domingo, octubre 23, 2005

Encajes de acero para una almohada penitencial

Un espiral erizado retuerce la moral cuando el tema de las violaciones en cárceles masculinas destella al impacto de la noticia. Causa común de rechazo totaliza el espectro dorado fecal del reportaje. Y es en diferido, que el mismo acto se reitera en el rodaje del testimonio que multicopia el secreto. Se reconstruye la escena escabrosa en el close up a la boca interrogada en la pantalla. Como si la verdadera penetración no acabara nunca en sus variadas formas de peritaje. La incansable búsqueda de vestigios y gemas seminales por el espéculo médico, que actúa como pene legalizado, rasgando con el destello de su ojo forense, la dilatación de la gruta anal de cúbito en la camilla. Pareciera que la subjetividad colectiva se crispara como en el medioevo por la profanación de estos santos lugares; último reducto del intestino para salvaguardar las reliquias de la hombría. Una caverna tibia que protege celosamente en la felpa mojada de su estuche, el secreto de los templarios. El misterio falocrático tatuado en las paredes de su inverso, en un álgebra hermética retocada de oro continuamente por el relave de sus desechos.

A diferencia de la violación a una mujer, que ocurre en la narrativa porno del cotidiano y se deja escurrir como desagüe natural ante la provocación de Eva a la frágil erótica del macho. Donde cierto compadrazgo patriarcal avala estas prácticas y las promueve, como poses y postales que no incomodan tanto la visual cristiana como el ultraje al tabernáculo masculino.

Es así, que en apariencias, la vejación en las cárceles de hombres sería la más traumática, dejando secuelas que llevarían al suicidio. Pero las apariencias engañan, "los muchachos de antes también usaban vaselina" y los padres de la patria ya no tienen patio trasero que defender. Más bien se lo juegan en barajas de ocio ganado y perdido, montándose unos a otros con las trenzas sueltas del encierro. En el adentro nada es tan terrible; basta apretar los dientes, morder los encajes de la sábana carcelaria, relajar el esfínter y olvidarse de la ideología. "A desalambrar" y morir en la rueda, porque la hemorragia de la propaganda estigmatiza a quien delata el salivazo del hermano. Si Abel se hubiera hecho el leso, Caín sería su marico.

Así es la ley de los que viven a la sombra con el cielo repartido por los barrotes. Sombras arando la cancha de fútbol en un zigzagueo eterno de ir y volver sobre los mismos pasos, sobre el mismo odiado cemento que raspan noche a noche en el sueño de la huida. Son miles de ojos arañados por las rejas en la espera del timbre que anuncia la hora de visitas. O en el peor de los casos el aullido de la sirena que sobresalta el pecho con las carreras, gritos y estampidos del encierro apresurado por algún escape. Después el recuento y los allanamientos echan por tierra el azúcar, la yerba mate y las fotos de una mujer sepiada por el goteo esporádico de sus visitas. Una mujer tragada para siempre por la fatiga de trámites y expedientes en el archivo tedioso de los juzgados. Una mujer como promesa de domingo, cuando aún la contención de su imagen se evacuaba sobre el retrato. Después la sombra de sus pechos reptando en el muro se hizo carne en los glúteos albos de los primerizos.

Así, día a día, muchos hombres cruzan el pórtico penitencial que se cierra al crujido de hierros a sus espaldas. Algunos, con el alcatraz mudo de espanto, tendrán que pagar el noviciado cruzando un callejón oscuro boca abajo y goteando lágrimas de suero por la entrepierna. Especialmente los que caen por violación; estos pagan el delito con la misma moneda que cae agujereada en la alcancía rota de su propio orto. Al compás de la cueca tamboreada en los latones de los camarotes, que amortiguan el griterío para el oído de los gendarmes diciendo: "Otra vez hay fiesta en la galería cuatro." Un simulacro de fiesta huasa, monta y corcoveo. Alboroto que tira y afloja los pantalones rasgados y a media asta, mostrando la quebrada cordillerana a tajo abierto, por donde pasan cuatreros y fugados al galope pedregoso de la libertad.

Pareciera que en estas bacanales carcelarias se repitieran ciertos juegos infantiles de fuerza y violencia. Como si el caballito de bronce aleteara preso en los muslos que lo apuntalan, para que levante el vuelo y rompa el celibato de las rejas. Un caballo de Troya para meterse dentro, para encontrar una Helena en el laberinto de sus tripas y escapar lejos, invirtiendo la ciudad amurallada de ese cuerpo que se va llenando con polen fecundo, por el rebalse libertario de ganas del afuera.

Es así, entonces, que estos rituales eyaculativos se desdramatizan en la evocación infantil del corre que te pillo, la camotera o el capote a sangre fría, donde quien lo resiste pasa la prueba, la iniciación llagada de la pandilla. La violación de hombres en las cárceles sería un juego de naipes con una carta marcada para el novicio. Un acuerdo tácito de anofagia que paga el piso la primera vez y después se cobra con el próximo que llega. Un sistema de excavaciones carnales que duplican la red de túneles para el escape. Como si la técnica del forado se ejercitara primero en el cuerpo, en el sube y baja de arar la tripa de los vertederos para ver el cielo mugroso pero libre de la ciudad. Una topología del desespero que taladra en el barro su emancipación libidinal. A punta de penetrar el ladrillo con espolonazos de pasión, de raspe y lija en los surcos de la espalda. En uñas quebradas por manotazos de asfixia y estrangulamientos erectos por el aire que falta en la estrechez del tubo subterráneo. Ganarle centímetros a la carne tierra con golpes de ingles, a puro pulso de cucharas rotas, con atraques de pelvis, en puntas y cabezas amoratadas de gusanos que suavizan en la seda de sus capullos el vértigo doloroso del empalamiento.

Una práctica amistosa donde las urgencias del cuerpo derivan en afiliaciones de equipo minero. Expatriaciones que se anexan en el hoyo compartido. Como si el afán de libertad se contagiara por la irrigación seminal en los conductos del cuerpo. Un pacto de espermios oxidados por las heces, como azahares marchitos de una luna de miel negra que tizna las púas del encierro. Nupcias que devienen fatal si son descubiertas por el ojo carcelario en el túnel o en el camarote. Ambos delitos reciben castigo en celdas de incomunicados, en años y meses que se suman a la condena, en nuevos mapas de fuga como cartas de amor que se dibujaran en las sombras. Otras estrategias de terciopelo para escamotear los perros, los reflectores y los guardias del muro. La proyección futura de un subterra como maridaje clandestino. Alianzas de sexo y muerte que no se domestican en el claustro, y desgarran en sí mismos los tules acerados de su confinamiento.


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