De cerca la Primera Dama es simpática, larguirucha y risueña como esas niñas de las monjas que deben sofisticar su sencilla apariencia para merecer ser acompañantes de la banda presidencial. De cerca, ella no puede disimular su aburrimiento en los actos oficiales donde permanece intacta para la foto, mostrando los dientes como una muñeca feliz, contestando la misma pregunta de la casa, las niñitas, la mujer y la familia ideal. A sólo unos pasos, custodiada por los nerviosos guardaespaldas, se le nota la obligada pose diplomática aguantando esos fruncidos tacoaltos que le hinchan los pies cuando chancletea de inauguración en inauguración, del cóctel al orfanato, del aeropuerto a La Moneda, con el tiempo justo para retocarse el maquillaje y los minutos contados para cambiarse esos horribles vestidos, todos iguales, todos cortados por la misma tijera de la moda presidencial.
Al parecer, su alto cargo la somete a la empaquetada ropa del rito protocolar. Como si la sobriedad del terno masculino se repitiera en esos trajes dos piezas que uniforman a las mujeres como azafatas de pullman. Como si ese formato varonil fuera un modelo para vestir a las miles de secretarias, vendedoras, cajeras, telefonistas o animadoras de televisión que pasan invierno y verano con el mismo trajecito. Todas iguales, con distintos colores, pero todas terneadas con esas hombreras que apoyan la femenina eficiencia de la democracia laboral.
La Martita no es fea, pero quien la aconseja en el vestuario no es su mejor amiga. Quien le dice que le copie a la Hillary Clinton ese molde de Primera Dama neoliberal, se equivoca con ella. El modisto que le muestra esas revistas del ocio burgués, donde aparece la extinta Lady Di luciendo esa ropa sin gracia, solamente reproduce en ella su fantasía arribista, le acartona su soltura de muchacha poco pretenciosa. La coloca igual que la Evelyn o la Cristi y todas esas parlamentarias que asumen el terno femenino como uniforme de los Nuevos Tiempos.
Quizás, la facha de las figuras políticas, lo mismo que el peinado, la pose o los gestos, tiene algún efecto en el rating electoral. Así, las damas de derecha promocionan el atuendo de economista ejecutiva, sin escote ni tajos aputados que muestren las piernas, sobriamente gris, asegurándole votos al recato tradicional. También las ecológicas, alternativas o progresistas, prefieren las amplias faldas floreadas y telas hindúes que recuerdan los años sesenta. Pero nunca tan hippies, casualmente elegantes con su ropa suelta de señoras liberadas. En estos tiempos, la apariencia significa adhesión o rechazo para el anónimo televidente que ve desfilar los discursos adornados de trapos. Por eso la Primera Dama se ve rara con esos enormes cuellos de baberos que le almidonan su fresca sonrisa. Se nota tan incómoda con esos enormes botones de payaso que la aprietan como salchicha.
La Martita no es fea, tiene cierta dulzura en los ojos, cierta alegría de chiquilla que contrasta con la cara gruñona del Presidente, siempre parco, siempre enojado, tironeándola para que mantenga la compostura, para que no se ría tanto con los chistes de ese diplomático. Ni siquiera cuando lo acompaña al estadio y ella tiene que medir su euforia cuando meten un gol. Ni allí puede relajarse. "Por la imagen, por el qué dirán Martita, contrólate", le repite Eduardo en su oído, deprimiendo su alegre frescura de niña traviesa.
La Martita no es fea y a veces, cuando atina con el vestuario, se ve bonita. Como esa vez que visitó a los reyes de España y contradiciendo el protocolo, se puso una capa blanca, tan espectacular, que dejó a la reina Sofía como una señora de pobla. Además, iba tan entusiasmada con su atuendo de Eva Perón, que le dijeron se pusiera en su lugar, es decir tres pasos más atrás que su marido.
En fin, la Primera Dama tiene cierta simpatía, pero se guarda muy en secreto sus opiniones políticas para no contradecir el discurso oficial. Seguramente en eso la tienen cortita, para que no le ocurra lo de sus vecinas Menem y Fujimori. Pero aun así, ella pudo solidarizar con las Madres de los Detenidos Desaparecidos. Pudo hacer suya esa causa y poner su emoción al servicio de esa tragedia, así ganarse el cariño de un país que la respetaría más allá de la frivola apariencia, más allá del papel cansador que representa como Primera Dama, madre ejemplar, esposa fiel y muda acompañante del poder.
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