jueves, abril 20, 2006

La República Libre de Ñuñoa (o "parece que nos dejó el taxi, Lennon")

Desde allí, caminando por sus calles de baldosas quebradas y rejas mohosas, se puede mirar la ciudad de Santiago con cierto orgullo. Como quien ve el país desde un balcón roñoso, tal vez lo único que les va quedando a esas enormes casonas de inmigrantes que se instalaron cerca del Barrio Alto, pero que nunca fueron Barrio Alto. Apenas la periferia de Providencia, donde sus calles cuicas decaen en un mediopelo de boliches y paqueterías afraneladas de polvo, sobreviviendo sólo por la tradición añeja que las mantiene en pie.

Desde Ñuñoa, el habitante puede creerse afortunado de corretear en bicicleta por sus anchas avenidas sombreadas de árboles, y ostentar cierta libertad de provincia, cierta pituquez de pueblo chico, donde no hace falta casi nada: ni las plazas, ni la municipalidad, ni el estadio, ni las universidades, ni tampoco esos colegios clasistas con nombre de santo inglés, donde los hijos de Ñuñoa aprendieron las vocales con acento extranjero. Esos Colleges, Academys, School, donde estudiaron juntos, hicieron la cimarra juntos, se pajearon juntos, y se fumaron sus primeros pitos escuchando a Silvio Rodríguez, y luego y pronto y después, terminaron allegados a la casa familiar, hippientos y solterones bostezando los cuarenta.

Sin duda, la comuna de calle Irarrázaval vio pasar la historia bajo la sombra campestre de sus jardines. Allí se aposentó todo el arribismo de la pequeña burguesía, opacado por la nobleza de sus comunas vecinas. A sólo unas cuadras, la misma vereda de Pedro de Valdivia cambia de pelaje, la misma empleada doméstica mira con desprecio a la india de al lado, el mismo perro pirulo pasa con la cola bien parada sin mirar al de enfrente, la misma hija de funcionario público se junta con sus amigas "jai" en el Paseo Las Palmas de Provi, y no en la cercana Plaza Ñuñoa donde hacen nata los picantes de la cultura alternativa. Los hippies, punkies y vanguardistas izquierdosos, privilegiados de la educacion experimental del Manuel de Salas. Un Liceo público donde se incubaron los proyectos liberacionistas del sesenta, el laboratorio ideológico de una década, el semillero progresista de la clase media acomodada que iba a cambiar el mundo. Los chicos bonitos que bajaban a la periferia de Santiago a comprar mariguana y enseñar la doctrina social de Cristo a los piojosos, a los atorrantes, que en la parroquia de la pobla aprendían sus canciones de protesta y los miraban como dioses disfrazados de artesas, compartiendo las patadas de los pacos y el humo de las lagrimógenas. Hermanados por el: "Compañero presente, ahora y siempre".

De Ñuñoa salían los estudiantes voluntarios con sus pañuelitos hindúes al cuello a repartir frazadas en las inundaciones. Los chiquillos de buen corazón conmovidos por la miseria del margen. Ñuñoa dio a luz una patota de cabros buenos, pasados por la juventud católica y el álbum familiar donde aparecen desteñidos en la foto de primera comunión, cuando aún creían que Sudamérica era cosa de ángeles porfiados.

Fueron los mismos muchachos que cantaron Let it be, y luego se hicieron rebeldes, mariguaneros, patoteros, rockeros, socialistas, comunistas, mapucistas, miristas o frentistas. Los mismos que alguna vez, en la búsqueda desesperada del yo interno, tomaron la senda esotérica y militaron en Silo, el Grupo Arica, la Gran Fraternidad Universal o la Comunidad de Krishna, Rajness o Saint Germain. Pero no les duró la paciencia de esperar en pose de loto a que cambiara el cielo horizontal del Acuario místico "La era estaba pariendo un corazón", y había que aprenderse el Capital de memoria, estudiar arte, sociología, antropología, literatura, filosofía y cuanta carrera humanista que los titulara rápidamente de alumbrados profetas.

"Eran días de arcoiris" para aquellos jóvenes intelectuales que pusieron mente, corazón y sangre en el pulso finisecular de una aguada derrota. Son los mismos soñadores-idealistas que ahora se reúnen en Las Lanzas de Plaza Ñuñoa a recordar viejos tiempos. Allí se les puede encontrar hoy, sin el pañuelito hindú reemplazado por la corbata de funcionario ministerial. Cómodamente instalados en el nido burgués que tanto odiaron cuando cantaban "Hay que dejar la casa y el sillón" Allí se les ve cada tarde al regreso de la oficina, como si no hubiera pasado el tiempo, como niños grandes y guatones que se pueden reír sin prisa, balanceando el whisky en la mano izquierda, arrepentidos de los extremismos y tratando de olvidar. Más bien, intentando no deprimirse con esa canción que rasguea el cantor culebreando de mesa en mesa, el guitarrero cantor que conoce de memoria el repertorio de Silvio, Violeta, Víctor, Atahualpa, y también "Valparaíso mi amor" que saca aplausos y más trago y más monedas.

Allí se les puede ver ahora, en algún recital de Los Tres por La Batuta, animados por algún gramo que jalan en la tarjeta de crédito. Pero aun así, nostálgicamente tristes, irremediablemente consumidos por la sobrevivencia del medio lustre nacional. Inolvidablemente repetidos en el himno de La República Libre de Ñuñoa. Cuando se van tambaleando por la vereda comunal de regreso al insectario y ahorcados por el ayer.

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