Algo había de teatro en esa tremenda hombría que desplegaba Rock Hudson en la pantalla. Demasiado cuadrado en sus gestos y besos de chupasangre que alardeaba en esas películas donde él era un bombonazo que derretía a las mujeres, sus admiradoras de los años sesenta que lo soñaban como el marido ideal, el hombre pulcro y educado, típico gringo de oficina católico y conservador. Siempre de terno y pelo corto, siempre afeitado y de camisa planchada, siempre enfatizando con su facha de Clark Kent al superhombre, el invulnerable Mister Mormón.
Pero el bello Rock Hudson personificó la gran mentira del galán hollywoodense que vendió la empresa del cine. Con su sonrisa de dientes blancos y sanos, enamoró a todas las jovencitas de aquella época, las muchachas que nacían al pie del altar creyéndose sus novias, creciendo apuradas para ser Doris Day, la esposa cinematográfica, la rubia y divertida pecosa, pareja del tapado Rock.
Algo nunca encajó en el acartonado papel que se inventó el astro para que no le supieran el secreto. El exceso de virilidad siempre es sospechoso cuando se traduce en un culto a sí mismo, en un idilio pajero con la imagen narcisa que devuelve el espejo. Y Rock era demasiado adorno con su pelito a la gomina y su figura de niño modelo flechando colegialas con su mirada matadora y mentirosa. Y entonces quién iba a pensar que al Superman del cine yanqui se le quemaba el arroz y también las ensaladas. Porque a la larga, se hace insoportable el peso del teatro masculino y los besos de la pantalla son huevos sin sal que el amado Rock tuvo que padecer en su larga y exitosa carrera de novio enamorado. Sobre todo, que en la mayoría de sus películas, las escenas de amor, romance, abrazos, atraques y besos, lo dejaban agotado, más bien queriendo huir de esa fama de semental potente.
El cine inventó estereotipos de machos recios y mujeres frágiles que nunca coincidieron con la diversidad compleja de esas muchedumbres que llenaban los cines. Un público sentimental, múltiple en su embeleso quinceañero de pintar el deseo en cada relámpago technicolor de la pantalla. Una ronda de ojos entornados, mayoritariamente de chiquillas jóvenes, las mismas que hoy son madres, tías o abuelas, las mismas que recibieron la noticia de la homosexualidad de Rock como una agridulce puñalada. Tal vez como primer síntoma de la decadencia de esos moldes perfectos que ellas amaron silenciosamente en aquellas lejanas tardes de matiné. Lo terrible no fue sólo enterarse de su doble vida, antes ya habían sufrido la decepción de Valentino y Errol Flynn, ahora en 1985 la noticia de la muerte de Rock Hudson venía iluminada con el glamour trágico del sida.
Y así fue que Latinoamérica recibió la plaga como una premier cinematográfica, porque hasta ese momento el sida era para los grupos de riesgo, como catalogaban a negros, drogadictos, chicanos y homosexuales que morían en manos de la epidemia. Entonces, cuando cayó el telón granate y oro de la última escena para Rock Hudson, recién nos enteramos que la enfermedad también mataba ídolos. También echaba por tierra los mitos dorados de pasadas juventudes. Recién supimos que el bicho, el misterio, la polla gol, la lotería o la sombra, como le llama al sida la homosexualidad local, podía tocarle a cualquiera. Si era capaz de derribar a un dios de la pantalla. Al más guapo, al más seductor, al inolvidable Rock Hudson, que se fue deteriorando tan flaco, tan huesudo, tan pálido, tan cadavérico, tan ceroso, como la vieja foto de un amor adolescente esfumada bajo un podrido sol.
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