domingo, abril 16, 2006

La Payita (o «la puerta se cerró detrás de ti»)

Para muchos que se tragaron la versión caricaturizada de la Unidad Popular, la imagen de Miria Contreras sigue siendo el boceto pintoresco de la secretaria cómplice y amante secreta que acompaña la figura de Salvador Allende. Y este frivolo estereotipo que armaron los militares, sigue corriendo en los salones políticos y sociales donde la lengua lagarta de la derecha escupe la historia con su saliva venenosa.

Poco se sabe realmente de esta mujer que optó por el anonimato frente a la chismografía y al desprestigio público. Poco se sabe qué es de ella en la actualidad, y es preferible respetar su silencio, acatar su fobia a las entrevistas, su desconfianza frente al periodismo, mórbido y tendencioso. Quizás uno de los pocos protagonistas de esta gesta, que guardó para sí la confidencia del histórico final. Del triste final, hecho tragedia por la mansalva golpista. Tal vez, ella es la única persona que estuvo más cerca del presidente en el filo de ese momento, en la premura apretada de esos minutos que se cortaron en el estruendo de la última decisión.

Acaso, para Miria, el trauma de esa fecha le arrebató para siempre la risa fresca que embanderaba su rostro en la campaña, junto a Salvador. La Paya, alegre, siempre optimista animando los mítines, gritando consignas, escuchando atenta la voz del futuro presidente con un pétalo de ternura en sus ojazos emocionados, en su mirar de palomas exaltadas por aquella presencia arrebatadora de Salvador, su amigo de tantas luchas junto al pueblo. El Chicho, su vecino en la calle Guardia Vieja donde ambos vivían junto a sus familias todos esos años de candidatura y derrota Todos esos años ayudando, esperando que los pobres acarrearan su propio candidato En esa calle sin salida de la comuna de Providencia de entonces, donde las dos casas eran un revoltijo de secretarías políticas y afiches y lienzos y agotadoras reuniones hasta la madrugada Hasta que la luz tísica anunciaba el día, enrojeciendo los ojos irritados tras los lentes de Salvador, y entonces Miria lo dejaba beberse el último trago de café para acompañarlo hasta su casa. Y allí, en esa calle, bajo la claridad tuberculosa del alba, aún quedaba una última mirada separando las dos casas. Aún tenían tiempo para reforzar la pasión socialista que anudaba cardenales rojos ante el presagio del amanecer. Pero a Salvador nunca le gustaron las despedidas, por eso le propuso a Miria unir las dos casas con una puerta interior. Así todo será más fácil, las reuniones, las cartas, las noticias de última hora, las visitas de amigos comunes. Así también nos evitamos los adioses en la vereda y los comentarios de los vecinos, decía ella con sus ojos claros mirando en derredor. Eso es lo que menos importa compañera, recuerde que el amor y la revolución van de la mano en el mismo verso. Lo que realmente me preocupa, es que la lucha y las empanadas no se enfríen de una casa a otra, le contestaba Allende con su risa libre que chispeaba encantador los albores del cambio.

Así las dos casas quedaron unidas por aquella puerta interior que vio desfilar personajes, informes, y el futuro patrio de aquella historia humeante en las bandejas de empanadas y vino tinto, que enfiestaban esa izquierda soñadora de la Unidad Popular, pujando cortar el siglo con su asalariado ardor. Y Miria Contreras no pudo permanecer indiferente en la utópica vorágine que regaba de pétalos el sueño de los oprimidos. Y lo apostó todo a esa causa popular que tocó el cielo en el setenta, ese cuatro de septiembre, bendita fecha en que Salvador fue elegido presidente. Y ahí, recién comenzó la batalla, la lucha de perejiles quijotes frente al molino capitalista del imperio. Y aun así, a pesar de la continua agresión del fascismo interno y externo, la Payita como asesora de la presidencia, lo aconsejaba y escuchaba por horas su proyecto, tomando notas y programando reuniones y compromisos del compañero presidente, que de ropa sport, recibía embajadores, ministros, sindicatos o centros de madres en el elegante balón Rojo del palacio. Sin mediar el cansancio, ella iba y venía por La Moneda de entonces, atascada de papeles y prensa que comentaba con Salvador, que discutía con Salvador, diciéndole a veces que no fuera tan confiado, que no creyera en la fidelidad militar, porque tras la visera castrense de los generales, una sombra oscura vendaba su lealtad. Pero él nunca le hizo caso, y le devolvía una sonrisa apaciguadora a su sospechosa preocupación.

Todo terminó el once bajo la tormenta de plomo que reventó en llamas el Palacio de La Moneda. Todo acabó esa mañana de septiembre con un llamado telefónico a primera hora del presidente. Le decía que la Armada se había sublevado en Valparaíso, que probablemente se sumaría el Ejército y la Fuerza Aérea, que había un ultimátum, que no podía hablar más, que a su lado estaban sus hijas, sus amigos y colaboradores más cercanos; pero Miria, a pesar del tono seguro, intuyó por la inflexión de la voz, que Salvador se sentía solo, que por primera vez oía esa voz desesperanzada en el eco sin multitudes de una plaza vacía, que la necesitaba más que a nadie en esos difíciles momentos, y debía llamar a su hijo para que la llevara en su auto urgente a La Moneda, acelerando, pasando con luz roja, mostrando credenciales en el apuro dimatizado de una extraña Alameda desierta.

El resto ya es relato conocido, narrado en primera persona por la transmisión radial de las últimas palabras del presidente. Y tal vez, en este documento sonoro, multiplicado por la onda corta de Radio Magallanes, los tres años de la Unidad Popular empapan la crónica de la historia con la intensidad dramática de quien escribe su adiós definitivo en el aire cimbreado del atropello constitucional. Quizás es ésta la carta de amor más hermosa que el mandatario pudo improvisar como susurro indeleble que para siempre tiznará nuestra memoria. Un discurso estremecedor, naufragando en los espolonazos golpistas que remecían esa hora, en ese momento de carreras desesperadas cruzando los pasillos irrespirables de humo y polvo por la bazuca retumbando. Ahí en el instante que la guardia y las mujeres abandonaban el palacio por orden de Allende, Miria, confusa en la neura del desalojo, no obedeció la orden y se entregó a la corazonada impulsiva de un enamorado retroceder. Y en esos escasos momentos, cuando Allende reunía a sus fieles amigos para abandonar el lugar en una columna donde Miria iría primero con una bandera blanca, nuevamente la corazonada le hizo girar la cabeza para decirle algo, mirar sus sienes canosas, tirarle un beso, un hasta siempre, no sé, darle una sonrisa que perfumara el aire hediondo a pólvora de esa inútil primavera. Y allí, parada en el corredor, a través de la puerta entreabierta del Salón Rojo, alcanzó a cruzar su atención con un urgente ojeo de ternura, un pañuelo de mirada en el perfil vaporoso de su cara descompuesta, plegándose tras la puerta que se cerraba como la página final de la «vía chilena al socialismo» y su malogrado querer. Y allí quedó como el huérfano más solo de la nación, abrazando su juguete metrallero mientras escuchaba derrumbarse la fiesta de aquella ilusión.

Lo demás raya en el impreciso alboroto de salvar el pellejo, confundir su rostro entre las parvularias y enfermeras que subían a una ambulancia ante la pronta amenaza del bombardeo. Salir de allí, en el relámpago rojo del vehículo que pasó aullando los controles militares. Luego bajarse por allá, anónima, esconderse, «perder el rostro» en la clandestinidad de los días que vinieron, cuando comenzó la siniestra cacería, las listas que publicaba El Mercurio, donde Miria Contreras, alias La Payita, era uno de los personajes de la Unidad Popular más buscados por los caza-recompensas.

Es probable que si Miria no hubiera escapado a la garra criminal de la dictadura en esos momentos, hubiera sufrido el mismo destino de su hijo, masacrado el once y desaparecido hasta la fecha. También es posible que las historias escandalosas que hizo correr la dictadura con ella en Tomás Moro, se grabaron en la mente de muchos incautos como la película porno de la U.P. que los militares aseguraron mostrar en horario de trasnoche por Canal 7. Pero esto nunca ocurrió, porque aquellas filmaciones y videos sólo existieron en la mente afiebrada de la mentira milica. Desde ese armado desprestigio, la subjetividad colectiva chilena construyó el personaje de «La Payita», asociado a la farra sin límites con que la hipócrita burguesía calumnió a Salvador Allende, nada más que por tener en Tomás Moro unas botellas de whisky, unos pollos y algunos dólares que la prensa oficial de entonces multiplicó al infinito.

Esta crónica, imaginaria en el rescate confidencial de quienes conocieron a la Payita y estuvieron cerca de aquellos sucesos, sólo pretende enlazar intensidades y pulsiones humanas que entretejieron la biografía política Probablemente el ímpetu escritural, desborde romanceado al caudal épico de aquellas presencias en el acontecer traumático del aborto histórico Mas bien estos improbables pespuntes memoriales puedan delinear tímidamente el perfil de Mina Contreras en el exiliado claroscuro de su publica Lejanía. Ella, como quien se arropa privadamente en sus recuerdos, se dejó envolver por el mito, quiso que esa gasa fuera evaporando lentamente su protagonismo junto al mandatario. Y la distancia la puso en segundo, tercer o cuarto lugar, esfumándola, borroneando a propósito su nombre, su crédito, su rostro ausente en el álbum moral que empaña con leve bruma la tragedia de la UP. Así, en el segundo plano de la historia, telonea tramitado de rojo opaco el nombre de la Payita, como la marca del rouge que, en el pañuelo desvaído, deja la huella del rosa amante en el lacre pálido de una costra carmesí.

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