Más adentro, cruzando el umbral de cortinaje raído la manga algodonosa que rodea a tientas, a ciegas, a flashazos de pantalla el pasillo relumbra como baba de caracol en terciopelo negro. Ni siquiera el tiraje luminoso del acomodador que pulsa la linterna y recorta con luz sucia un giro de espaldas, un brillo de cierre eclair, una mano presurosa que suelta el comando, sólo por rutina, porque el acomodador sabe que esa es la función y de lo contrario nadie viene a ver a Bruce Lee porque lo tienen en video. Todos lo saben y nadie molesta y cuando llega la comisión, se prende la luz y al que lo pillan se lo llevan. En ese caso no podemos hacer nada, total ya les avisamos, pero cuando aparece un cafiche haciéndose pasar por paco de civil para meter miedo y sacar plata, lo mandamos preso. Esa es la ley de este cine y cada uno se cuida la retaguardia.
Entonces la banda sonora es el crujido de los asientos; un coral de seseo o pequeña gimnasia promiscua en el jiujitsu de los dedos. En contraste con la gimnasia de la coreografía karateca doblada por la cadena de manuelas, mano con mano, golpe a golpe, beso a beso, saltos mortales del chino que reproduce en menor escala el chorro ligoso que dibuja el aire con su trapecio seminal. Mientras el telón estalla en ketchup a full-contac, tiñendo el cinturón negro de rosa y de primer dan a tercer sexo. Con guantes de seda shoto-kan rebana un cráneo su aparataje de fuerza. Así cruzan bandadas de helicópteros por la pantalla y Bruce Lee los derriba a pura paja, a ver quién dispara primero, a ver quién llega más lejos para no morir tan solo y mojado en el reverso del mundo, porque ya nadie mira la película y la imagen se ha congelado en este chino voyeur, que ve desde el sol naciente los malabares de los chilenos.
Ciertamente la Columbia Pictures nunca imaginó que en estos bajos fondos sudamericanos, la imagen de Bruce Lee sirvie ra para controlar la explosión demográfica a tan bajo costo. Doblándose en espanglish la traducción milenaria de las artes marciales, al coa-porno del deseo invertido. De ahí que Bruce Lee se vacila un rap de cabeza sorbiendo el lamé moquiento que babea su hermética sonrisa. Venido del Bronx, hizo carrera a puro pulso, dejándose aceitar el pellejo nipón por el tacto del chicano masajista. Un méxico-holandés que lo dobla en la horizontalidad de sus ojos aztecas, que perdieron la fiereza en el incesto posmoderno. Por eso Bruce Lee, seduce en la mirada al chino mapuche de la pobla, que todos los días miércoles se erecta chamuscado en el cinema Nagasaki de la Plaza de Armas. Por cierto un amarillo pálido lo delata cesante, y los cigarrillos sueltos, quebrados en sus bolsillos, dejan un reguero de tabaco rubio en el asiento por los acomodos de la pasión. Entonces la población La Victoria comparece junto a Hiroshima en el entablado de utilería donde se cruzan la periferia desechable del nuevo orden, con el sexo místico y desconocido de los orientales. Sexo que se exhibe travestido de Ninja para el chino mapuche que desagua su decepción en la barricada de puchos quemados, por el desamparo laboral y el ocio desanimado de su pasar.
Ciertamente esta noche cinematográfica también exuda otros olores más burgueses; sudores yodados serpentean en la sala como nube de carne que exhala vapor ácido y aromas sintéticos. Gotea el placer húmedo de la axila, con desodorante tabaco after shave y humo de filtros aspirados, que refulgen delatando tenues alguna garganta mamona. Algún chupeteo glande o gusto lácteo como desesperada antropofagia, que deglute su terror al fogonazo de la calle. Porque aquí se demarca un territorio pendular, que oscila según los intermedios del programa.
Quizás el revelado en tecnicolor de esta última escena recrudezca la sombra de una cabeza hundida en la entrepierna de algún oficinista apurado, coagulando en la oscuridad su estrés de grafito y neuras familiares. Toda una terapia Metro Golden Mayer como gigantesco desagüe de tensiones. Dejarse libar en el anonimato de la cámara oscura, como retorno a la seguridad del vientre. Porque aquí frente al Royal de Luxe del chino que cautiva con su inglés escolar, se deja amasar tranquilo por la marea amniótica de manos en el sube y baja de los cortes karatecas. Una oleada de zumos que generan las grandes políticas, y se eructan como desechos en el callejón de la última fila.
Acaso radiografía obscena del álbum familiar, o complicidad de pasiones y vertedero imprescindible de la urbe. O todo esto como flujos que permean el libre cauce metropolitano. Quizás a toda luz los deseos se compriman, y en este terciopelo enguantado, aflore el revés de todo rostro puritano que se cruza con otro en el vaivén del paseo público. Un otro que chispea solo en la oscuridad, cuando las babas de saliva desflecan la pantalla, cuando las hebras plateadas asfixian a Bruce Lee en un pantano lechoso bajo los asientos. Quizás las butacas de este cine estén numeradas con el nombre de cada gozador en el respaldo, como estrellas de películas, como los asientos del Congreso, como parlamento de sobajeos y atraques donde la política del cuerpo expulsa su legislación a todo cinerama. Quizás la función en las butacas sea el espejo de la superproducción empañado por el urgimiento y la paranoia. Lo que no se dice y nadie sabe, porque al final de cuentas el sexo en estas sociedades pequeño burguesas sólo se ejercita tras la persiana de la convención. Nadie sabe de los suspiros nocturnos del macho, que en la mañana vocifera porque no encuentra la corbata. Nadie podría imaginar que ese tótem se deshoja como doncella en el momento del clímax. Nadie pensaría que detrás de la felpa de un inocente rotativo, se establece un pacto de mutua cooperación. Ninguna esposa reconocería a su negrito en esas acrobacias, por cierto otro. Una sociedad secreta de desdoblaje, un tragaluz que recicla y enmudece para siempre, porque a las once de la noche en punto, cuando el The End de la última tanda clausura el beso en Tokio de Bruce Lee con la muñeca plateada, el relámpago de las luces quema todo rastro, evaporando los espermios que nadie hace suyos, porque cada quien está solo y no reconoce a nadie de regreso a la calle, a los tajos de neón que lo trafican en el careo de la ciudad.
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