Como si dependiera de cierto filo a repartir en geometría de tajos sobre las líneas nevadas de los Andes. Algo así como la autopsia de la cordillera, la repartija del inocente buque manicero cargado de nieve-dólar, dirigido por el narcotráfico hacia nuestra costa. Nuestro mar que tranquilo se deja penetrar por el rigor mortis de la diosa blanca.
La cocaína es una dama de hielo con guantes de seda y cucharilla de plata, fiel acompañante de los caperuzos internacionales que no encuentran en Santiago la suite con helipuerto, jacuzzi, palmeras de jade, pisos de nácar y un mancebo de ébano (en peloticas) para jalarle la tula.
Cosas así, excentricidades y fantasías de leopardo, llaman la atención en este país acostumbrado al drapeado lacio de la ropa americana y al Taiwán fosforescente de los mercados persas. A lo más, una orquídea sintética en la solapa del chico under, que resbaló en el raso blanco de sus noches de tráfico por Plaza Italia. De sus cancheras incursiones al baño de un bar a empolvarse la nariz o pintarse los labios con el rouge rígido de la taquilla. Pero él no es la Estefanía de Mónaco que puede declararse amante de la cocaína a toda raja. Tampoco vive en el castillo Grimaldi, que en esta lengua de barro es el escombro del terror, la inocente villa de Peñalolén, cárcel de la DINA, donde tantas veces la misma diosa miró por los ojos de los torturadores el esplendor dantesco de los voltios. Pero esas noches de raso fúnebre no son un buen referente para la memoria speed de los adictos democráticos.
La diosa no tiene ética, su itinerario lo demarca el vaivén del poder. Un billete dólar la puede transportar en la charretera de un uniforme castrense, como en el pañuelo que engalana el terno de un parlamentario, que se pega su aspirada en un rincón del Congreso, para resistir los fatigosos debates sobre la ley antidrogas.
La diosa tampoco tiene corazón, su beso es un roce nasal en labios de mármol. Apenas el rastro de un segundo en que el polvo te amarga la lengua y todo empieza de nuevo, adiós a la fatiga del trasnoche. Pareciera que un doble de cuerpo te reemplazara en la electricidad del carrete. Un otro que es capaz de salsearse la noche cantando "Ojalá que llueva coca en el campo".
Apenas un gramo en diez lucas, el billete grande que aureola la cabeza de la diosa y la vende como la prostituta más cara de la ciudad. La ramera más requerida, que sospechosamente espolvorea los bolsillos rotos de la clase media. Algo así como abrir mercado, reclutar una manga de péndex cargados al reviente como promotores del jale. Un contingente de jóvenes utilizados por los guatones que mueven el negocio, va sembrando la amarga obsesión, capturando futuros clientes con el eslogan "El primero te lo regalo, el segundo te lo vendo".
Pobres chicos soñadores que en el momento menos pensado les cae la dura, la mano pesada de la ley sin el guante de seda. Entonces, los peces gordos se fugan a Miami y dejan a la diosa travestida de legalidad para que los niegue mil veces. Los deje solos, oxidando sus cortos años tras los barrotes, como material desechable en el tráfico de la vitamina C, el petróleo blanco del mercado.
Esta red de energía marca el pulso de los sistemas de producción. Un laboratorio de la pasta que también procesa los cuerpos tercermundistas, estrangulados por la cinta blanca que mueve los engranajes del poder. Un mecanismo que de vez en cuando moraliza su hipocresía de consumo y apunta siempre al más débil. Un chivo expiatorio que hace unos años fue Maradona, fetiche futbolístico elegido como cuerpo de castigo por su osadía de roto gozador de placeres burgueses.
Más allá del consumo ancestral, que en el altiplano está incorporado a sus costumbres por milenios. Más allá del uso creativo de la coca en editoras publicitarias, fiestas de gerencia, pubs, night clubs, sets y discoteques. Más allá de su justificación productiva e incluso la dosis social del músico, mozo o estriptisera; que necesitan el gramo para sobrevivir a la catalepsia laboral de su oficio. Más allá de todo eso, la maratón sociocultural de la aspirada promueve cierta lucidez que agota en la hiperacción su máxima latencia. Una forma de duplicar la resistencia según la demanda neoliberal como impulso del mercado. Sin la menor fantasía que no dependa de su política de sobregiro, de la necesidad angustiante de dilatar el momento, el toque, el ahí nomás, la boca seca, las ganas de atravesar una puerta de vidrio con el ímpetu que lleva, o rebanarle el pescuezo a la abuelita por quitarle la polvera. Sólo por un minuto más en ese estado de triunfo, de esplendor manchado a veces por la nariz sangrante.
Mañana siempre es otro día, un vasto abismo donde nada motiva. Una pálida náusea que rodea el bajón de la amanecida. Porque el papelillo chupado y relamido, ya no sostiene la identidad farsante que chispeaba anoche en la línea de tiza repartida entre los amigos. Tampoco hay un pito para pasar el asco de vivir dependiendo de una felicidad en gramos, una felicidad goteada en la lluvia del arco iris traidor. Afuera, la ciudad aumenta la depresión con el peso plomo de su aire. La ciudad se levanta en torres de aluminio y hoteles estrellados para la fantasía del transeúnte, que mira boquiabierto el cielo repartido en los espejos de las habitaciones vacías. El cielo espejeado en las fuentes de agua donde se lava la plata. Las piscinas de las terrazas donde se enjuagan las manos los columbos, los parientes pobres de la familia colombiana, los más sucios. Aquellos que con sonrisa de película yanqui acosan a los chicos burros que la venden y le agachan la cabeza al padrino con un billete arrugado bajo la manga.
En fin, la visita de la dama blanca siempre deja un excedente de fatalidad, sobre todo en esta democracia, que es una tortilla del placer neoliberal que se cocina en los rescoldos minoritarios. Además, sólo nieva en el barrio alto y cuando caen unos copos en la periferia, matan pajaritos.
Gracias lemebel, por ayudarme a ver lo que a veces
ResponderBorrarno quiero
ver,Groso!!!!!!!