Deshojadas del control ciudadano, las barras de fútbol desbordan los estadios haciendo cimbrar las rejas o echando por tierra las barreras de contención que pone la ley para delimitar la fiebre juvenil, la prole adolescente que se complicita bajo la heráldica de los equipos deportivos. Es así, que cada confrontación deja como resultado una estela de palos, piedras y vidrios rotos al paso atronador de La Garra Blanca y Los de Abajo; dos sentimientos de la hinchada pelotera que aterrorizan el relax de los hogares de buena crianza, con los ecos mongoles de la periferia.
Ambos fanatismos se descuelgan al centro desde la misma poblada, con el mismo vandalismo romántico que interviene el aparato regulador que sistematiza y acalla la euforia pendeja.
Los supuestos rencores entre las dos barras son vecinos que amortiguan las faltas económicas con el baboseo de la caja de vino compartida o en el vapor ácido de los pitos que corren en la brasa centella que dinamita la batalla. Pero más allá de la rivalidad por los goles o el penal a último minuto, ellos saben que vienen de donde mismo, se recuerdan yuntas tras la barricada antidictadura y están seguros de que la bota policial no hará diferencia al estrellarse en sus nalgas. Saben que en realidad se juntan para simular una odiosa oposición que convoca al verdadero rival; el policía, garante del orden democrático, que ahora arremete a lumazos en las ancas del poder.
Podría hablarse de estallidos juveniles que carnavalean su agosto bastardo gritando "te amo albo, te llevo en el corazón", en la piel, en la bulla de los chicos que no se cansan de entonar el "cómo no te voy a querer". A pesar del calor que cosquillea en la gota resbalando por la entrepierna ardiente, a pesar del pegoteo de torsos desnudos mojados por la excitación, los chicos se abrazan y estrujan estremecidos por el bombazo de un delantero que mete pelota rajando el himen del ano-arco. Entonces el gol es una excusa para sobajearse encaramados unos sobre otros, en la ola afiebrada que trepa las rejas que protegen la cancha.
Estas demostraciones juveniles ensordecen la pastoral democrática; son escaladas de péndex que exhiben en la marea delirante la erección del jean cortado a media pierna, a medio culo el tajo de la moda asoma una nalga morena, un trozo de muslo velludo que riega los estadios. Un desenfado donde nadie está seguro, porque la botella gira en el aire y puede reventar en la frente de cualquier hincha descuidado. Nadie está protegido, menos la loca de cintillo indio que haciéndose el macho, logró confundirse en el ondear de las banderas venteadas por los desalmados. Esa misma loca que odia el fútbol, que de chiquitita jamás pudo patear una pelota encumbrada en el imaginario frágil de sus tacos altos. Pero le ganaron las ganas de estar allí, en medio de tanto refregón, a la deriva de los cuerpos ensopados que descargan su potencia futbolera en el arrebato de un "te quiero adicto".
Mucho le costó llegar al centro de la barra, estar mecida por el maldito corazón en medio de las consignas. Pasó colada arqueando las piernas, dando unos cuantos empujones y ensuciándose la lengua con los "sí, pos loco", "chi la gueá" y otras tantas cosas del lunfardo pelotero. Pero al fin llegó y mientras finge mirar el partido siguiendo la pelota que rueda en el pasto, que rebota como todas las pelotas que saltan a su lado, jugosas en el nido peludo que acuna el baile. Mientras simula un traspié, un leve estrellón que la desequilibra para sujetarse de lo que está más a mano, del racimo humeante del péndex que hace rato la tenía cachuda. Y sólo esperaba el agarrón de la loca para gritar: "Aquí hay un maraco." Pareciera entonces que a la voz de maraco enmudece el estadio completo, la pelota se detiene en el aire justo antes de cruzar el travesaño y el alarido de gol queda colgando en la o sin alcanzar el triunfo de la ele. Los jugadores perplejos apuntan a la galería, al centro de la barra brava donde la loca aterrada se ha quedado sin habla. Como un sagrado corazón en espera del martirio. Con un calambre en la garganta que la hace vomitar el gol y la palabra esperada retiembla el coliseo, volviendo la salsa revoltosa a animar la galería.
Así, girada en la confusión, la loca sale de vuelo resbalada en la humedad de los abrazos. Se desliza casi espuma hasta los pasillos de acceso, donde los baños hierven de hombres en el amoníaco de los urinarios.
Allí ese olor familiar reaviva la sed carmesí de su boca chupona. Al amparo de las escrituras profanas, se relaja en el espejeo de los graffitis que oran mohosos: "Aquí se lo puse al albo", "La Garra lo chupa rico". En cada frase temblorosa se permean las ganas de encular al rival, de sentarlo machamente en la picota. Como si placer y castigo fueran un rito compartido, una metáfora inyectora que castiga premiando con semen las insignias del contrario.
Así, el ojo coliza recorre el muro, en cada dibujo apurado recorta apuntes y croquis fálicos como rosas de un papel mural sepiado por las huellas del orín. Flores de yodo rebanan el iris de la loca, alfabetizan su deseo en los signos desvaídos por la soledad del baño público. Una crónica voyeur que recoge su silabario aguaitando a través del agujero el baño contiguo. Mirando el chorro dorado de un hincha que expulsa la cerveza. Un péndex que también ha visto el lente de la loca congelado en su miembro. Ese ojo rubí que horada el muro con desespero. Entonces a una señal la loca se cambia de equipo, se mete en la caseta vecina donde el chico la espera agitando tarjeta roja entre las manos. Después la puerta cerrada es sorda a la bullanguera farra que persigue la pelota. Afuera el estadio estalla cuando un centro-foward zigzaguea la bola por la entrepierna, apenas la roza, la puntea, la baila en la pelvis, al pecho, la goza cabeceando y zoom mete cuerpo y balón en el hoyo del arco.
El "cómo no te voy a querer" es coreado a todo pulmón al terminar el partido y las dos barras se desgranan por la ciudad pateando las señales del orden, meándose en cada esquina donde la autoridad instaló cámaras para vigilar con ojo punitivo.
Marejadas en shorts y zapatillas rotas desafían la represión que silba en bombas lacrimógenas y carros lanza-aguas abollados por los peñascazos. Después la batahola se dispersa por las calles, entre los bocinazos, bombos y pitos que animan la salsa rockera de los locos. La cumbia picunche que menea el trasher al son del ya tan amado "cómo no te voy a querer", escrito en todas partes, voceado en las murallas por la lírica malandra de su ortografía. Una escritura itinerante del spray en mano, que marca su recorrido con la flechada gótica de los trazos. La gramática prófuga del graffiti que ejercita su letra porra rayando los muros de la ciudad feliz, la cara neoliberal del continente, manchada por el rouge negro que derraman los chicos de la calle.
A ver si los encuentran, a ver si los dirigentes del equipo se hacen cargo de sus desastres, después de que el alcalde los declaró peligro público, un mal ejemplo para la juventud que no se emborracha ni cae en las drogas. Nuestros muchachos de espíritu sano, de polera blanca y jeans recién planchados, empeñados en el servicio social, en pasear ancianos y sacar el barro de las inundaciones. Tan diferentes a la tropa delictual que descarriló un tren de puro gusto, por no querer seguir en la misma vía ordenada por los semáforos. Sólo bastó que a un loco se le ocurriera desenganchar el carro donde regresaban, después de un partido, para que todos se embalaran, de puro volados, sin ton ni son, vieron la locomotora alejarse sola por la línea ferroviaria, cagados de la risa, pensando en que el conductor estaba seguro de llevarlos por la aburrida senda del buen camino. Ellos que alguna vez soñaron con el trencito eléctrico de la infancia rica, por esa vez tuvieron un tren de verdad, para irse a Woodstock alejándose de los tierrales secos de la pobla, de la ley pisando los talones y siempre arrancando, toda la vida en apuros de colegio, cárcel y hospital.
Por eso se la creen amotinados, rebasando la nota armoniosa de la urbe civilizada. Se la creen borrachos moqueando la derrota y también borrachos celebrando el triunfo del equipo. Como una pequeña victoria de ángeles marchitos que siguen entonando la fiesta más allá de los límites permitidos, rompiendo el tímpano oficial con el canto tiznado que regresa a su borde, que se va apagando tragado por las sirenas policiales que encauzan el tránsito juvenil en las púas blindadas del ordenamiento.
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