Y uno no sabe que estos personajes, avales de tanta impunidad, sean ciudadanos comunes y corrientes. Y uno va por ahí pensando que jamás se encontrará con uno de ellos cara a cara y, por lo mismo, los tiene medio mitificados, medio caricaturizados por la imagen pública de TV o de revistas que pintan el día a día con el negro recuerdo de sus rostros. Pero existen, no son la especulación del marxismo, y se los puede encontrar en un mall, un cine, o mirando con lupa los cuadros de una exposición en una galería fruncida de la Costanera. En la muestra de ese pintor hippiento y paltón, que una tarde en el Venecia nos invita, a Ernesto Muñoz y a mí, a su muestra de pintura porteña. Y a veces uno se deja llevar por los aires de cóctel y buen trago que ofrecen estas inauguraciones del arte. Uno se encarama a una micro y llega, atrasado como siempre, medio deslumbrado por la fanfarria de mozos y petibuchés de langosta que pasean por tu nariz, sólo para que uno los huela, porque cuando estiras la mano, retiran la bandeja con destino a un grupo de críticos que se chupan los bigotes alabando las obras. Y uno se queda con la mano estirada y la lengua afuera corriendo tras los mozos. Los empaquetados sirvientes de cóctel que le hacen el quite a la manga de artistas pendejos y hambrientos que van a estas galas a degustar exquisiteces. Uno forma parte del choclón que se organiza para asaltar bandejas, y se instala cerca de la cocina donde salen los mozos soplados con el whisky. Y ahí hay que pararlos. ¿Qué te pasa gueón clasista que te arrancái de nosotros y sólo le servís a los cuícos? Porque estos mozos de cóctel fino están aleccionados para atender según la pinta. Son como algunos guardias de supermercado, que le hacen reverencias al pituquerío, y al rotaje, igual que ellos, lo tratan a patadas. "Maldición de Malinche", me comenta un pintorcillo mascando un canapé, al tiempo que llega un zoológico empielado de nutrias, osos y zorros, y el artista exponente se tira de guata al suelo para recibirlo. Sólo entonces me queda campaneando la cara de una mujer que entró con dos tipos de lentes oscuros y gestos nerviosos. Sólo ahí, se me evapora el whisky y esa cara me revuelve el estómago en una náusea con olor a trementina, milicos y rumbas. Y en ese vahído se me hace presente la hija del tirano, la Lucía Chica, tan quebrada en su alcurnia de sables y guardaespaldas C.N.I, evaluando los óleos. La veo tan campante como un personaje de pesadilla, pero hecho real en su trajecito de tweed y risa sardónica. Como si todavía ostentara el cargo de autoridad cultural que le regaló su papi. Y lo peor, veo que la gente la saluda, rodeándola, mostrándole los dientes, como si aún ejerciera el sombrío poder de su pasada gestión. Y ya sin poder contenerme, les digo a los artistas que por qué se hacen los lesos, que por qué no nos retiramos todos, que cómo pueden seguir respirando el aire macabro de esa presencia. Que cómo siguen brindando, haciéndose los tontos, compartiendo el mismo espacio, la misma fiesta con el fascismo de falda Chanel. Y por qué me hacen callar, diciendo que no hable tan alto, que no sea roto, que Pedro no podís ser tan pegado. Que a esta señora la invitó el dueño de la galería y debe ser por negocios. Pero el pintor es responsable de la exposición y debe saber a quién se invita, les contesto. Por lo menos debe dar una explicación por este mal rato. Porque si hubiera sabido nunca vengo. Dile a él po, me contesta una pintora punki que se corre con el grupo dejándome solo. Pero no hizo falta que le reprochara nada al pintor, porque enterado de la escandalera, se acercó con los matones y me dijo: si no te gusta te vas. Claro que no me gusta le contesté, porque si quieres hacer negocios con el fascismo, no me invites de espectador. Casi no alcancé a terminar la frase, porque los dos gorilas de gafas negras me alzaron con sus manazas, sacándome en punta de pies a la calle, donde me dieron una golpiza que me dejó inconciente tirado en la vereda.
Al parecer, algún conocido me subió a un taxi, y desperté con el violento ardor del alcohol que pusieron en la herida de mi cabeza. Por suerte aún me quedan amigos, les dije a los chicos que me habían llevado a su casa para atenderme. Y también por suerte no fue en otra época, pensé dolorosamente, viendo entre nubes el retrato de Lucía Sombra colgado en la blanca pared de aquella galería cerca de la Costanera, donde pintura, mercado y fascismo se dieron la mano, manchándose los dedos, en el día cómplice de aquella inauguración.
MM..OLA...UN BLOG DE PEDRO..SIEMPRE ES NECESARIO ESTO.
ResponderBorrarSALUDOS