, diciéndole ándate a Cuba, maraca marxista. Entonces ella se da cuenta de que está en medio de la jauría que quiere lincharla por usar ese símbolo. Apenas es una pendeja, pero atina enfrentando al grupo, diciéndoles que ella está en su barrio y se pone lo que quiere. Entonces la reacción del gentío es peor al saber que es una niña bien, pero que traiciona a su clase, llevando al guerrillero dibujado en su pecho. Ahí recién le baja el terror al ver la mirada de los muchachones nazis cargada de odio y morbosidad. Allí apura el paso para alcanzar la reja de su casa, pero un bofetón le quema la cara, y tambalea pero no cae, ni llora tratando de esquivar los arañazos y manoseos en ese callejón oscuro que amenaza destriparla. Y ahí mismo por suerte, los pacos que observaban indiferentes este alboroto, intervienen rescatándola, mientras apaciguan el odio ciego del fanatismo fascistón. Esa rabia deshumanizada del derechismo que al momento estalla en aplausos y vítores porque se aproxima la comitiva de Pinochet. En los altos edificios los tiradores vigilan atentos cualquier desliz, cualquier sombra ajena al jolgorio militar que pretenda empañar la ceremonia. En tanto, la chica con la polera del Che ha cruzado la reja de su casa y avanza por el amplio jardín. Y aún nerviosa cuando entra por la cocina, se prepara a recibir los retos de su familia, la reprimenda burguesa que le echa en cara su desatino al usar esa provocativa polera. Esa inocente polera que hasta ese día era un trapo más, pero ahora se ha convertido en su tierno baluarte, y al sacársela, la dobla cuidadosamente y la guarda como una bandera, mientras en la televisión se escuchan los sones del himno nacional.

miércoles, septiembre 13, 2006

Pabellón de oncología femenina

Lo que apesta y deprime en esos hospitales de la caridad pública, ni siquiera es la humillación de la enfermedad, que para las mujeres, late como una alimaña punzante en la ramificación de miomas, tumores y quistes proliferando en úteros y senos. Un jardín venenoso que brota en los órganos de la sexualidad reproductiva, como si el cáncer, esa palabra que huele a pudrición, castigara lo femenino en su capacidad milagrosa de germinar vida. Y esta localización de la enfermedad en los lugares húmedos donde a veces anida el placer, pareciera crear el estigma pecaminoso de este mal que por parejo, hiere a las mujeres.

Según la escritora Susan Sontag, en su libro La enfermedad y sus metáforas, el cáncer femenino estaría signado socialmente como una plaga moral que ataca a la mujer en su sexualidad, por uso y abuso del acto coital. En tanto, el cáncer a la próstata del hombre, se valora como una enfermedad del esfuerzo y el trabajo. Es así que en los hospitales públicos, donde acuden las señoras preocupadas por hemorragias uterinas o durezas en las mamas, la atención oncológica es un trámite de madrugadas y largas horas, esperando la repartición de los números para ser atendidas por el doctor, el médico oncólogo, que mal humorado por estas horas de salud estatal que le obliga su profesión, apenas revisa a las enfermas, apenas las toca, apenas analiza los exámenes y biopsias, y luego de lavarse las manos con jabón desinfectante marca Pilatos, ordena rápidamente extirpar el útero y la fulminante radiación. Total para él, orgulloso de su formación médica inspirada históricamente en el cuerpo del hombre, la anatomía femenina y sus bochornos menstruales y menopáusicos, sigue siendo una incógnita, un apéndice extraño del soma varonil que la medicina aún no explora en su totalidad. Para él, un mediquillo castaño, recién titulado con su piel blanca, aún más blanca por el aura detergente de su delantal, le resulta más fácil recetar dipirona y más dipirona y cuando ya no hay caso, cuando se aburre de ver cada mes los ojos llorosos de la misma paciente, escribe el ultimátum quirúrgico de la operación. Allí el calvario de las mujeres con cáncer es otra estación de espera para salir sorteadas, después de un año, con la única cama de hospitalización. El catre blanco, todo saltado en que murió la enferma anterior. Por eso ella debe esperar en una camilla mientras desinfectan ese navio de la muerte. Y ésa es la bienvenida que recibe la señora cuando ingresa al pabellón oncológico.

Y ni siquiera es la luz sombría de los pasillos, como una gasa sucia que entela la mirada opaca de las enfermas ahí tiradas, allí anestesiadas por el olor a éter y emplastos de alcohol donde supuran las heridas. Ni siquiera es la atmósfera rancia, densa, donde sobrevuela la muerte entre aromas de comida, caca, orines y barbitúricos. Ni siquiera es el mal genio de los paramédicos golpeando las latas de bandejas y camillas manchadas con sangre. Ni siquiera son los gritos asfixiados de la abuela, revolcándose de dolor por falta de anestésicos. Ni siquiera es todo eso lo que va marchitando previamente a las enfermas condenadas por este mal. Son esos ojos, esos enormes ojos agolpados a la vida de esas mujeres, que alineadas en sus camas, y a pesar de todo, quieren ser vida mirando por ese hilo de claridad que las ata al mundo, atisbando ese único destello, ese blancor del uniforme con mascarilla de la enfermera pública, el único guante blanco que las mujeres del cáncer tienen a la mano para que las ayude, para que les alcance la chata, para que les brinde un analgésico, para que les dé un vaso de agua que pide la boca reseca, para que les regale una caricia que peine el escaso pelo de la calva cancerosa en el minuto eterno de un bien morir. Pero ni siquiera eso tienen cerca las mujeres del cáncer cuando se despiden del mundo entre vómitos y sudores fríos, porque el timbre llamando suena y resuena por las salas y pasillos sin respuesta, como el eco agónico de un naufragio en el enorme vacío deshumanizado de la noche hospital.

viernes, septiembre 08, 2006

Las mujeres del frente (o estrategias de cazuela y metraca)

Y corría 1986 a puro fuego de protesta, a puro saldo de muertes impunes y atropellos militares que amenazaban no parar, que pronosticaban nuevos apaleos y torturas, y víctimas desangradas en las calles tensas de la repre. Y en ese escenario, muchos se jugaban la vida «moviendo fierros», contrabandeando metracas, planificando un reventón que le volara el bigote al tirano. Era la única forma urgente de sacarse la pesadilla, pensaban los comandantes del Frente Patriótico Manuel Rodríguez y también algunos actuales políticos socialistas que entonces apoyaban el asalto para callado. Era una forma de remecer a Pinocho, tan tranquilo, tan plácido tomando el sol en su casa de reposo.

Fue una idea que creció en la clandestinidad, y fue tomando forma en la difícil organización de una guerrilla urbana, porque era tan peludo organizar un atentado en una ciudad tan copuchenta, una ciudad donde todo el mundo se conoce y encontrar casa de seguridad era infinitamente arriesgado y peligroso. Pero igual el Frente Patriótico se fue moviendo primero entre amigos, entre compañeros y conocidos que se atrevían tímidamente a prestar su casa para una secreta reunión. Así se fue armando la red de muchos simpatizantes que «hacían puntos» en las esquinas, que llevaban mensajes aprendidos de memoria, que transportaban armas en coches de guaguas, en cómicas jorobas, en falsos embarazos de mujeres ayudistas que burlaban el sapeo de quiosqueros y taxistas, muchos de ellos informantes de la CNI.

Era complejo tener esa doble vida de neurosis y sobresaltos al amanecer, porque un auto sospechoso se había estacionado frente a tu casa. Y por suerte en el Frente había mujeres que participaban de esa subversión. Desde liceanas que cargaban incómodas mochilas, profesoras que algo escondían en sus escritorios, dueñas de casa que guardaban balas entre las cebollas, y abuelitas que pasaban piola los controles policiales llevando sus pesadas bolsas. ¿Y qué lleva ahí, señora? Y qué va a ser pos, mi cabo, puro pan duro para una sopa que mate el hambre.

Tal vez de esta manera fue posible el atentado, usando las miles de estrategias de mujeres que permearon el blindaje de la seguridad. Quizás códigos domésticos que implementaron las chicas del Frente en aquella suicida ilusión. Acaso esta guerrilla femenina en Santiago no usó traje milico de camuflaje ni bototos como en la sierra, a cambio, y para despistar, vestían lanas pacifistas y bambulas hippies, pero también delantales de enfermera, hábitos de monja o abrigos de pieles para confundirse con viejas cuicas. Y es posible que lograran pasar documentos y mapas en carpetas de Cema-Chile, teñidas de rubio, hablando con acento «si pos, ñato», o haciéndose las putas en una esquina lunfarda cuando se subían a un auto para circular la información. Todos estos secretos corrían en silencio por la boca chueca de las mujeres frentistas o sólo colaboradoras de aquel riesgo. Fueron las valientes viejas que se jugaron el pellejo en esa aventura. Algunas hacían mandas a la Virgen de Pompeya, de Lourdes, de Fátima, de Andacollo, para que todo saliera bien, o prendían velas y más velas encomendándose a alguna animita milagrosa para que las acompañara en sus caminatas con la punto 30 desarmada en la cartera. Y si había alguna duda, algún presagio de tormenta, se reunían con la bruja del Frente, una hermosa gorda de ojos claros que consultaba en las premoniciones del tarot los éxitos y fracasos de esa arriesgada empresa.

Los hombres del Frente siempre estuvieron fuera de estas femeninas complicidades, ellos sólo confiaban en la matemática fría de la estrategia pensante. Tal vez por eso no entendieron la carta de tarot que sacó la bruja guerrillera cuando preguntaron sobre el atentado. La carta era la torre, que ella leyó como el logro de un ambicioso provecto, pero si no se cuidaban los detalles podía derrumbarse. Ante esta incertidumbre, la bruja del Frente consultó el I Ching, y el sabio libro de los cambios contestó la pregunta con el hexagrama donde el zorro cruza el río, pero se moja la cola. En fin, en la memoria política del siglo que nos dejó, hay diversas estrategias que contaminaron sus flujos combativos, permitiendo otras formas de rebelión, otras sobrevivencias del ingenio que tejieron las mujeres desde su anónimo lugar, donde el susurro de su intuición bordó en minúsculas las letras ignoradas de sus nombres.