La loca del pino
Más parecía un árbol ambulante, una rara especie de pino que pasaba todos los años a principios de diciembre, adelantando prematuramente la navidad. Y bastaba verlo para saber que el año ya estaba perdido, que todos los escuálidos proyectos de los habitantes de los blokes debían soñarse en futuro, porque la pascua se venía encima con su avalancha de gastos y preocupaciones festivas. Bastaba escuchar los gritos en la cuadra, los chiflidos de los vagos en la esquina embotados con la yerba, despertando sólo para gritar: Allá viene el maricón del pino. Y como siempre, salía todo el barrio a mirarlo pasar. A verlo todo entumido detrás de la rama, tratando de camuflarse en el vaivén mustio del ciprés. Todo tembleque llevando el pino como si enarbolara un estandarte, resistiendo la chorrera de tallas que argumentaban los volados con la escasez de neuronas dejadas por el neoprén.
Varias generaciones conocieron a la loca del pino, era un personaje que daba inicio a los festejos de los blokes. Tras su paso, venían las colectas puerta a puerta para comprar los juguetes de los cabros chicos. Las pelotas plásticas que al primer chute quedaban hechas bolsa, y esas muñecas calvas que se arrumaban como fetos en el local de la junta de vecinos. También la pintada de paredes, la típica blancura de la cal, tan barata, y que en un dos por tres convertía la mugre en un velo de novia. Un verdadero albor milagrero para tapar el óxido del orín en las murallas lloradas. Allí los volados, por única vez al año participaban en la colectiva del ornato. Con una brocha y un tarro de cal, parchaban sus propias huellas de meados y grafitis satánicos. Y con unos pitos y una caja de vino cuneteado, eran capaces de blanquear hasta el cielo apolillado de su mañana finito.
Nadie habló nunca con la Loca del Pino que pasaba dando ese campanazo, ese presagio, esa angustia feliz porque el año por fin se iba arrastrando su chatarra de ilusiones vencidas. Esa torre de esperanzas y mejoras económicas del barrio, que la loca echaba por tierra de un paraguazo. Como si fuera un reloj que acelerara las carreras al Seguro Social, por esa jubilación que, otra vez, debía esperar hasta el próximo año. Hasta vuelta de vacaciones, y que pase el siguiente, refunfuñaban las mujeres del mesón a la hilera de abuelos que debían desandar su ilusorio trámite a los tiritones del Párkinson. Hasta el próximo año, hasta que los doctores vuelvan de vacaciones, suspiraba la enfermera del policlínico soplándose la uñas recién pintadas. No hay ninguna posibilidad de atención en oncología, les decía a la masa de mujeres que esperaban tocándose sus tumores mamarios, esas semillitas que a vuelta de vacaciones serían melones cancerosos. Todos los exámenes de recuperación quedan para marzo, gritaba el profesor del liceo a los estudiantes porros que habían reprobado alguna asignatura. Esos mariguaneros rezagados que se iban "pateando la perra", sabiendo que no se mamarían el Cid Campeador en el vacilón de las vacaciones calurosas. Los péndex de última fila, que prendían un pito a la salida del colegio para brindar con humo ácido la reiteración de "otro año perdido". Total, seguirían siendo jóvenes mientras hubiera pasto que quemar. Mientras existiera la esquina para aplaudir al maricón del pino que les subía el bajón con su pasito coligüe. Con su arrogancia leñera que nunca transó con el artificio de los pinos taiwaneses. Ni siquiera esos años cuando la ecología de la dictadura prohibió la corta. Y puso milicos armados custodiando los árboles. Y era tan grave como ser comunista cortar una ramita y andar con olor a pino. Por eso la importación sembró la ciudad con árboles plateados, dorados, azules y fucsias. Algunos tan naturales, tan similares al original, tan altivos y respingones en su eterno verdor sintético. Mucho más orgullosos, por su parecido con el abeto cursi de la postal del norte. Mejores que el pino tonto y desgarbado de la foresta nacional. Y ni aún así, ni siquiera los resplandores chillones de ese mercado extranjero lograron convencer a la loca, que arriesgándose a recibir un balazo, se encaramó como un gato a la muralla de la Municipalidad y cortó una rama del pino edilicio. Y pasó por la cuadra con el raquítico gancho como si llevara la bandera de la libertad.
Así, por su osadía, se ganó el respeto del barrio y de los péndex que nunca más le gritaron insultos. Los mismos locos que en la primera navidad democrática, adornaron con cuelgas de luces la oscuridad de los blokes. Collares de ampolletas de baranda a baranda, de ventana a ventana, de sonrisa a sonrisa, perlaron de brillos los negros recuerdos del apagón. Tantas bujías alegraron el rostro fatigado de los blokes, todas de cien watts. Más de cincuenta cajas anotó el paco en el parte policial por el robo al supermarket recién instalado en la pobla. Pero nadie dijo nada, a nadie se le cayó el cassette cuando pasaron los ratis preguntando casa por casa. Total ese gringo ladrón tenía mucha plata para reponer la pérdida. Era dueño de varios supermercados que competían con el cuarto de azúcar fiado que ofrecían los boliches pulguientos. Además, después que pasaron las fiestas, los mismos volados se encargaron de borrar la evidencia del hurto, haciendo puntería con las luces a peñascazo limpio. Como si en ese gesto anticiparan la decepción del triunfo político. El radiante amanecer democrático que llegó cargado de promesas para el Chile joven, y que luego, al correr los años neoliberales, el "tanto tienes, tanto vales" de su oratoria, fue nublando el sol pendejo de la recién encielada libertad.
De pascua a pascua, los "Nuevos Tiempos" encallaron en los amarres constitucionales del blindado ayer. La justicia fue un largo show televisivo, y el boom económico le puso llantas Good Year a la carreta chilena. Aún así, culebreando los acontecimientos, la loca del pino siguió cabalgando su navideño vegetal. Por cierto, más deshilachada, menos garbosa pasó ese último año sudando frío. Incluso se detuvo varias veces para descansar y tomar aliento. Se veía tan flacuchenta cargando el madero con esa lentitud calvaría de mariposa moribunda. Se veía casi transparente con esa palidez cerosa de Cristo oriental, cumbiando la pasión de fin de siglo. Y esos ojos, y esa mirada irreversible, cargada de plumas que dejó caer sobre los vagos jugando al naipe en la esquina. Ese mirar de yegua mustia, acariciando sus cráneos rapados, sus tatuajes a gillette encostrados en la espalda, sus huilas de camisetas y pedazo de short, apenas tapándoles las verijas. ¿Y de dónde tanto dulzor? Por qué esa ojeada de ternura desordenándole el juego a los chicos, que desconcertados, sólo atinaron a levantar la caja de vino para ofrecerle un copete. Pero ella, desde la vereda del frente, sombreada por el pino como quitasol, rechazó amablemente el ofrecimiento, y con un mudo adiós que dibujó su boca, rehizo la fatigada marcha.
Desde entonces se hizo difícil ponerse las pilas para engalanar la risa torcida de la navidad. Las viejas cansadas, dejaron que el fin de año llegara con lo puesto y se fuera pilucho sujetándose a dos manos el tambembe. El maquillaje de la cal se fue ampollando, y el rostro de los blokes retomó su máscara de clown descuerado. Y diciembre se transformó en un mes más, atorado de trámites y basuras de importación. Por ahí, alguien recordó que el chiquillo del pino no había pasado ese año. También se supo que nadie lo había visto hacía meses. ¿Se habrá cambiado de barrio?. ¿Habrá plantado un árbol en su casa?. A lo mejor ya no lo gustan los pinos naturales, dijo un péndex rascándose las bolas, mirando la vereda desértica de calor, donde no era posible imaginar nunca más el verdeado frescor de su sombra.
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home