domingo, octubre 23, 2005

Las locas del verano leopardo

Tal vez en alguna duna porosa aún esté fermentando el último polvo del verano pasado, el suspiro de la loca quebrándose en disimulo para el mochilero rezagado que partió rumbo a la city. Así rastros de oruga esparcidos de cúbito abdominal en el sobajeo de arenas calientes, sirven para reconstruir el litoral chileno y dar rienda suelta al carrete homosexual de este año.

Una caldera urbana revienta los índices del mercurio y derrama hacia la Estación Central y terminales de buses la erótica fogosa de las vacaciones. Enjambres de pendejos con shorts fosforescentes descuelgan su estética chillona arrumbando mochilas, frazadas y paquetes de marihuana movidos a última hora; cuando el pullman se detiene bufando para transar el pasaje más barato. Y si no resulta están las micros piratas que acarrean gente a mitad de precio y al grito de "a la costa, a la costa" se rebasan de guaguas, cocinillas y los canastos de doña Chela que siempre salva en la mediagua de Cartagena, la playa más popular donde siempre está todo pasando en la terraza, donde los artesas y comerciantes despliegan su negocio gitano al ritmo de Loco Mía o mi loca que salva grosso después de tres días comiendo caracoles de mar, cuando no queda ropa que mover, recogiendo colillas, pidiendo una moneda, un copete, lo que sea para sobrevivir de guata al sol en el grafito negruzco de las arenas proletarias.

Así, de loca a loco, de choros a machas y de fletos por carencia, no falta el ano ansioso que vitrineando el mariscal, lanza una ojeada al péndex mestizo que se deja acariciar los muslos descuerados por el ojo del ozono. El chico sabe que a esas alturas del verano lo único que le queda por transar es su verde sexo. Por eso pide un cigarro, seduce con el manoseo del bolsillo, y se olvida de la polola cuando juntos entran a la pieza de mala muerte que el coliza arrienda con el sudor de rizos y permanentes.

Límites y bordes se encuentran en esta gimnasia solidaria, boqueando juntos en la sábana estampada de pulgas. Bajo la fonola del mismo cielo estremecido por los espolonazos de la pasión. Afuera la marea de risas y tómbolas hacen zumbar el verano calipso, mientras adentro el cuero sudado en perlas salinas retuerce en rebalse de cuajo los pliegues del esfínter velludo. Casi al mismo tiempo la ola gélida azota la enagua nylon plastificada al cuerpo de doña Chela. Pero los gritos del verano fucsia amortiguan el dolor anal y la cachetada fría del Pacífico. Después un billete arrugado y la mancha espumosa en el acantilado de la entrepierna van a sumarse al kitsch iridiscente que colorea la playa.

Así corre la cinta estival que sodomizando se aleja. Un paneo en barrido hacia el norte blanquea las arenas y pieles, limpiando de cáscaras de cebolla y huesos de pollo las doradas costas rubias. Como si al llegar al límite de Valparaíso se acumularan bajo la alfombra los desechos del sur en una sola ciudad, una urbe porteña que pinta de turismo el sarro de sus latas, la postal de "tabla sobre tabla, donde el hambre siempre estuvo". Y de ahí en adelante, el mar de muro a muro es la marina al óleo del Cerro Castillo que se mira lánguidamente con gafas Rayban, al mismo ritmo de Loco Mía, pero cantando en vivo en el coliseo de la Quinta Vergara. Cuatro locas españolas abanicando a los chicos de la galería a pestañazo limpio, como una nueva recolonización por el guiño, por el encandilamiento amanerado de la pose. Un flamenco rosa que relampaguea en los cinco millones de cuentas de vidrio pegadas al brocato de la pantalla. Encajes y bordados de la moda que tejen los modistos y estilistas que regresan año a año de Mallorca o Nueva York, en cuerpo presente o como animitas del sida. Vuelven hablando más fruncidas, con ese tipical acento de señoras ingle-zas. Regresan sólo a pasar las vacaciones, buscando la pequeña calentura que dejaron enterrada en la arena, bajo el cuerpo de un pescador siempre dispuesto a llenarles el recto con las gemas opacas de su semen mortificado. Quizás el friso asoleado de la homosexualidad chilena se aje en pequeñas fisuras, en delicadas arrugas que dividen el sol en realidades distintas y algunas doblemente castigadas por la carencia económica. Ciertamente que algunos fragmentos de este cuerpo se tostarán pálidos bajo la luz metálica del techo de zinc, ahorrando chauchas y deseos para adornar su aporreada vida con una noche de lujuria, apretadas a un príncipe mapuche con tatuaje fosforescente. Y quizás el amor.

Pero esta lengua de sal incomprendida varía de acuerdo a la latitud de sus posibilidades y pasiones. Algunas sacrificando bronceado por dignidad, placer por justicia y discoteca por manifiesto, se quemarán las pestañas políticas en un local de Santiago, reuniéndose misteriosas y sindicalistas como en los viejos tiempos. Otras más esotéricas, camufladas bajo el tul celeste del new age, treparán las cimas del Elqui alucinadas en peyote, en busca de sí mismas y de algún hippie despistado que les desconche el pachulí en el arrebato místico de la volada. Las más viejas, jubiladas del trote gay, se conformarán con un paseo en guayabera y un chispazo de piel morena a través de los binoculares, quemando el último latido cardíaco en el letargo de la silla de lona. También se verán las Gatsby vaiveando la costanera, cargando best sellers y fetiches culturales, tomando el café cortado como sus trajes cremas y sombreros blancos. Demasiado pegadas a la fantasía negrera de fincas, mansiones y clubes privé, enjauladas en el ghetto de la nostalgia.

Quizás para completar este zoo será necesario pegarse un dancing en el aislamiento de los espejos, que multiplican pantalones pinzados y desprecios en la disco-fever. Aindiada locación del montaje yanqui que se traduce en un gordo negocio cebado con la grasa festiva del coliseo pop.

En fin, partes de una "loca geografía" que se articula cada verano con la temperatura que sofoca los deseos y fragiliza la memoria en el ondular de "las olas, el viento y el frío del mar". Así pareciera que un desate colectivo se despojara del ropaje de traumas ocultos, recalentando una sexualidad ventrílocua perdida en los juegos de infancia. Como un desborde libertario en estos meses de bagaje y ocio en que todo está permitido. Un paréntesis en desliz que borra la huella homosexuada en la última ola de febrero, dispersa en espuma de canción, que sigue salpicando el recuerdo cuando el motor del pullman inicia el regreso.