Aun así, a pesar de los horrores que le contaron los amigos que habían pasado por el molde castrense. De haberse visto cuanta película de helicópteros en enjambres de abejas incendiarias menstruando napalm sobre Saigón. De saber que aquello fue cierto y que la reiteración cinematográfica sólo aviva el carmesí de las heridas. Que el celuloide despedaza una vez más en cuadros de consumo los cuerpos vietnamitas desmembrados por los aires. Que en realidad no son cuerpos, sino maniquíes de plástico, muñecos de guerra que trafica el mercado como utopía infantil. Representaciones del súper hombre que emerge aceitado en sangre de los pantanos asiáticos. Más bien un cartel a toda pantalla, donde el androide mercenario exalta su musculatura de bronce en latitudes desnutridas. Un Rambo en video, que tras la vitrina de Errol's, le guiña un ojo al chico que pasa por la calle. Un ojo de halcón que lo sigue mirando a través de la ciudad hasta atraparlo en la hipnosis del flipper. Una pupila centella lo cautiva regalándole un score o un juego extra de bazucas. Una sonrisa a lo Sylvester que promete mujeres y acción bajo palmeras de aluminio. Un guiño de machos que hace tilt en el corazón del péndex y lo lanza corriendo a enrolarse al servicio militar, donde su sueño de Terminator termina rapado al cero y cero corazón, cuando la podadora milica tala su melenita. Cero ropa cuando lo desnudan, lo miden, lo pesan, palpan sus cojones y revisan sus dientes de semental, frente a la cola de mancebos que funden su libertad en el metal ardiente de la tropa.
Y así, fanatizado con la guerra, troca la esquina ociosa de su "maldita vecindad" por la ventana enrejada como único horizonte del regimiento. Entonces los días se transforman en trote de horas, en marasmo de carreras y marchas y giros a la derecha y nuevamente a la derecha y sólo existe la izquierda cuando el bototo mal amarrado es un tumbo que tuerce la fila, un traspié que lo hace caer con la violenta patada en sus nalgas. Y arriba la risa del teniente le ordena que se pare, que siga corriendo, que sóbate para callado, total ya queda poco. Una vuelta más y después de comer se van a la cama. A dormir con las manos afuera para que nadie se toque la diuca. Porque aquí lo único que se toca es el toque de diana al alba oscura, cuando aún erectos de sueños eróticos saltan de las frazadas al frío antártico de las duchas. Allí, recién despertando, la repetición del cuerpo espejeado en muslos y pelvis apenas florecidas por el almácigo de los dieciocho años, es el ojo narciso que se ve reflejado de frente, hombro con hombro y hombre con hombre en los azulejos de los baños. Un reflejo vidrioso a través del agua, redobla en brillo el cuero oscurecido por el sol implacable de la pobla. Un recorrido visual por las baldosas retorna esfumadas las pieles vírgenes, en un drapeado líquido que lame las espaldas. Un velo acuoso se derrama vadeando los omóplatos, baja por el coxis y resbala en los pliegues de la ingle, desnudando el albo tatuaje del traje de baño. Una mirada rápida baila en la espuma de la ducha, salpica el agua anegando las zonas inexploradas donde la jungla del vello púber, protege blandamente la boa crispada que se asoma al mundo con su ojo leporino. Una ojeada de perfil deslizada al compañero de camarote, casi incidental al recoger el jabón, al agacharse la punta que rosa el lomo como un beso distraído en medio del apuro. Un cuidado que te clavo, Jesucristo, estalla en risa, parece risa, suena chistoso, pero queda atravesado entre ceja y ceja mientras tiritando se visten, mientras trepa por las pantorrillas peludas el tieso algodón del calzoncillo militar. Un ojo voyeur sigue mirando esa parte donde se levanta suave el pantalón de camuflaje.
Después amontonados bajo la carpa verde oliva de los camiones, se alejan de la ciudad al campo de maniobras. Se van entonando el "Adiós al Séptimo de Línea", que a la larga se transforma en novena hora de calor por la línea quebrada de la cordillera. Así el polvo hecho barro y sudor desfigura los gestos amistosos en la cosmética de guerra que oculta bajo las caras pintadas el enemigo imaginario. Un Schwarzenegger paranoico que acentúa el ojo buitre de la batalla. Se la cree toda jugando a los comandos en un Laos reseco, donde ametralla el sol y la selva es un peladero de peñascos con alambradas. Un film rotativo, que de tanto girar en el carrete de las balas, va desmantelando el set y Schwarzy no aparece por ningún lado. Es decir, el entrenamiento y la fuerza bruta de hacerse hombres enterrando la nariz en el barro, desplazan a Schwarzenegger y sus ciénagas de felpa. El flipper estalla en cortocircuitos de pólvora que le queman las manos y tiene que achicharrarse al sol, con la garganta seca y la cantimplora vacía. Porque de tanto buscar a Schwarzy cae en cuenta de que se perdió en mitad de la campaña, ya no escucha la contraseña de su grupo o la olvidó en el tronar de las explosiones. Está solo en este simulacro de guerra, tan lejos de las cortinas floreadas de su casa. Mientras estallan por los aires los peñascos que no son de utilería, que llueven a su lado mientras se arrastra sudando la gota del terror. Tratando de no perder ni un botón, ni una estrella, buscando neurótico algún compañero de carne y hueso que no sea un muñeco de plomo. Alguien conocido, algún vecino, un loco de la esquina que lo acompañe a devolver este video. Alguien cerca para compartir el miedo y sudar juntos, pegados por el mismo olor a pólvora y sobacos. Alguien que reptando a su lado se le apega entre sollozos. Y mientras tiemblan se reconocen bajo la cara sucia, se tocan y abrazan con fuerza, se hurgan las braguetas buscando algún comando, algún mecanismo para manejar este flipper, tratando de asirse a algún tentáculo humano, que no sea el acero como prolongación de los dedos agarrotados por el arma. Así muy juntos, tratan de no perderse en medio del humo y los gritos de las maniobras. Que se quemen todas las películas de Pelotón y que arda Errol's, pero que no los atrape el batallón enemigo. Que no los despojen del uniforme, no los amarren y pinten sus cuerpos con excrementos. Y después puedan lucir en la punta de las ballonetas el trofeo de los slips arrancados a la fuerza. Como parodia de violación, de vejamen inútil en estos juegos de prepotencia donde es humillado el más débil; el chico con las nalgas temblorosas que debe pagar en celda de castigo su miedo, frente a Schwarzy y su acorazado adiestramiento.
Quizás la suma de jóvenes en simetría de tungos afeitados, como ballet de plumeros mochos desfilando en los cuadros de una matemática del orden, donde la menor equivocación deriva en tiburones de agotamiento; va provocando otro tipo de excursiones eróticas que alteran la rigidez del canon militar. Formas de salvamento en medio del apuro, conexiones fraternales que se anudan a pesar de la vigilancia y la piedra lumbre. Acercamientos y manoseos bajo los estandartes como formas de soportar el encierro, la castidad y el bigotito burlesco del teniente que trapea el suelo con los reclutas y ellos, sin embargo, le dicen "mi teniente", en un trato de pertenencia, amor y odio que dicta la jerarquía masculina.
Una pedagogía que maquilla de moretones el entorchado de sus banderas. Como si la autorización para ser ciudadano de cinco estrellas pasara por el quebrantamiento del femenino. Como si la licencia militar fuera la marca sagrada del yatagán como emblemática. Aun después del trauma marcial de la dictadura, esta clase privilegiada en sus galones dorados y flecos de comparsa, sigue danzando en la pasarela de franela gris, plomo acero, verde oliva y azul mari no. Solamente con la excusa de la defensa. Aun después del holocausto los compases de la Rendeski abren las "grandes alamedas". El revival fatídico de esa marcha resuena en el escalofrío de los crematorios y cárceles de tortura. Pareciera que a estas alturas del siglo, la memoria del dolor fuera un videoclip bailable con un paquete de papas fritas. Pareciera que en este mismo film rodaran juntos desaparecidos, judíos, mujeres, negros y maricas pisoteados por las suelas orugas de bototos, zapatillas Adidas y tanques. Pareciera que en cada giro de cascos se reiterara el desprecio por la democracia. Pareciera que en el ángulo recto del paso de parada, los testículos en hileras fueran granadas de reserva a punto de detonar nuevamente sobre La Moneda.
OMG
ResponderBorrar