viernes, octubre 14, 2005

Barbarella clip (esa orgía congelada de la modernidad)

Quizás, en la multiplicación tecnológica que estalló en las últimas décadas, la política de la libido impulsada por la revolución sexual de los sesenta perdió el rumbo, desfigurándose en el traspaso del cuerpo por la pantalla de las comunicaciones. Tal vez fue allí donde una modernidad del consumo hizo de la erótica un producto más del mercado, o más bien, fue elegida como adjetivo visual que utiliza la publicidad para enmarcar sus objetivos de venta.

Al decir de Roland Barthes, "el sexo está en todas partes, salvo en la sexualidad". Así, un bombardeo de imágenes va acosando la vida con estímulos erógenos, pero por sobrecodificación de signos al acecho, la sexualidad pareciera replegarse al rincón más castrado, donde la masturbación electrónica sólo es un pálido éxtasis para la demanda del cuerpo social.

Entonces, hoy nos encontramos con un excedente de sexualidad a la deriva, flotante, insatisfecho y abúlico, que se pajea mirando las portadas de las revistas, los avisos en el metro, el cierre eclair a medio camino, los botones desojados por una mano ansiosa, los vellos púbicos pintados en la cera de un maniquí, los pomos piratas que se mueven bajo el mostrador de la tienda de videos. En fin, hay una manga de sujetos caldeados que buscan el motivo cercano para copular fuera de la vitrina pública. Quizás en el terciopelo oscuro que amortigua los resoplidos bajo una escalera, en el eriazo pedregoso que araña la espalda, a lo perrito, a la paraguaya, detrás de un muro, lejos de la cama de dos plazas y su propaganda de coito feliz, que contempla todas las versiones del Kamasutra y su stock de poses legalizadas por el oficio conyugal. Tal vez, más lejos, en algún arrabal de cortinas rojas que se salvó del terremoto. Y la demolición modernista lo dejó como estatua de sal, convertido en un monumento castigado mirando atrás las cenizas del placer. Quizás en las plazas espinudas de la periferia, donde aún los quejidos de los jóvenes resuellan en los ecos del pérsonal estéreo. Es allí donde todavía sobreviven jirones de sexo en las espinillas del péndex que despegándose de la oscuridad, pide fuego para prender un pito y contesta algunas preguntas:

-¿Ves televisión?
-A veces, cuando no hay na' que hacer y gueá.
-¿Qué ves?
-Videoclips, recitales y esa onda. ¿Querís una fumá?
-Ya. ¿Te calienta la tele?
-(Aspiración profunda). ¿Qué onda?
-Los videos pornos, por ejemplo.
-Chiss, pero pa' eso tenis que tener un pasapelículas y una mina, y una casa, porque en los hoteles tampoco te dejan entrar por menor de edad.
-¿Y cómo lo haces?
-¿Qué?
-Eso.
-Cuando estoy muy verde, me encierro en el baño, pero no falta que te interrumpan, cachái. Que pásame el pérsonal estéreo, que sale luego y gueá.
-¿Te masturbas frente al espejo?
-¿Qué onda?
-¿Te ves?
-Claro.
-Y el espejo es como la tele y tú tienes el micrófono en la mano.
-No te cacho.
-¿Te gusta mirarte?
-Bueno, igual paso con la pierna tiesa. Me dicen el pate palo.
-¿Te gusta Madonna?
-(Chupada). Súper rica la loca, si la tuviera aquí...
-Pero está en la tele.
-Sí, pero no se lo voy a poner a la tele.
-¿Entonces?
-(Conteniendo el humo). Sabís que de tanto hablar...
-¿Qué?
-Se me paró el ñato, estoy duro... Mira, toca.
-...
-Apaga la grabadora y gueá.

(Corte)

Ciertamente, las eróticas suburbanas giran en torno a la publicidad del centro. Es así como los fines de semana se descuelgan de las poblaciones manadas de adolescentes, que buscan en la noche dónde y con quién descargar su polen rockero. Pero más bien, derivan esa descarga por la retina sexy que les ofrece la ciudad. Miran ávidos las fotos de los topless en marcos de luces, se chupan los carteles comerciales que puso el alcalde. Esas vitrinas al paso, donde Ellus o Calvin Klein les ofrecen las mezclilla índigo como envoltura de un cuerpo ardiente y plastificado.

La empresa publicitaria exhibe el cuerpo como una sábana donde se puede escribir cualquier eslogan, o tatuar códigos de precios según el hambre consumista. Pero ese doble de cuerpo, aceitado por el make up, resulta ser a la larga un antídoto contra la sexualidad en la cápsula frígida de la pantalla. Pareciera entonces que el supermarket corporal promete polvos sin fin, en la piel dorada de la modelo que distrae al conductor en el aviso caminero. Pero esa piel húmeda es tan real agrandada por el close up en su porosidad naranja, que deja de ser piel. Y solamente es un deseo acrílico que ofrece jugo de mangos en el póster que se aleja, inalcanzable.

De esta manera, la imagen erótica desborda portadas y avisos luminosos, haciendo creer que estaríamos viviendo una época desprejuiciada, donde el sexo reina y satisface hasta la última gota de zumo que resbala por el escote de la niña que sonríe aputada en el comercial. Pero todos sabemos que esa niña de colegio rubio no es una puta. Y si lo fuera, sería un producto inalcanzable para el obrero transeúnte que se detiene bajo el cartel a gozarla, como un gato frente al vidrio transpirado de la carnicería. Ese mismo hombre que sigue caminando de regreso a su casa, se tiene que conformar con el jugo en polvo que compra en el almacén de la esquina, para imaginar el sabor de los labios Tang en el paladar postizo de su mujer. Además, soñar palmeras en el pizarreño del techo y evocar el oleaje del Caribe en el ladrido de los perros. Y si aun así todavía no puede, tiene que morderse la rabia cuando su gorda amasándole el miembro muerto le dice: "¿Qué te pasa negrito?" Y él tiene que mentirle diciendo: "Mucha pega, gorda, duérmase y descanse, mañana será otro día." Pero él no se duerme y sigue pensando en la rubia tonta, que quizás no lo es, pero el director del spot le dice que ponga esa cara de mongólica afriebrada para la cámara. Por eso enciende el televisor a esa hora, cuando la programación sólo ofrece videoclips como reemplazo a contar ovejas.

Así frente a la pantalla, las imágenes de los clips lo sumergen en un pantano de cuerpos idealizados por el fluorescente que pestañea al pulso del rock concert. Se reproducen en un vértigo de pieles las canciones del ranking como onanismo visual, donde la música sólo cumple una función adjetiva que refuerza la imagen y su permanencia en el espectador.

La música clip es el pegamento de lo observado, el ritmo ocular que sigue hipnotizando en el pérsonal estéreo. Como si fuera de la pantalla una ceguera colorida siguiera funcionando al tiempo rápido que captura el ojo. A modo de retazos, a chispazos de memoria, su narrativa recicla cinematografías MGM para jóvenes del 2000. Una infinita consola de efectos técnicos, maquilla el insomnio computarizado y resucita mitos de celuloide en el horror cándido del thriller que vestido de vampiro persigue a una novicia. O las historias románticas, que reiteran a la niña esperando en el balcón del estribillo. Pero en el clip no hay perversión, porque el guante censura del editor va descuartizando en cuadros de consumo la carnicería estética donde la tijera entra justo cuando el zoom-in amenaza a una florida vagina (corte). Cuando la cámara panea el vientre y se topa con los pastizales bajo el ombligo (corte). Cuando a la niña la atrapan los violadores (esfumado). Cuando Cenicienta en luna de miel le baja el cierre a Prince (corte). Cuando Madonna besa en la boca a su original y las dos Marylinas se fragmentan lésbicas en la copia de la copia (censura). Cuando la misma Madonna se traga un crucifijo (corte). Cuando el mismo crucifijo comienza a erectarse (insert).

El clip parecería ser un ensamble de estereotipos de acción y sexo que se almacenan en la caja oscura sólo para ser contemplados. De la misma manera, los conciertos rock envasados en el caset son una forma de prevenir los estallidos juveniles y regu lar la euforia de los estadios llenos. Pasando la película del recital, los péndex, solitarios en el living de sus casas, resultan inofensivos frente al aparato. Neutralizada su transgresión de cuerpos deseantes, por la secuencia video que se interrumpe cuando cruza fugaz un falo perlescente por la pantalla. Pero al ponerle traking resulta que no es eso, sino más bien un cactus con bufanda que pringa la calentura con su mensaje ecológico.

Mucho que decir del tráfico publicitario y el porno legal que enfría los pies y el mate salado de los pobres. Mucho se ha dicho que los pobres hacen el amor con calcetines, pero ahora con la paranoia del sida, los calcetines se usan de condones. Igual buscan la forma de atracarse entre los yuyos. Aun con el terror de permearse la plaga en los vasos comunicantes de una cacha perseguida. Pero sólo la culpa queda como gusto y los amantes casi no se despiden, cuando se van especulando el prontuario sexual del otro. Pensando, y si antes que yo, y si meses atrás, pero me lo habría dicho, o no me lo dijo porque ya lo tiene. Por eso no le importó hacerlo sin condón. En la tele repiten a cada rato que no hay que dejarse tentar. El sexo seguro o la abstinencia. Hay que hacer deportes o futting y olvidarse de esas noches en que la lujuria llama con cara de luna sidosa.

Así, la empresa visual permea su erótica plastificada en el abanico de las comunicaciones, sembrando la desconfianza y el miedo al tacto sin guantes. Una política voyeur de reemplazo al sexo, que se mira y no se toca, invade la atmósfera cosmopolita. Un mensaje subliminal dirigido a través de la moda, luce un stock de cuerpos jóvenes que introducen la mercancía. Nos llegan a la retina los chispazos de sudor spray, que baña al mocetón que publicita un jean con todo el aparato tropical al alcance de la mano. De esta manera observamos un recambio en el objeto sexual, generalmente femenino, reemplazado por un púber agresivo con arito de diamante en el lóbulo. Este mancebo aparece mostrando tajadas de nalgas y rajaduras de muslos, como si viniera saliendo de una violenta bacanal. Como si los arañazos sexuales dejaran a medio camino el empelotamiento o los jirones de jeans que se salvaron de la violación (simulada) en el estudio Levis.

También la fábrica Lee se apasiona en este cambio de modelo. Los botones reforzados del marrueco suplen la frágil cremallera. Como resguardando el aparato genital, o más bien, lo encarcelan en el logo estampado a fuego de los broches.

Esta misma publicidad erecta los Twin Peaks, poniéndoles jeans a sus desnudas moles de cemento. Así, el jeans pasó a ser un profiláctico urbano que acondona la ciudad con su calipso estriptisero.