Los funerales de una loca contagiada por el sida se han transformado en un evento social. Una exhibición de, modelos Calvin AIDS, recién estrenados, primorosamente escogidos, para despedir a la amiga como se lo merece, como nunca lo soñó en el dorado aeropuerto de «Nunca jamás».
El estigma de la plaga, que en los ochenta hacía huir como ratas a las amigas, negando mil veces haber conocido a la occisa, Esa virulencia homofóbica que entonces mostraba cortejos de cuatro pelagatos acompañando un ataúd huacho. Un pobre cajón rodeado de familiares tolerantes y de alguna loca camuflada de temor bajo el anonimato de las gafas. Ahora es otra cosa mariposa. En los noventa, es el acontecimiento que concentra la atención de un público atento, esperando paciente el deceso para ponerse el modelito guardado especialmente para la premier luctuosa.
Ahora la muerte sidada tiene clase y categoría. Cualquiera no se despide del mundo con ese glamour hollywoodense que se llevó a Hudson, Perkins, Nureyev y Fassbinder. Cualquiera no ostenta ese look de manchas leopardas, ese tatuaje sidado que no se destiñe, fíjate. Por eso el adiós-AIDS es inolvidable en su fulgor momentáneo. Es un encuentro de pestañas quebradas y risitas tu-tú contenidas por la emoción. Es el esperado momento de homenajear a la finada luciendo esa faz pálida, como neogótica. Con mucha ojera violácea, haciendo juego con el discreto pañuelito que va a enjugar la única lágrima, en el único momento de tirar la única rosa, no, mejor el único pétalo, sobre el terso ataúd.
De esta forma, las locas engalanadas con el drama han hecho de su muerte un tablao flamenco, una pasarela de la moda que se burla del sórdido ritual funerario. Más bien, revierten la compasión que pesa como un juicio pecaminoso sobre el sida homosexual, lo transforman en alegoría. Con sus destellos coligüillos, amortiguan el duelo, lo colorean, lo refulgen, lo descargan de esa fetidez piadosa. Lo relucen con la ópera comediante le su llanto. Y nadie sabe si esa lágrima de diamante que rueda por su mejilla es auténtica. Nadie pondría en duda esa amarga gota escenográfica, que brilla lentejuela en el ojo de la última escena. Esas manos apenas temblorosas, que van midiendo cada pésame, cada condolencia, como si tomaran las medidas de un traje de noche. Como si cada gesto de pena fuera hilvanado en una basta de contención, en pliegues de dolor, que se ajustan al teatro mortuorio con los alfileres de la complicidad maricueca.
El sepelio de una loca sidada es para filmarlo. Acuden al evento las amigas revoltosas que tratan de amarrarse las trenzas con cintas de nerviosa seriedad. Un poco preocupadas, miran el reloj, pensando que la lista corre rápido. «Hoy por ti, mañana por mí», es el responso. Nadie sabe quién tiene pasaje de ida en el Boeing Z.A.Z, vuelo siete cero positivo. Ninguna puede reírse tanto. Menos esa flaca cabello de ángel que hizo el teatro del desmayo en el cementerio, y sus quejidos de perra asmática partían el alma.
Menos ella, que antes de sellar el cajón, como al descuido, le echó adentro cigarros y fósforos porque su amiga no podía dormir sin fumar.
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