El Proyecto Nombres (un mapa sentimental)
El Proyecto Nombres o Quilt (paño o tejido) es una empresa que como muchas otras, se inscribe en las ondas enlutadas que se expanden por las víctimas del sida. Familiares, parejas o amigos, testimonian a modo de cartas artesanales, la memoria en punto de cruz sobre la ropa del fallecido. Tales marcaciones de nombres en la ropa remiten a cierto cuidado de manos maternas que bordan los uniformes de colegio, los pañuelos, los guardapolvos, las camisas. Para que no se extravíen, para que no se confundan en el largo viaje que emprende el deudo sidado.
Una trama que se inició en 1987, en Estados Unidos, cuando el primer pariente se propuso confeccionar la arpillera del epitafio con las prendas del recuerdo, con las babas hiladas de la supuración.
Los Quilts se van multiplicando casi paralelamente con la epidemia, hasta conformar un gran mapa de sudarios que fue expuesto en Washington, frente a la Casa Blanca, como enorme pista de despegue al otro mundo. Un aeropuerto alfombrado de prendas personales, que en su último aliento, se transforman en objetos de exhibición rasgados por la ausencia.
Este tapiz monumental, autografiado por Elizabeth Taylor, viaja por el mundo desplegando en sus dobleces la última noche fileteada por el contagio. La última sexualidad despreocupada, libertina en el desahogo sin condón. Fechas y nombres se desposan en esta sábana de azahares amargos. Nombres caligrafiados en blondas y cintas. Nombres cosidos a la mezclilla que no alcanza a inflar los muslos, tantas veces acariciados, tantas veces estrujados, y que se fueron adelgazando en la comprensión de la enfermedad.
Marcaciones de letras que se funden en etnias y culturas diversas. Cruces transculturales que se encuentran en el roce de lija que une estos ajuares. Nombres rutilantes en hilos de oro como Foucault, Hudson, Liberace, Nureyev, se saludan con el anónimo "LOUIS, ANOCHE NO PARECÍA QUE IBA A LLOVER", "MICHAEL, NO ALCANCÉ A DECIRTELO", "CARLOS, EL TIEMPO FUE, FUE UN TIEMPO". Pequeños recados, susurros en pasamanería, postdatas en cursiva alargan el eco del llamado. Nombres sordos, rehilados, redichos, mascados, repetidos mil veces antes del enjuague espumoso que se traga al recibir la noticia.
Nombres que se invocan sin referente, nombres que el recuerdo reinventa, pega o cose meticuloso para arrancarlo de la desfunción. Nombres deshilachados en la sumatoria de Kaposi. Nombres como números sin cuerpo, que el estigma almacena en este calendario de fin de siglo.
La moda marchita
Al igual que banderas de naufragio, los Quilts van parchando el corazón con los restos indumentarios que alguna vez erotizaron el cuerpo del castigo.
Así fuera un gran supermarket, un vestuario post mortem de telas y ropas con poco uso, recicladas como evidencia de la plaga permeada a través de la moda. Una colección de pilchas marchitas por el desinfectante flamean como estandartes luctuosos, como banderas de pérdida, de géneros descoloridos por el sudor bajo la axila. Pañuelos derrotados, moteados de lunares al goteo de pústulas y sueros. Paños desvaídos, donde el color perdió su brillo con el roce clínico.
Pareciera que un aura rosa reflotara estos despojos. Un vapor revenido se desprendiera de la camisa a rayas, empalideciendo en los barrotes de las líneas, al liberar el pulso vital. Así como el short de lycra, fetiche de la moda, acariciado, lamido y expuesto en este manoseo trágico para su contemplación, en ausencia del relleno. Ropa de noche, recamada en lentejuelas, que no se pudo lucir por el peso de las costras doradas. Un buzo deportivo ocupado en una corta carrera, una acezante gimnasia que terminó en desmayo. La bata de seda china para levantarse, que desfallece sobre la cama sin poder levantarse. El cuello almidonado, rígido, casi nuevo de la camisa tropical que llegó de regalo, que la trajeron con tanto cariño para reavivar la palidez, para alegrar un poco la facha con palmeras y frutas; pero fue arruinada por el vómito de sangre. El terno Oscar de la Renta que le compró la familia para que el enfermo muriera uniformado, para que en el último adiós pareciera hombre, ahorcado por la corbata italiana. Tal como lo soñara el padre, cuando hacía planes de abogado para el hijo que le salió raro. Ese terno como uniforme de colegio, que a la hora del funeral le quedó al cadáver como abrigo. El pijama de raso rojo que a la pareja gay le gustaba tanto, que siempre se lo ponía después de... cuando tomaban el desayuno mirándose a los ojos, compartiendo el café y las tostadas del apocalipsis.
En fin, un vértigo de pasarelas donde caen las pieles sidadas de la moda. Un derrumbe de algodones y terciopelos, que en su rebaja de luto se convierten en el look agónico, en el look de un postrero desfile, donde se traviste la falta con los fragmentos que encintaron la vida.
Un excedente de ropa que después del sepelio aparece por todos lados como si tomara vida propia. Ropas fantasmas, escondiéndose, flotando, jugando a camuflarse en el closet con la ropa de los vivos. Y al menor descuido, cuando la puerta del ropero queda entreabierta, aparece una manga o puño en su manca fantasmagoría. Aparece el traje de domingo listo para salir, contradiciendo su antiguo contenido. Que ya no está, que por fin se olvidó, que a pesar del cariño su recuerdo comenzó a esfumarse, después de tantas noches y noches en desvelo. Después de tantas lágrimas, aún se empeña en reaparecer en la arqueología trapera de sus vestigios.
Necrópolis de pieles
Cuadros de telas, lanas y bordados, como patchwork de cirugías, como pedazos de injertos, arman este mosaico que reitera en su composición las lozas mortuorias. Pero que invierte el frío de la lápida por el sutil broderie, que amortigua la caligrafía del nombre.
Estos trabajos parecieran un cementerio naif que rescata en su cromatismo estridente los momentos felices, los cumpleaños, los aniversarios, las navidades, la última fiesta sepiada en la foto donde aparece el muerto, ya muerto, adelantadamente muerto por el chispazo del flash.
Un vasto museo del sida se descompone en restos de pelo y uñas encorvadas que florecen en estos tapices, como nuevas necrópolis que adornan las grietas de la modernidad. Pareciera que en ese país (Estados Unidos), donde todo es seriado, ésta fuera la única artesanía sentimental donde estampar los fluidos de la tragedia. La única gasa, el único tul o brocado que la pasión echó por tierra en el estruendo taquillero de la epidemia.
Algo de colorear la muerte une estas cartas con las animitas de Latinoamérica. Un intento barroco de adornar la fatalidad con el festejo colorido pinta triste las flores plásticas, las fotos quemadas de sol, los juguetes y cintas de cumpleaños que palidecen en los nichos de la periferia. Algo en todo esto no permite la intrusión de una ojeada. Algo retorna la visión casi con desagrado. Algo en todo esto encandila los ojos como si vieran un carnaval pagano. Como si este «mal gusto», en definitiva, fuera la defensa de cierta intimidad latigada, de cierto territorio vulnerado que se protege con una montonera de recuerdos y fetiches y florcitas y corazones, como homenajes pobres para cubrir el dolor.
En Chile el C.E.P.S.S., una entidad de Concepción que trabaja por la prevención del sida, ha impulsado estos trabajos con los familiares de los muertos. Pero acá los materiales son diferentes, tampoco tienen la espectacularidad del primer mundo y nunca los autografiará Liz Taylor.
En uno de estos tapices, de un metro de ancho por cincuenta centímetros de largo, se lee «Víctor por siempre», bordado en lana roja, sobre saco de arpillera. Sin duda la primera lectura de este tapiz lo relaciona con Víctor Jara y su memoria de mártir en dictadura. Otras connotaciones proclaman estas expresiones locales, un cruce político inevitable las succiona en una marca de nombres sidados o desaparecidos, que deletrean sin ecos el mismo desamparo. Las manos que tejen son parecidas, pero una doble sombra semianalfabeta perfila su huella en el tizne de la ortografía. Un dígito de retazos que ponen en acción las morenas extremidades de América Latina para rearmar la pena con los hilos negros de su preñez.
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