De poner un pie en la pisadera y encaramarse al vuelo cumbiado de la micro. Más bien de entregarse a los tiritones de sus latas decoradas con el barroco picante de los fetiches familiares. Algo así como ponerle ruedas a la mediagua y traficar su estética chillona por los viaductos urbanos.
Casi un museo itinerante del kitsch doméstico que bambolea en el zapatito de guagua colgado en el espejo. Un cristal que perdió su función de vigilar, atiborrado de chiches y encajes nylon que enaguan el azogue de sus bordes. Quizás un marco chantilly para la letra porra de sus calcomanías que rezan beatas "Dios es mi copiloto". Como el pañito tejido a croché que cubre el asiento del chofer, enjugando el sudor ácido de sus verijas obreras.
Una forma de ambientar la travesía popular con el mismo floreado plástico que cubre "la humilde mesa". Sólo que en la micro las rosas plásticas parpadean con luz trashumante. Son guirnaldas pascueras o chispas made in Hong-Kong, que titilan opacadas por el fulgor de los neones en el cielo metropolitano.
Así las micros se extinguen en su caricatura de leyenda. Nuevas máquinas van reemplazando el gangoso ronquido de sus tarros. Pero aún es posible encontrar alguna destartalada Pila-Cementerio o Matadero-Palma, que amenaza desarmarse en cada zangoloteo de embrague. Sólo basta canjear la moneda por un boleto que asegura unidad coronaria al instante. Nunca se sabe lo que se paga; si la entrada a una discoteca ambulante o un safari en los pantanos del Zanjón de la Aguada. Solamente acomodarse en los asientos destripados por alguna gillette perversa y escuchar la música impuesta por el chofer, que se traviste en disjockey, piloto fórmula uno, o cobrador implacable de los que se suben por atrás sin pagar. Entonces chanta la máquina pidiendo que echen a correr la moneda, pero la moneda que venía pasando de mano en mano se perdió en algún bolsillo oportunista. Entonces el mismo chofer se transforma en ogro que echa espuma gritando que los chilenos son unos huevones sinvergüenzas. Y usted, señora, córrase para atrás, le dice a la gorda que atascada en el pasillo no deja pasar a nadie. Aunque le digan que atrasito hay asiento, atrás hay un hueco. Más bien una loca que haciéndose la lesa, la que mira la numeración de las calles, se agacha cuando un macho pasa a su espalda. Un macho que la puntea fugaz y ella se queda muy quieta gozando la dureza. Pero el pasillo se llena y los que bajan reclaman y el macho se corre al hombro de una mujer sentada y le deposita el paquete.
Así pasan y pasan las calles en una filmografía que recorta la ciudad cuadro a cuadro, reproduciendo en su reverso de cristal empañado el rostro laboral repetido en un bostezo de agotamiento. El regreso a casa de los cuerpos, que colgando de los fierros, dormitan acunados por el vaivén gelatinoso de la rutina vehicular.
La micro es una lata de sopa que revuelve los intestinos. Un pastiche de eructos, flatos y peos que colorean el duro tránsito que se desbarranca a la periferia. Mientras bajan y suben pasajeros que en la desesperación por agarrar un asiento, no sienten la seda de una mano que despabila la billetera. En su histeria por acomodarse, no sienten el guante tibio que les horada los muslos. Más bien lo sienten y no hacen escándalo. Total un agarrón al paso no deja consecuencias. Un guante lascivo siempre es necesario en la ciudad, porque remece la frigidez y deja caliente el agua para el mate que se tomará en casa.
Por eso a la loca ya no le queda traste con tanta friega de mangos. Ya no le queda corazón en su repartija de cuerpo plural, que se entrega al roce y se despide en cada boleto que timbra la campanilla de bajada. Como si la fricción de esa huella erecta en el cachete se prolongara en un coito imaginario, en una fila de tulas que saludan su ano con un beso de debut y despedida. Como si pasara revista en un abrir y cerrar glúteos, llevándose el tacto punzante en su memoria flagelada.
Pero eso no basta, porque en el pasillo avanza un escolar que de verlo se le fuga el alma. Entonces se toma del pasamanos a la altura del marrueco y cada vez que el chico afirma el bulto la loca no respira. Más bien desfallece cuando se da cuenta de que el péndex no se quita, es decir, se refriega en sus dedos agarrotados. Y así mano y nervio, fierro y carne, loca y péndex, van agarrados de la misma fiebre, sujetos del mismo deseo clandestino que nadie ve. Ni siquiera el paco sentado que se hace el civil y no se da cuenta de la paja que le corren al estudiante en sus propias narices. O el caballero de sombrero jipi-japa que se pone lentes Rayban y abre la ventana por algún mal olor. Un rezumo a queso de pata o roquefort con hongos que lo hace ariscar la nariz. Y asomando la cabeza afuera absorbe una bocanada de aire frío. Más bien una ráfaga de viento en el manotazo del punga que le arranca los lentes, dejándole un arañón en la cara.
Pero estos incidentes no opacan el brillo de la fiesta micrera, por eso el caballero tiene que cerrar la ventana y soportar la fetidez que le ofrece la gorda en bandeja peluda sentándose a su lado. El fino caballero tiene que bancarse esa música de burdel, ese "Todo, todo" de Daniela Romo que agita las cabezas con su ritmo maraco. Como si la micro fuera un wurlitzer rodante que liberara su pulso resentido en la fiebre del canto, que todos (menos el caballero) acompañan moviendo los pies bajo los asientos. Hasta la señora de los tres niños que, entre meterle la teta a uno, peinar al otro y aforrarle al tercero, le alcanza para entonar el "Todo, todo" mientras se reparte en mil manos que cuidan a la prole.
El "Todo, todo" musicante rebasa las penas de los obreros, que se permiten apoyar la cabeza en el vidrio para soñar a la Daniela Romo y enjugarle su zampa rumbera. Ese mismo "Todo, todo" anima al chofer que mete chala al acelerador y pega unos frenazos que pliegan en acordeón las charchas de la gorda sobre el caballero pituco, que disgustado se arregla el sombrero. Mientras sube un show peregrino de guitarras que opacan a la Daniela, con el metal destemplado de una garganta que trina lágrima pagana.
Así, canto y radio, balatas y velocidad, son un celaje cuando el chofer corriendo la largada con otro chofer enemigo de línea, se le confunde la ira con el sangramiento del semáforo y en un instante todo es semáforo. Todo es charco en la violencia del impacto. Todo es chispazo y ardor de huesos astillados. Todo es gritadera de auxilio; que saquen a los niños por la puerta de escape que se incendia. Todo es alarido y combustión cuando estalla la bencina y la puerta trancada no cede y entre los fierros retorcidos se asoma una mano despidiéndose. Como si en un momento el "Todo, todo" se hubiera hecho real en un todo de tragedia que reventó a la gorda como un zepelín sangriento. Una cachetada metálica que al caballero le voló el sombrero con la masa encefálica. Un todo de dolor que comprimió para siempre a la loca y al péndex en un abrazo de tripas al aire, justo cuando al chico le venía el chorro de perlas.
Todo fue traumatismo, pedazos de guagua, restos de guitarra y llamaradas de ambulancias y sirenas que aumentan el fuego, el "Todo, todo" del caset que sigue sonando, girando como un neumático que perdió la pista. Aun cuando la carrocería se despelleja en brasas que flamean en un último destello de nave vikinga.
Así, las micros se exilian en su desguañangada senectud. Buses aerodinámicos borran su carnaval ceniciento, trazan nuevas rutas sin riesgo y numeraciones codificadas que reemplazan la poética de los antiguos recorridos.
La ciudad estalla en una megalópolis apresurada para el sopor de estos paquidermos, que se alejan de la urbe tosiendo sus vapores mortíferos, reflejando en los vidrios parchados las cintas doradas de la modernidad.
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