miércoles, marzo 22, 2006

Los sombreros de la Piñeiro

¿Quién recuerda a la Bebé Mackay de Moller, en la serie Juani en Sociedad, por allá en los sesenta? ¿Quién recuerda a ese personaje interpretado por Silvia Piñeiro, la señora paltona de la tele que impuso el "sí pos oye, regio mi linda, no te puedo creer Cotocó". Todo Chile veía ese programa en Canal Trece para copiarle los gestos pitucos y modales de condesa a la Piñeiro, la Primera Dama de la escena nacional. La misma actriz que hizo de Laurita Larraín en La Pérgola de Las Flores. Y cómo no. ¿Quién iba a interpretar mejor a esa emperifollada señora pegada al minué de la colonia? Quién si no la Silvia pos oye, la única actriz con abolengo. La elegante Piñeiro, admirada por los colizas del Barrio Alto, que se jactaban de ser sus amigos, que la acompañaban llevándole la cola, cuidándole los perros Yorkshire, esos ratones peludos que la vieja amaba como niños, y andaba con el racimo de perros colgándole por todos lados. Porque ella es, fue y morirá siendo regia, decía la gente al verla pasar con sus sombreros de todos colores, con sus sombreros como platillos voladores, sus sombreros como cucuruchos de cardenal, los sombreros de la Silvia, llenos de florcitas y cintas haciendo juego con el traje y los zapatos, cuando paseaba la tarde echándose aire con sus enormes pestañas postizas en el cerro Santa Lucía. Sólo le faltaba la carroza y el cochero para completar la estampa virreynal de la actriz confundida con el personaje. La Piñeiro, chiflada con el estereotipado pedigree que puso de moda en el tiempo del Coppelia y los Pepe-Patos. Cuando Santiago, estremecido por los cambios sociales, se dividía en los de arriba y los de abajo. Los pobres y los paltones, las señoras pobladoras y las damas pirulas, que tocaban cacerolas nuevas frente a los regimientos, para detener el escándalo plebeyo. Seguramente la Piñeiro era de estas últimas, porque siempre apoyó el golpe militar y no se perdía gala milica para estrenar un sombrero nuevo. Y hasta allí la fantasía principesca de la actriz se convierte en exceso, se hace real la película reaccionaria de su teatral representación. Como si teatro y vida fueran la misma obra, la misma comedia de clase que la Silvia siguió representando en la soledad de su delirio, en la psicosis de llamar a la servidumbre desde su triste vejez en el departamento mediopelo del barrio Santa Lucía que le regaló el alcalde. Donde aún sueña con los privilegios de estirpe que lucía la Bebé Mackay y la Laurita Larraín en aquella Alameda de las Delicias. En aquel tiempo, cuando Santiago respiraba aires de realeza y aromas de cristal. Tan diferente, Cotocó, a la ciudad ordinaria, a esa Providencia de rotos que tuvo que ver la Piñeiro desde el taxi, cuando fue al homenaje de Pinochet. Cuando se puso el último sombrero que le quedaba para decirle adiós a Augusto, adiós al último emperador. Y allí la vimos de nuevo por el noticiario de la televisión, porque hacía tanto tiempo que no actuaba en las teleseries de la pantalla. Seguramente porque los argumentos son tan actuales de nuevos ricos, y ya no triunfan las señoras tan fruncidas, tan estíticas, con esa mueca de náusea fina que lleva tan bien la Piñeiro. A pesar de su edad, a pesar de su encorvada vejez en silla de ruedas, aún le quedaba una altiva seducción para despedir al tirano, desde la sombra cómplice de su último sombrero.

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