En Nueva York todos los travestis latinos imitan a Miriam Hernández en la mentira paródica de su show-doblaje. La sueñan en su cante sudaca de chica popular que se encaramó a puro pulso, a puro aclarado de mechas, a pura simpatía de morocha sexi al top famoso del ranking estelar. Al parecer, la fantasía chicana de los travestis reviven en la Miriam el milagro social de Marilyn y Madonna, que de pobre empleadita de tienda o anónima cajera de panadería, se vio de un día a otro enmarcada de luces, acicalada por modistos y peluqueros que la suben como diosa al carro consumista del mercado disquero.
Quizás la Miriam nunca imaginó tal despegue de su imagen traficada por la televisión, cromolaminada en los posters y carátulas de compact disc que promueven sus canciones. Porque ella nada más quiso cantar, solamente cantar, cuando jilguera adolescente tomaba la micro en Ñuñoa para ir al Liceo público, de jumper escolar y las mechas tomadas en una cola tirante que achinaba aún más sus ojillos de india traviesa. Tal vez, su sencilla apariencia de niña sin bulla, que no tenía pelo dorado ni ojos azulmente celestes, fue el salvoconducto que operó en su favor cuando ios productores de la tevé se fijaron sólo en su voz, en su llorosa y teatral interpretación de chiquilla morenita, feíta, pero agraciada en cierta sensualidad de guiño tramposo, en esa coquetería ladina de cabra de barrio, que se sabe común, de pelo lacio, ni tan alta, ni tan espigada, igual a muchas lolas de población que cantan un verso de amor en la ventana de su bloque.
Tantas miles de chicas soñadoras, humilladas en esos programas para aficionados del canto, donde los jurados hace mofa del nerviosismo que las desafina. El maldito nerviosismo, que a última hora les juega una mala pasada, después de haber ensayado semanas enteras frente al espejo, después de saberse esa tonta canción de memoria, después de coreografiar matemáticamente los pasos, los gestos, la pose aleteada de las manos, cada insignificante movimiento, después de conseguirse con la vecina ese traje de noche con escote hasta el ombligo, y los zapatos, y el pelo, y las pestañas, y esa uña quebrada que de emergencia se parcha con un pedazo de scotch. Y luego de tomar un taxi para ganar tiempo y llegar al canal a la hora, esperando, arreglándose el tirante del sostén, soportando las bromas groseras de los tramoyistas y camarógrafos que se sienten con el derecho de empelotarla visualmente apoyados en el falo de la cámara. Luego de tanto trajín y basureo corporal, justo allí, en el set, en medio de las luces: la suerte perversa le pega su coletazo. Y los tres minutos de gloria en la "Escalera a la fama", palidecen en la fanfarria de la orquesta que cruelmente les corta el canto y la ensayada inspiración.
Pero ese no fue el caso de Miriam Hernández, que hizo de su vida una balada perfecta. Sin tener una gran voz, supo usar el molde femenino más tradicional, el más recatado, "la chica pobre pero decente". A lo más un tajito hasta el muslo, o la insinuación transparente de sus "tetillas de gata bajo la blusa. Y nada más, porque el cuerpo de Miriam Hernández lo moldea su voz, la letanía afinada arrullando: "El hombre que yo amo sabe que lo amo". Y esa es toda la historia que sublima a multitudes, sin más contenido que la declaración cursi repetida al infinito. (¿Y te parece poco?) El resto, la escenografía, una glorieta de violi-nes y trombones que envuelven la tristeza sintética de la cantante, que hasta se permite unas lágrimas en su plegaria "al hombre que ella ama", el mismo tonto que "sabe que ella lo ama". Y en ese secreto gritado a voces, se suman todas las malamadas que suspiran por ese varón lejano, soberbio, y (pausa), tan imposible.
Quizás, el romance musical de la Miriam no sea gusto de feministas o mujeres más elaboradas en su discurso amoroso. Tal vez, su sencilla canción solamente reitere el prototipo más conservador de la mujer domesticada por el macho esquivo.
Pero acaso esta sumisión, insoportable para muchos, pudiera ser un teatro del exceso que pone en escena el quejido flacuchento entonado por su voz. Así se explica la adopción de este molde por parte de las travestis latinas, expertas en el aflautado burlesco del símbolo sexy que vende lo femenino.
Tal vez, la Miriam no sabe que es la voz calentona que hierve el mate en el show travesti de las disco-gays de Manhattan, y menos que se la incluyó en el libro "Poesida" (editado en una universidad de Nueva York) por la canción "Se me fue", que Miriam le dedicó a su abuelita fallecida, y los homosexuales la entendieron como homenaje de la estrella a los muertos por la plaga.
la tonalidad fascista de tu redacción apesta. Me orino en la retòrika elaborada de las posturas artísticas de las élites o sea de las tuyas... ademas miriam hernandez esta deliciosa y si le diera.
ResponderBorrarPara el anónimo de arriba: CALLATE SUBNORMAL.
ResponderBorrarConcuerdo con anónimo: Ese tono burlón y mirada de desdén buscando ningunear a la cantante por su origen humilde demuestra que él es una persona elitista y clasista. Otra cosa ella es una gran mujer, pues ha llegado lejos sin ninguna ayuda, es una mujer empoderada y aguerrida. Y eso de que no es gusto de feministas es algo completamente subjetivo, no tiene nada que ver ser feminista con el gusto musical, el feminismo se lleva en la decisiones en cómo se enfrenta a la vida no en qué gustos musicales se tiene.
ResponderBorrarComo ensucian el trabajo de Lemebel... no entienden nada...
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