Nalgas lycra, Sodoma disco
Al borde de la Alameda, casi topándose con la iglesia colonial de San Francisco, la disco gay luce su ala meada en el neón fucsia que chispea el pecado festivo. La invitación a bajar los peldaños y sumergirse en el horno multicolor de la fiebre-music que gotea la pista. Allí la maricada desciende la amplia escalera de medio lado, como diosas de un Olimpo Mapuche. Altaneras, en la quebrada del paso que parece no tocar la hilachenta alfombra. Soberbias, en el gesto displicente de acomodarse las pinzas del pantalón recién planchado. Casi reinas, si no fuera por esos hilvanes rojos de la basta apurada. Casi estrellas, de no ser por la marca falsa del jeans tatuada a media nalga.
Algunas casi jóvenes, en la ropa sport clara y las zapatillas Adidas, envueltas en la primavera color pastel y ese rubor prestado del colorete. Casi chiquillas, a no ser por la cara plisada y esas ojeras de espanto. Apuradamente felices, llegan cotorreando cada noche a la catedral dancing, instalada en un subterráneo que ocupaba un cine de Santiago, donde quedaron los frisos etruscos en dorado y negro, las columnas helénicas y ese tufo a felpa mojada que pega fuerte cuando se cruza la puerta donde un hombrón controla el ingreso. En ese lugar, los cafiches revolotean en torno a los gays para que les paguen la entrada. «Adentro nos arreglamos», susurran en las orejas con aritos. Pero los gays saben que una vez adentro, «si te he visto, no me acuerdo», porque el taxi-boy se va de hacha al bar, donde las abuelas exhiben su alcancía tintineando en el hielo del whisky importado.
La barra de una disco gay es el lugar de los encuentros, el sitio más iluminado para reconocer a la bruja que se creía bajo tierra, como raíz de un filodendro sidoso. La misma que se lloró con lágrimas de zafiro, perdonándole todas sus malas artes, los escupos en el trago, los condones rotos, los exámenes AIDS falsificados de positivos, que llevaron al suicidio a varias depre-sidas. Sus artimañas para contagiar A medio Santiago porque no quería irse sola. «Es que tengo tantas amigas», decía. La misma perversa de regreso, más viva que nunca, riéndose luciférica con el trago en la mano.
Aquí corren los gin tónica, los pisco soda, los pisco sida, las piscolas o locas pisco entonando, el «Desesperada», de Martita Sánchez, que enloquece a las nenas disco. Las chicas short, que llegan al bar sofocadas pidiendo agua con hielo, empujando al oficinista de corbata que, preocupado, mira la entrada por si aparece un compañero de trabajo.
El bar de la disco es para cruzar miradas y exhibir la oferta erótica en las marcas de la ropa preferida. Las pintas de segunda, mano que ofrece la ropa americana. Así, el bordado Levis asegura una cola de lujo, un par de nalgas vaqueras infladas por la moda-, fibrosas en el gesto tenso.de apoyar los cachetes en la barra. Casi masculinas, si no fuera por la costura del jeans hundida en el tajo azulado. De no ser por el planchado y ese olor soft a detergente. A demasiada limpieza, como dando disculpas por ser así, explicando la homosexualidad en el borlado aroma que enmarca los gestos. Si no fuera por esa, nube densa del perfume coliza; la adicción por el Paloma Picasso, el Obsession for men de Calvin Klein, el Orfeo Rosa de Paco Colibrí. Si no fuera por todos esos nombres que emanan del aeróbico sopor, pasarían por hombres heterosexuales demasiado amigos, por machitos borrachos baboseando al compadre. Si no fuera por ese «Ay niña yo te dije», «Ay Chela te lo merecías por bruja», «Ay sí sí», «Ay sí no». Si no fuera por el «Ay» que encabeza y decapita cada frase, podrían verse sumados a la masa social de cualquier discothéque, que viste mezclilla y polera blanca con el caimancito mordiendo la tetilla.
Quizás, aunque la disco gay existe en Chile desde los setenta, y solamente en los ochenta se institucionaliza como escenario de la causa gay que reproduce el modelo Travolta sólo para hombres. Así, los templos homo-dance reúnen el gueto con más éxito que la militancia política, imponiendo estilos de vida y una filosofía de camuflaje viril que va uniformando, a través de la moda, la diversidad de las homosexualidades locales. Si no fuera que aún sobrevive un folclor mariposón que decora la cultura horno, delirios de faraonas que aletean en los espejos de la disco. Ese Last Dance que estrella los últimos suspiros de una loca sombreada por el sida. Si no fuera por eso, por esa brasa de la fiesta cola que el mercado gay consume con su negocio de músculos transpirados. Acaso sólo esa chispa ese humor, ese argot, sean una distancia politizable. Un leve pétalo huacho olvidado en medio de la pista, cuando el alba apaga la música, y las risas se confunden con el tráfico de la Alameda, en el pálido regreso a la rutina ciudadanal.
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