Cuando llueve todo se moja, dice un refrán, pero aún más los pobres que ven anegarse el metro cuadrado de sus viviendas con los chorros hediondos de la inundación. Y es que el invierno, la estación más desnuda del año, revela las carencias y pesares de un país que creyó haber superado la fonola tercermundista, un país narciso que se mira la nariz en los espejos de los edificios, un país que se piensa modelo de triunfo, y al menor desastre, al menor descuido, la indomable naturaleza manda guarda abajo el encatrado del éxito. El andamio económico que se vende como promoción de las glorias enclenques de la justicia social.
Así, sólo basta un aguacero para develar la frágil cáscara de las viviendas populares que se levantan como maquetas de utilería para propagandear la erradicación de la miseria. Sólo basta la llegada del invierno para demacrar la alegría de los pobladores que, después de tantos trámites y subsidios habitacionales, por fin les salió la casa propia. Digo casa, pero la verdad son cajas de cartón que al más simple chubasco se revienen con el agua y las pozas, y todo empieza de nuevo, otra vez de regreso al callamperío marginal, otra vez correr las camas y salvar lo poco valioso que se ha logrado comprar a crédito después de tantos años de esfuerzo. Otra vez poner las ollas y la bacinica para que reciban el insoportable tic-tac de las goteras. Otra vez, con el agua a las rodillas, sacar la mierda en baldes del alcantarillado que cada invierno se tapa, que cada lluvia se rebalsa de mugres y toda la población se convierte en una Venecia a la chilena donde nadan los zapatos, las teteras y las gallinas en el chocolate espeso del lodazal.
Cada invierno, son casi los mismos lugares que reciben la agresión violenta del desamparo municipal. Son los mismos canales: la Punta, las Perdices, el Carmen o las Mercedes, que se revientan en cataratas de palos, pizarreños y gangochos que arrastra la corriente sucia, la corriente turbia que no respeta ni a los cabros chicos, los inocentes niños entumidos que con los mocos del resfrío blanqueando sus ñatas, se amontonan en los albergues temporales que, por lástima y culpa social, les proporciona la municipalidad.
Pero toda esa película trágica del crudo invierno chileno, sirve para que la televisión se atreva a mostrar la cara oculta de la orfandad periférica tal como es. Tal como la viven los más necesitados, que por única vez al año aparecen en las pantallas como una radiografía cruel del pueblo, mostrada a todo color en el blanco y negro de la política. Por única vez al año acaparan la atención periodística, por única vez son estrellas de la teleserie testimonial que programan los noticieros. Por esta vez, se desenmascara la mentira sonriente de los discursos parlamentarios, la euforia bocona de la equidad en el gasto del presupuesto. Por única vez, al jaguar victorioso se le moja la cola, y todos podemos ver su reverso de quiltro empapado, de pájaro moquiento y agripado, como las guaguas de la inundación, que tan chicas, tan débiles, ya aprenden su primera lección de clase, su primera escuela de faltas, tiritando húmedas en los pañales.
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