jueves, julio 13, 2006

La primera comunión (o las blancas azucenas de la culpa)

Y entre cintitas, santitos y embelecos sagrados, el rito de la primera comunión marcó profundamente la niñez de varias generaciones de católicos que recibieron este sacramento recién cumplidos los seis o siete años, apenas querubines de inocente mirar, forzados a seguir las reglas de esta angélica iniciación. Era preferible que fueran niñas y niños puros, almas sin mácula sometidas a una tortuosa preparación para recibir el cuerpo de Cristo. Y eran eternos meses de catecismo y oraciones y memorizar himnos en latín y asistir a misas de matiné, vermut y noche, entonando el «Alabado-sea-el-augusto-sacramento-del-altar». Eran pitufos obligados a permanecer tiesos, con la mente en blanco y el corazón en reposo, domesticados por la disciplina de la religión.

Pero antes de recibir la primera eucaristía, los niños debían pasar por el sacramento de la Confirmación. Una especie de juramento vitalicio con el catolicismo, dirigido por la presencia autoritaria del cura que, sin ninguna explicación, repartía charchazos en las caritas de los chicos, que se retiraban del altar con la mejilla ardiendo, traumatizados por la bofetada de Dios. Tal vez la mayor prueba de sometimiento a lo divino era la confesión, una rígida entrevista con el sacerdote, sentado en una casucha que parecía water de vaticano, y al hincarse uno frente a la ventanilla, una voz retumbante preguntaba: «¿Qué pecados tienes que confesar hijo?» Y a esa edad, cuando el mundo era una alba pregunta que se balanceaba entre el deseo y el castigo, con ese puñado de años entre las manitas juntas frente a la eternidad, ¿qué podía contestar uno? Con apenas seis años. ¿Qué sabía yo lo que era pecado? Esa palabra terrible, agigantada en láminas de catecismo, en que Adán y Eva, piluchos y entumidos, eran expulsados del paraíso. El pecado, ese monstruo de palabra, asustándonos desde los dibujos donde se quemaban vivos los herejes de Sodoma y Gomorra. El pecado, «ese negro demonio que todos llevamos dentro», insistía el cura desde la oscuridad de la caseta. «Revisa tus pensamientos, busca en tus acciones de palabra, obra y deseos impuros, algo debe haber de malo que contar.»

Y ante esa extorsión, los niños asumían la lepra de la culpa, arrepintiéndose de comer azúcar escondidos de la mamá, culpables de decir chucha, culiao o güevón al compañero de kínder que les sacaba la lengua. Culpables de tirar piedras, quebrar un vidrio o golpear la puerta de la vecina y salir arrancando. «Pero ésos son pecados simples, ¿no tienes algunos más sucios, más terribles?», babeaba el cura su morbosa expiación. Y allí, la culpa se engendraba con más fuerza en el silencio de lo negado. ¿Cómo uno le iba a contar al cura, que sentía gustito cuando el cabro de atrás en la fila del curso me punteaba con su tulita caliente mi potito coliflor? Ese gusto era tan turbio que no tenía perdón. ¿Cómo le iba a narrar al representante de Dios mi lujuria infantil revolcada con los chiquillos de la cuadra? Ésos eran pecados que ya tan chico habían manchado mi carne infantil. Eran incontables, pasaje sólo de ida al infierno, pensaba yo, guardándome muy adentro esa vergüenza carnal. Y con esa tremenda culpa, uno seguía la procesión del sacramento. «¿Algún otro pecado, hijo?», preguntaba el sacerdote con una ronquera de sospecha. Nada más decía yo, aceptando la cuota de padres nuestros y ave marías que debía rezar para ser exculpado.

Así, con esa bendición de la mano huesuda, el cabrerío ya estaba listo para recibir por primera vez la Santa Comunión. Y esa mañana del 8 de diciembre, el revoltijo de mamás amononando los almidones de las niñitas, todas como novias de inmaculado blanco. Y los niñitos, disfrazados de viejos chicos con su terno y la cinta con un cáliz dorado apretándoles el brazo. Una larga hilera de enanos endomingados subíamos al altar con las tripas gruñéndonos de hambre por el ayuno, y la mirada limpia para recibir a Dios.

Y era raro pensar que Dios, tan inmenso, cabía en esa oblea transparente de la ostia. Y fue incómodo recibir esa hoja de masa que no se podía mascar, que con la saliva se pegó en mi paladar, y no podía despegarla sin saber qué parte de Dios estaba tocando con la lengua.

A mi lado, todos los querubines parecían levitar en la nube del «Santo-Santo-cantaba-María. Quién-más-pura-que-tú-sólo-Dios. Y-en-el-cielo-una-voz-repetía: Sólo-tú-sólo-Dios-sólo-Dios».

Algo de este canto me sigue sonando hoy, tal vez en el recuerdo goloso del chocolate que nos esperaba después de la misa. Quizás en los distintos trajes de primera comunión que mostraban las diferencias sociales. Aunque algunos colegios paltones en la época de la Unidad Popular obligaron a sus alumnos a usar solamente el uniforme escolar, para quitarle pompa a este rito y emparejar, aunque sea visualmente para la mirada del Señor, la facha sencilla de los pendejos.

Es posible que la primera comunión, a pesar de haber sido el inicio de la culpa en muchas mentes infantiles, a pesar de engendrar en la cabeza de las niñitas un destino de sometimiento representado por el vestido de novia, a pesar de todo esto, la foto de mi primera comunión me sigue mirando desde el retrato infantil, con esa melancólica inocencia que luego la vida arrancó de cuajo en la dura lucha del creer sin creer y del amar sin amor.