martes, diciembre 06, 2005

Carrozas chantillí en la plaza de armas

Parece revivir desde el pasado,
el fuego que ardió bajo cenizas,
el tiempo y la distancia
no lograron apagar...

LUCHO BARRIOS


En España, a los homosexuales mayores les dicen carrozas; así fueran arrugados carruajes que sentados en la plaza de armas esperan pacientes levantar algún cochero. Algún taxiboy que por unos pesos les engrase el vaivén de las caderas acolchado por la celulitis.

Acá en Chile, pueden ser los tíos o padrinos jubilados a los que nunca se les conoció una novia. Y envejecieron contestando la pregunta odiosa del casamiento con un reiterado: Para qué, si soltero se pasa tan bien. Y aunque la familia siempre tuvo la certeza, insisten con la mascarada social que repite: El tío es tan mañoso, qué mujer lo va a soportar.

De esta forma, el rótulo de tío solterón es la sutileza que enmarca en blondas de castidad a la vieja loca, archivada como magnolia seca en el desván familiar. Casi confundida con fotos de abuelas y actrices del cine mudo. Como un extra de película doméstica que nunca alcanzó el protagonismo de los azahares, que se fue ajando en la aparente vida de eunuco decorador de tortas. La esquina frágil de la familia, reforzada por clichés que hablan de la solitaria alma artística del tío, su exquisito buen gusto, su especial rococó para poner la mesa. engalanando a la sobrina que se casa, poniéndole tules y merengues con sus manos de cigüeña vieja.

Las tías carrozas por lo general hablan remontándose a una nostalgia imaginada. Escenografían su anónimo pasar con leyendas empolvadas que encuentran en el cine añejo su simulacro perfecto. Ellas son las únicas que recuerdan los chismes dorados de esa perdida actriz: La que te dije, la que le decían, aquella la del lunar. ¿Te acuerdas? Esa que nunca fue elegida para el papel, eterna postulante, pretérita incansable, la otra.

Para ellas no existe la historia real, a través del relato fílmico reinventan las verdades del pasado. Con su narrativa deliriosa iluminan las ruinas, sobreponiendo el esplendor Metro Goldwyn Mayer y Columbia Pictures al testimonio verificable. Así, para las tías colas, la entrada de Elizabeth Taylor en Roma dejó a la verdadera Cleopatra como reina de colegio pobre. Esa reina hollywoodense es la única que reconocen, agregando en su defensa que todas sus joyas, diamantes, zafiros, esmeraldas y rubíes eran de verdad, así como los cientos de extras que arrastraban el trono; musculosos, bronceados, bien comidos, bien pagados con dólares. No como los cuatro pelagatos esclavos, tan flacos, desmayándose con los latigazos que les daba la vieja egipcia del cuento.

Y para qué hablar de la biblia escrita, ese libro ahumado de tanto cordero en sacrificio, pecados y castigos. Tanto misterio indescifrable en ese latín de puras equis, arameos, ititas, parábolas y refraneos simbólicos que cuesta un mundo entender con su jerigonza divina. No hay mejor traducción que la cinematográfica. En technicolor, entretenida, supercorta, con ese Charlton Heston como Moisés de regias piernas con su minifalda dorada. Y esos centuriones romanos con pollera de cuero y botitas Barbarella, y los, gladiadores esclavos del músculo. Bien, comidos, bien potentes con su cuerada aceituna a todo sol en la arena del circo. Con su pequeñísimo taparrabos, a punto que el zarpazo del león lo deje en bolas. A punto que se corte la tirita de la zunga, y entonces el felino debe lidiar con esa anaconda -liberada de la esclavitud. Porque el cine sugiere ese claroscuro erógeno de la memoria religiosa, privilegia el oropúrpura de la imagen pagana, muestra lo que el libro oculta y reprime con su manuscrito moral. La versión cinéfila de la historia frivoliza sus personajes, reemplaza la gesta heroica por el montaje decorativo, que lleva como emblema el contrato lucrativo de las estrellas.

El cine antiguo es la biblia biográfica de las tías carrozas, y su fanatismo de oropel nubla las autenticidades arqueológicas con el fulgor del montaje, deja para el recuerdo el guión por la historia, la foto por el real, y su perfil de loca fantasiosa por el frontis de la cara trizada, que delata el The End sin campanas de su propia película. La mentira technicolor de un destino gris, que se desvela en el bostezo aburrido de los sobrinos.

Pero las tías homosexuales no se conforman sólo con el mito, traicionan su relato de vírgenes cautivas cuando giran en la Plaza de Armas bajo el toldo de sus sombreros. Van y vienen entre la gente, con sus eternos abrigos de tweed y bufanda en boa de cuello. Esas heladas tardes de abril, cuando los abuelos se enroscan en las frazadas buscando tibieza para huir de la gripe; ellas desafían la vejez rengueando por los jardines escarchados de la plaza. Patinan la tarde, ofreciendo su arrugado corazón a los jóvenes sureños que llegan a conocer la urbe. Huasos despistados, que son fáciles de deslumbrar con la invitación al hot dog y la cerveza. Después, la educación provinciana paga el consumo en la pieza del abuelo.

Los carrozas se quedaron pegados al patinaje tránsfuga de una ciudad remozada por el modernismo. Todo cambia; se levantan torres de espejo y caracoles comerciales donde revolotean los líceanos. Se remueven las estatuas, se cambian placas de acuerdo al gobierno de turno. Los alcaldes corretean a los comerciantes ambulantes. Los obispos pasean sus vírgenes al vaivén de los inciensarios que humean. Se te quema la cartera niña bromea alguna. No seas hereje, le contesta otra, y todo sigue girando en la centrífuga paseante de los carrozas pastoreando la plaza, cateando al joven cafiche proletario con quien compartir la jubilación a cambio de sus favores erectos. «La vida es eterna», para su obsesión de loca megateria, siempre al aguaite, siempre dispuesta a capturar esa mirada del taxi boy, ese visaje puto que contempla tarifa y pieza arrendada con los escasos pesos de la beneficencia estatal. Un sueldo mísero para los anos que tuvo que soportar en esa oficina pública donde le decían Alfredito, con ese tono empequeñecedor disfrazado de afecto. Cuando él sabía, que en su ausencia, el chistoso de la oficina lo imitaba, contoneándose, acentuando sus modales rififí para servir el café. Y todos se reían, hasta esa secretaria solterona que le juraba amistad. Él siempre supo que en cualquier error suyo de papeleos dejaba de ser Alfredito y pasaba al maricón Alfredo, a secas. Por eso, la pobre mesada de la jubilación es un pálido subsidio para tanto mal rato. Una limosna que apenas le alcanza para pagar el arriendo, teñirse el pelo, de caoba, comprarse los remedios, y libar leche con plátano una vez a la semana. Nada más, porque el amor está lejos del verso que le recitan los cafiches cuando lo confunden por millonario.

Aunque a veces, tal vez a Alfredo le gusta que lo confundan por maricón rico, porque son más cariñosos, le doran la píldora, le dicen que ni se le nota la edad, que está superbién, que se ve re-joven, y hasta le hablan de irse a vivir juntos, a rematar los últimos latidos cardíacos a pura cacha mentolada. Pero cuando entran en el pórtico desnutrido del conventillo donde vive, al empujar la puerta de la pieza, al encontrar la cama revuelta y el cepillo de dientes en un vaso. Al mirar con asco la bacinica saltada y una taza con restos de café, se ponen groseros y les aflora el lumpen que apurado reclama las monedas. Y se van casi huyendo, después de una chupada lacia y la recomendación del: No lo mordaí po vieja.

Los carrozas de la plaza fingen eternidad, estacionados en el mismo banco cuando llega la primavera. Entonces cambian de piel, y felices de haber pasado agosto, reciben el calorcillo vistiendo guayabera y zapatos blancos. Casi pololas, aligeran el trote al compás del orfeón que retumba en la pérgola azulada de nomeolvides. Casi tímidas ocultan la mirada lujuriosa tras las gafas oscuras. Perfumadas, oliendo a jabones y polvos de ciruela, se pasean tomando un helado de barquillo. Tratando de seducir chicos con el lengüeteo baboso que sorbe el ice-cream. ¿Un heladito chiquillos? Preguntan a los estudiantes, que enrojecen imaginando la felatio nevada de esa trompa hirviendo.

Pareciera que las tías protegidas por sus refajos de lana fueran inmunes a la sombra sidática. Sus cuerpos fofos de nalgas colgantes, sus piernas flacas, agarrotadas de várices morados; están lejos de ser un atractivo para los jóvenes que sueñan coitear con sus pares de muslos duros y cola prominente. Quizás ese reflejo narciso las salva. La negación del cuerpo senecto para el consumo sexual, que promueve la empresa Peter Pan, las aísla del riesgo, las hace conformarse con la felatio de cinco mil pesos, más barata, más segura, y quitándose la placa de dientes, la hacen su mamante especialidad. Como si en la libación se fugaran costras de tiempo, rejuvenecieran de regreso a la cuna, hambrientas y lactantes para reflorar sus encías huecas con el dulce néctar de la juventud. El peligro es mínimo, y la pasión succionante adormece al joven que disuelve su ocio en ese absorber.

Las tías longevas se ríen de los condones de colores, ellas no practican la penetración, no porque les desagrade. Argumentan que es una lata desnudarse con este frío, y mostrar su escultural cuerpo que se negó al ojo de Visconti, que es tan delicado como una lágrima de hielo que al mirarlo se derrite.

Pero hay veces que también las tías se dejan desnudar por un guante tarifado. Cuando el taxi-boy tiene un filamento de lengua Mastroniani, cuando le hace creer que la sucia pileta de la plaza es la Fontana de Trevi, y Anita Eckberg está muy gorda para repetir la zambullida de La dolce vita. Entonces, las manos del péndex, sedientas de monedas, le arrancan el corpiño, le sacan el refajo, la descueran de camisetas y calzoncillos de franela, la dejan a contraluz, en pose de venus sujetándose la charcha. Y así se acerca, macizo y dispuesto a destemplarla. Pero ella sin deshacer la esfinge, precavida como la experiencia le enseñó, detiene el submarino a la entrada de la cueva. Ataja el torpedo en su máxima latencia, y saca un condón tejido a crochet, plastificando la dureza peligrosa. Ahora sí, dice campante, las reliquias se tocan con guante.

El condón, para las madrinas de ayer, es como una servilleta bordada que se guarda en alcanfor, que se usa en ocasiones especiales para servirse alguna delicatessen, un postre de abuelas que se come rara vez. Así fuera un presente de cumpleaños, envuelto y encintado por el rito carífioso de la precaución. Después, pasado el festín retirado el preservativo, lo lavan y lo tienden a secar junto a su ropa interior pasada de moda. Lo perfuman y lo guardan para una próxima vez que se repita el film en su imaginaria Cinecittá, cuando falte la estrella tetona afectada por una rara jaqueca. Y Antonioni, desesperado, se fije por primera vez en ella, una eterna postulante. Y Michelangelo, tan lindo él, descubra su especial forma de mirar, la textura sedienta de sus ojos. Entonces la llame para el papel haciéndole una seña. Y ella, confundida y mirando en derredor, se pregunte con la mano en el pecho: ¿Será a mí? Y junto a ese galán, morenazo y cafiolo, haga la escena de amor gorgoreando suspiros cacheros, encaramada en la carroza que rumbea el amanecer, una tibia noche de plaza romana.