lunes, octubre 17, 2005

Censo y conquista (¿y esa peluca rosada bajo la cama?)

Uno de los primeros censos de población en América los realizó la Iglesia Católica en plena Conquista. A medida que la masacre colonizadora arrasaba con los poblados indígenas, los jesuitas iban recogiendo para la Corona todo antecedente que pudiera armar un nativo americano ante la rectoría española. Un perfil descoyuntado por la estadística, rasgos del Nuevo Mundo desmembrados por la voracidad foránea de agrupar en ordenamientos lógicos y estratificaciones de poder el misterio precolombino.

Antes que la empuñadura europea y la cuadratura de sangre, otros eran los índices de medición en que rodaba la cosmología prehispánica. Los calendarios de piedra giraban en ciclos de retorno y centrífugas de expansión, en estrecha analogía con los períodos de fertilidad, sequía o quietud.

La noción tiempo dependía de otros parámetros más relacionados con un rotativo cíclico que con una numerología cuántica. Los indígenas se sorprendían ante las preguntas clericales revestidas de dominación y de cierta morbosidad blanca. De que cuántos coitos semanales. De qué número de masturbaciones al mes. De cómo vivían tantos en una misma choza. De qué pecados capitales se sumaban en las cuentas de vidrio de los rosarios. De qué cantidad de oraciones y "padrenuestros" debían rezar para ser absueltos. De cuántos metros cuadrados de oro pagarían como tributo. En fin, ante esta avalancha de acoso, los indígenas contestaban sin la matemática de la pregunta, más bien compareciendo como acusados, confesos de poblar su territorio con las prácticas propias del habitat nativo. Contestaban ocho u ochocientos por decir algo, por la posición de los labios al recircularse en ocho. Decían mil por el campanilleo de la lengua aleteando como un insecto extraño en el paladar. Elegían el tres por el silbido del aire al cruzar sus dientes rotos. Murmuraban seis por el susurro de la "ese" en la lluvia benefactora sobre sus techos de paja. El sonido del número por su equivalencia cuantificadora, por la relación oral que establecían entre pregunta y acto de responder. Desviando elípticamente el ítem paralelo de la encuesta, fugándose de la interpelación con una aparente idiotez que desbarataba los cálculos góticos de los misioneros. Los indígenas ocupaban el viejo arte del camuflaje para defenderse de la intromisión, alterando la rigidez del signo numérico con la semiótica de su entorno.

De esta forma, las encuestas y censos en América proclamaron ante la sociedad burguesa europea la vida amoral y promiscua de los habitantes de esta parte del mundo. Una evaluación de salvajismo interpretada por el clero y la monarquía, que calentó los ánimos evangelizadores de las futuras campañas del descubrimiento. A tantos herejes, tantos sables, a tantos animales, tantas jaulas.

Años pasaron y hoy nos enfrentamos a un censo de población que nuevamente tiene por objetivo enumerar las prácticas ciudadanas. Supuestamente para ajustar los índices de carencias con el desarrollo de la economía. Otra vez la gran visitación con el atuendo de asistente social se sentará en la punta de la silla. Y espantando las moscas se mojará los labios con el té descolorido de la única taza con oreja. Preguntando cuántas camas, cuántos trabajan y los que no, de qué se las arreglan. Y esa hija de 18 años que detrás de la cortina espera que se vaya la señorita para que no le vea el patinaje violáceo de las ojeras. Y esa peluca rosada que la madre esconde cuando hace pasar a la señorita a la pieza del hijo que trabaja en el norte. Contando la maravilla de regalos que le manda de Iquique, mientras empuja disimuladamente los tacos altos debajo de la cama. Mostrando la radio de doble casetera y la tele a color. Sacando un sartal de chucherías de la Zona Franca que jamás se usarán por el miedo a ensuciarlas. La madre que acaricia la marca plateada del refrigerador, vacío de alimentos pero embarazado de cubitos de hielo.

El súper censo como oso hormiguero mete su trompa en los pliegues mohosos de la pobreza, va describiendo con pluma oficial la precariedad de la vivienda. Que si los muros son de cemento o barro con paja. Que si es baño o pozo séptico. Y si es baño, por qué el water se rebasa de cardenales como maceta greco-romana en el patio. Y si la casa venía con cocina, por qué la usan de velador y hacen fuego con leña. Y por qué habiendo tanta información las guaguas se multiplican como los perros. Y los perros y gatos en qué parte de la encuesta se contabilizan, porque niños y animales se confunden bajo la misma capa de alquitrán, bajo el mismo trapo sudoroso que cubre la miseria. La cortina que se cierra bajo el delantal de la madre tapando el paquete de marihuana, la movida del hijo menor que le va tan bien trabajando con un tío desconocido que le compra zapatillas Adidas y lo viene a dejar en auto. La otra parte del presupuesto familiar, el negativo del censo que no tiene casillero, que se enmascara de azulada inocencia para el ojo censor. Y hasta se derraman cataratas de llanto cuando hay que contar el tango a la visitadora. Hay que ponerse la peor ropa, conseguir tres guaguas lloronas y envolverse en un abanico de moscas como rompefilas, para evitar los trámites del sufragio.

De esta manera, las minorías hacen viable su tráfica existencia, burlando la enumeración piadosa de las faltas. Los listados de necesidades que el empadronamiento despliega a lo largo de Chile, como serpiente computacional que deglute los índices económicos de la población, para procesarlos de acuerdo a los enjuagues políticos. Cifras y tantos por ciento que llenarán la boca de los parlamentarios en números gastados por el manoseo del debate partidista. Una radiografía al intestino flaco chileno expuesta en su mejor perfil neoliberal como ortopedia de desarrollo. Un boceto social que no se traduce en sus hilados más finos, que traza rasante las líneas gruesas del cálculo sobre los bajos fondos que las sustentan, de las imbricaciones clandestinas que van alterando el proyecto determinante de la democracia.

Acaso herencia prehispánica que aflora en los bordes excedentes como estrategias de contención frente al recolonizaje por la ficha. Acaso micropolíticas de sobrevivencia que trabajan con el subtexto de sus vidas, escamoteando los mecanismos del control ciudadano. Un desdoblaje que le sonríe a la cámara del censo y lo despide en la puerta de tablas con la parodia educada de la mueca, con un hasta luego de traición que se multiplica en ceros a la izquierda, como prelenguaje tribal que clausura hermético el sello de la inobediencia.