Lucero de mimbre en la noche campanal
Al sonajeo de campanas y relumbros dorados, la noche buena estalla en voladores de luces y cometas de fósforo que iluminan la ciudad como una pequeña Vía Láctea enredada en las crestas de los cerros. Así la urbe al fogonazo de diciembre se traviste de esquimal navideño cuando caen los patos asados, en la cocina hierve cola de mono y las moscas atontadas por el calor se confunden con las pasas del pan de Pascua.
Mucho brillo y collares de luces para decorar el semblante mugroso de los edificios. Ornamentos que tapan de papel plateado las grietas y el hastío de los vendedores, que sueñan con la rosa de cinta del último paquete, para tomar la primera micro y aterrizar antes de las doce en la mesa familiar.
Mucho algodón, pompas de vidrio en el arbolito y la nieve de aislapol que amortigua el cansancio de la masa humana que nadando en marejadas de sudor y embelecos chinos, buscan el regalo preciso: la Barbie aeróbica, la embarazada, la que canta o recita a Shakespeare, la estilización tonta de la mujer, duplicada en todas sus poses burguesas. O las zapatillas con luces, que les sirven a la ley para detectar los desplazamientos juveniles. Como también el stock de las marcas de clase, que almidonan la caminada del chico que se quiebra con el jean Soviet, la polera Ellus y la bicicleta alpina para escalar rápido los sueños nevados del mercado arribista. El súper comercio del regalo, donde la elección está predeterminada por la propaganda colorinche y el flúor mágico del tráfico infantil. Todas las fantasías están encapsuladas en este kárdex navideño; el juego de video que hipnotiza a los niños matando monstruos karatecas, para que no jodan. Y no se olvide de la calculadora para el estudiante, que da la hora y la temperatura con la voz del Papa. Ni la tarjeta musical que al abrirla tintinea el estúpido ding dong bell o "María tenía un corderito".
Así, de "Buenas noches los pastores" y coros celestes que cantan aleluyas, la calle en estas fechas es un hervidero de adornos y viejos pascueros vivos que le muestran la placa de dientes a la Polaroid con la niñita entre las piernas. Ancianos jubilados que tienen trabajo una sola vez al año, cuando se representan a sí mismos babeando la arteriosclerosis en la barba postiza, en la imagen del viejo bonachón del Polo Norte que suda la gota gorda en su traje escarlata.
La noche navideña penetra los corazones con su saeta de mimbre, derramando el licor dulzón de la hermandad. El vino añejo de una fiesta que reitera el cumpleaños de la familia, con su letanía de buena nueva y odios viejos que se reparten a la medianoche, después que los ricos eructan el pavo con manzanas y los otros todavía chupan los huesos de pollo con ensalada de apio.
Un carnaval del espíritu que estruja el pecho en ondas de buena fe llamando al consenso. A mirar turnios la luz azul del pesebre, la narrativa empolvada del niño rey que nació pobre y pobre de él le cantan alharacos los arcángeles. Porque pasó la vieja para los pobres del mundo y el neoliberalismo dio a luz un nene rollizo con pañales Babysan. Un pesebre Nestlé de guaguas piluchas que exhiben su esplendor rosado en la paja de los dólares. Un mesías de plástico que reparte la cigüeña taiwanesa en los hogares de buena crianza, como único formato televisivo de niños dioses, niños triunfadores, niños tigres o cachorros de dragones que vienen asegurados por la dieta gorda de la diestra nacional. Como si esta publicidad nutritiva fuera el reverso del carbón hilachento que a puros ojos sobrevive en África, colgado de la teta lacia del Tercer Mundo. Como si esta obesa representación del Mesías infantil opacara otros nacimientos. Otros niños quemados por los 25 watts del arbolito rasca. Niños que nacieron para otros perdidos discursos. Enanos moquientos, pendejos de la pobla que adornan un carretón como trineo. Gorriones polvorientos que se lavan la cara para recibir la pelota plástica en la junta de vecinos. Niños viejos que recorren la ciudad chupándose las vitrinas. Pequeños piratas del neoprén y la calle inmensa de la noche que sólo limita en la amanecida. Pobres pastorcillos de yeso que miran bizcos un punto vacío donde no hay ninguna estrella, ningún resplandor divino, solamente la mirada sucia de la calle.
Así también otros fulgores recorren la urbe en noche de reyes. Otros pasos bailan por calles oscuras la danza ramera del oficio prostibular. Un ritmo travesti que se vive la Pascua como laburo permanente. Una loca que se confunde con los faroles púrpura del pino pascual. Una guirnalda humana de tacos y peluca que esta noche rumbea las aceras buscando un ángel perdido, que le cambie su perfume barato por una pluma de oro en el escote. Un travesti que de niño le pusieron Jacinto y como Jacinta le gritaban los otros niños, se pasó las pascuas esperando la muñeca que nunca llegó. Pero él nunca quiso una muñeca, más bien él quería ser la muñeca Jacinta y tener el pelo platinado y largas pestañas de seda para mirarse en el espejo roto del baño. Contemplarse a escondidas con el vestido de la mamá y chancletear sus tacos altos, que le bailaban en sus "piececitos de niño" raro, de princesa de arrabal que la besó el príncipe y se convirtió en rana, araña peluda o cucaracha que nunca fue invitada al pesebre. Y tuvo que mirar de lejos el carnaval dorado del nacimiento.
Por eso las navidades de Jacinto no tuvieron noches buenas, a lo más patadas y escupos en su trasero maltrecho y una que otra caricia deslizada al azar, por la fetidez de algún ebrio solitario. Por eso a Jacinto la Pascua no le interesa y evita las arterias de la ciudad congestionadas por el apuro y los juguetes. En realidad, los juguetes nunca le llegaron. Las cartas al Polo rosa no tuvieron respuesta y tuvo que gatillar pistolas, golpear tambores y pelotas y esos soldados y tanques que le imponía el padre para amacharle las trenzas. Entonces comprendió que para los niños como él no existía una pascua coliza, ni juguetes emplumados, a lo más el penacho de indio sioux que se lo quitaron al pintarse los labios como vedette. Tampoco un viejo pascuero rosado que le llenara su fantasía de niño pobre.
Por eso se inventó un cuarto rey mago, que llegó meses después del nacimiento. Un rey mago cola que no venía por fe, sino más bien a la copucha del Mesías. Un visitante raro que no pudo ingresar a los aposentos de la Virgen porque "es un emisario de Sodoma", le dijo preocupado José a María. Y aunque los pastores solidarios con el enviado alegaron que si había sobrevivido al fuego y a la lluvia de brasas, además de pegarse la carreta cruzando carreteras y desiertos con tacos altos, tenía derecho a presentar sus credenciales. Pero a pesar de esta defensa y los rebuznos del burro, la Virgen se asomó disgustada entre las persianas y dijo "pero cómo se atreve". Y cerró la cortina sobre el visitante, que esperaba en la reja bajo el cielo enchispado de Belén.
Y así el cuarto rey mago tuvo que regresar en micro con el regalo bajo el brazo, jurando nunca más asistir a una fiesta sin ser invitado.
Quizás esta noche que retumba en lluvia de fuegos artificiales sobre la ciudad, hace que la loca sin clientes se entretenga inventando historias para el aburrimiento. Acaso el duende perverso de la nostalgia le juega una mala pasada haciendo tambalear sus tacos, a punto de soltar una perla de llanto al volver a recorrer las navidades polvorientas de su población. Pero esta noche no está para dramas, por eso, arreglándose la peluca, saca una botella de la cartera y la empina en un sorbo que le retorna la fortaleza.
Más allá de la esquina, los autos patinan en chirridos nerviosos por llegar a bañarse y lucir almidonados en la foto familiar que se derrite en la cera sucia de sus velas. Más bien el cinismo plural que se adjunta a las chucherías que consumieron el aguinaldo. Toneladas de mugres japonesas destinadas al mercado del encanto, se arrumban en guirnaldas metálicas y ramas de pino que bordan las aceras. Desechos de la resaca navideña que recogerán los camiones de la basura. Pero aún queda algo de noche; por las ventanas aúllan los parlantes al pestañeo de los pinos y el ponche o cola de mono desraja en colitis los estómagos más débiles.
Un olor a vainilla y canela endulza el aire, cuando todavía el lucero de Belén titila como un ano de aluminio sobre la cordillera. Los cerros recortan sus lomos de camellos sobre las calles desiertas y a Jacinto la madrugada lo sorprende como una bujía agotada, sin haber conseguido ningún cliente. Por eso al primer chorro de luz se va a dormir plegando su cola de pavo real, y barre al cometa de la Navidad arrastrando el cielo a la vereda.
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