lunes, octubre 10, 2005

Escualos en la bruma

Basta atravesar la calle en un barrio antiguo de Santiago, entre los niños que juegan con tortugas ninjas y gatos ociosos refregándose en las várices de las viejas; ancianas eternas que fingen barrer la misma baldosa de la vereda, vigilando quién entra y quién sale de los baños turcos. Un negocio transpirado que hace años se instaló en la casa señorial, cuando los dueños emigraron al barrio alto. Una residencia de familia que habilitó sus salones y patios con cañerías y azulejos para el relax exclusivo de varones. Así reza el letrero que canta cursi Baños de hombres Placer. Como si todo lo que pasara en los humos del vapor estuviera contenido en la grafía burlesca del nombre que anuda en corazones de pelo la mariconada turca del hoyo a presión.

Toda la vecindad ya conoce el cuento, y más de algún hijo de vecino se gana sus pesos como pez espada picaneando entre la bruma. Pero nadie se ahoga en moralismos, los Baños Placer son parte del folclor del barrio que decae polvoriento bajo las demoliciones.

Al entrar en el pórtico de madreselvas, las columnas fenicias invitan a perderse entre las jaulas con canarios y hiedras que trepan por el deterioro del edificio. La humedad pega fuerte con su moho rancio de eucaliptos, cloro y semen.

Después de pagar la entrada de mil pesos, se recibe una sábana de túnica para taparse los colgajos masculinos, una caluga de champú, un jabón Popeye y un par de zuecos de madera para extraviarse en los túneles de algodón. Así se puede vitrinear libremente dejando que la mirada resbale por los peldaños de la celulitis, que reproduce la decadencia del inmueble. Como si las cicatrices de vesícula se prolongaran en las grietas de las baldosas, o las hernias umbilicales fueran cañerías tapadas por el sarro, y los techos cuarteados un cielo de estómagos con cirrosis. Y todo esto junto, formara un gran friso escultórico cocinándose al baño maría.

Una tras otra, las piezas conforman un laberinto de calor pegajoso que va in crescendo. La primera es un living de bidets o lavapotos donde los más viejos se remojan la próstata con una leve brisa volcánica. La carne es fláccida en estas termas romanas para Pompeyo Soto, Vinicio Cayuqueo o Tiberio González; viejos cónsules del coliseo que se enjuagan las charchas mientras escuchan a una loca exiliada contando sus comienzos en los baños del setenta. Como si en este lugar de nomeolvides no hubiera pasado la guerra y al regresar al país, después de haber recorrido los porno show europeos, mientras lloraba por la patria, lo primero que hizo bajándose del avión fue correr a los Baños Placer. Y mientras el taxi serpenteaba por una Alameda desconocida en sus torres de espejos y caracoles comerciales, ella rogaba que estuvieran allí; que la modernidad tardía de Chile no le hubiese derrumbado por lo menos ese recuerdo. Entonces cuando el taxi dobló por la calle Placer, le pareció escuchar la misma radio quejumbrosa tocando a Los Beatles en ese "lo vi parado allí". Y aunque la radio RCA Víctor sucumbió por la humedad y fue reemplazada por un Aiwa tocacaset que suena a Guns'n Roses, los baños seguían en el mismo lugar como invisibles para la demolición urbana. Y al encontrarse al borde de sus fauces calientes, se despeñará el reencuentro con una adolescencia fogosa de chupeteos, bajo la garúa oxidada de los turcos.

Así, frente a la puerta, tuvo que hacerse cargo de veinte años de ausencia lejos de este lupanar a vapor. "Hacía tanto tiempo que no lo veíamos por aquí." Lo sorprendió el viejo del mesón, igual de viejo, con el mismo tonito perverso, como si hubiera sido ayer ese día 11 de septiembre cuando los bazucazos a La Moneda lo pillaron ensartado en el palomo blanco que era su compañero de liceo. Aquel chico de las brigadas rojas que lo miraba y sonreía en los actos por Vietnam con "esa risa que escondía no sé qué secretos". El mismo que lo llevó la primera vez a los Baños Placer y después hicieron de ese sitio un lugar piola para encontrarse. "Entonces usted era jovencito", insistió el viejo pasándole la llave del camarín. "Venía con otro joven y escondían los cuadernos para que no supiéramos que eran estudiantes. Pero yo sabía y me hacía el leso. A usted no lo vimos más... pero a su amigo, creo que vino un día muy temprano, todavía no abríamos y me rogó que lo dejara entrar. Estaba muy nervioso, se quedó todo el día y como a eso de las ocho yo corté el agua y le dije que íbamos a cerrar. Entonces me pidió que me asomara a la calle por si había alguna patrulla o algún auto sospechoso. Yo no vi nada y se lo dije, pero me costó un mundo convencerlo de que se fuera. De ahí pasaron muchos años y hace poco prendo la tele y me llevo la sorpresa, lo reconocí al tiro. Quién lo iba a pensar. ¿Usted lo sabía?"

Así, los Baños Placer ocultan en la niebla historias clandestinas que se licúan en el flujo de sus alcantarillas. Cruzas de machos asfixiados por la rutina de computadores y diskettes, se reconcilian con otros escualos de la misma especie, flotando a la deriva por los mosaicos trizados de las piezas. Más adelante está la sala de masajistas, más bien una hilera de desnutridos Schwarzeneggers que dejaron en la población al triste hijo de obrero. Péndex con músculos de pantrucas que contonean su icono karateca apunado por la demanda erótica.

De entrada preguntan baño solo o completo, y si es lo segundo lo completa un negro watusi made in Pudahuel, con una toalla en la cintura y un ramillete de bíceps para escenografiar el masaje. Después ni Cristo lo baja de la montura. Al final estira su manita morena y agarra las cinco lucas mientras se descuera el condón.

Pero más allá de estos favores con tarifa, los Baños Placer son una pecera de desahogos en el acuático mundo de la limpieza. Al fragor de un océano que hierve, la carne recocida se sigue internando en la hoguera acuosa que va en aumento. Humaredas de fuego disminuyen la luz asfixiada por nubes que se desgarran en manoteos de músculos y agarrones de testículos, que aparecen nadando como pancoras negras y se esfuman vidriadas por telones de tul. Olas de gasa que levitan los bofes del bajo vientre, la papada floja y el temblor gelatinoso del viejo que se lo afilan en el suelo. El viejo desnudo pataleando en el agua como rana cuaja, que goza el galope del joven escualo que lo flota acezante. Más allá girones de éter desguazan el cacherío nuboso, carburando el retrete anal en gárgaras jabonosas. Así un acuario gaseado suelta las válvulas de la pasión, en el arponeo resbaloso que avienta pujos y resoplidos del ano submarino, que lo flamean como un copihue deshojado bajo el flujo ciudad-anal.

Nada puede detener entonces la peregrinación al cráter fálico, el toro, la pieza oscura o como se llame esta caverna sulfúrica que sube el mercurio a su tope máximo, a su mayor desesperación picaneada por los tiburones que no se ven, pero atacan a mansalva en la densa camanchaca. Un rojo de rubíes son los cuerpos o jaibas enjoyadas que sólo reaccionan al charchazo violento del agua fría, que cierra los poros y congela la calentura en el espacio azulado de las duchas.

En fin, la travesía de este Nautilus termina en una sala donde los cetáceos, atlantes y focas se fuman un cigarro en silencio. Es posible que éste sea el único lugar latoso que recuerde el súper sauna de lujo, donde los economistas sudan la gota del aburrimiento con una mineral en la mano.

Quizás en los Baños Placer, la estética y el relax son una excusa para desublimar elmercado de los gimnasios que torturan el cuerpo con jacuzzis, aeróbicas y un estado de perfección anatómica que adolece de deseo. Aquí nada importa el ángulo exacto del solárium bronceando la piel con ese color narciso que se mira triunfal en las vitrinas. En los Baños Placer no importan los gramos perdidos en el vapor, porque la loca enorme como cachalote los multiplica zampándose un hot-dog en el boliche de la esquina. Y así rosadita y satisfecha, se aleja por la calle Placer entre los niños que siguen jugando con el gato. Antes de doblar la esquina se despide con un gesto de la vieja que lo vio entrar y desaparece airosa bamboleando su hermosura, "por la vereda que se estremece al ritmo de sus caderas", tragada por el anonimato entre el río de autos que la despeinan "del puente a la Alameda".