Geraldine Chaplin (o "¿sabes linda si Zhivago atiende sida?")
Acaso, porque la historia escrita fue reemplazada por el cine, y para muchos la revolución rusa se hizo imagen retocada, tergiversada y glamorosa en la película Doctor Zhivago, el personaje de la novela de Pasternak que interpretó el guapo Ornar Sharif, el actor egipcio que le puso erótica al medicucho de Moscú. El doctorcito Zhivago, relativamente comprometido, tibiamente bolche y martirizadamente burgués, enfrentado a dos mundos, entre dos amores opuestos; la calentona Lara, su amante, que protagonizó Julie Christie, y la fiel esposa Tonya, que hizo Geraldine Chaplin, la hija del bufo. Tal vez, el personaje más frágil de aquel tormentoso triángulo en la Rusia de Lenin.
De los tres, sólo conocí a Geraldine cuando vino acompañando a su marido chileno a presentar un libro en la Editorial Lom, el año 94. Digo que la conocí, porque en ese mar de fotógrafos y señoras que deseaban tocar un pedacito de Hollywood, la Geraldine se veía tranquila, sonriente, ocupada en complacer amablemente todas las solicitudes de las mujeres que le tomaban sus huesudas manos. Tal vez fue este detalle, lo que me hizo preguntarle: Geraldine. ¿Sabes si el Doctor Zhivago atiende sida? Entonces ella hizo un paréntesis en los autógrafos, y me clavó sus ojos inteligentes y vivos en las sombrías cuencas. Se quedó un momento pensando y, con sonrisa de doble filo, me contestó: tendrías que preguntarle a él. Así, la Chaplin, por un instante, revivió a la hermosa Tonya del film, arrebolada de plumas blancas en la noche glacial de Moscú. Quiero decir, simuladamente ruborizada, porque me confesó que nunca pasó frío en la filmación de Zhivago. Todo era mentira, puro montaje, como la nieve sintética que caía en ese pueblo español donde rodaron la película con cuarenta grados a la sombra.
Algo de Tonya, Geraldine lleva para siempre. Y quizás, esa levedad de aristócrata compungida por la revuelta histórica, fue el chispa zo que encadenó a Patricio Castilla, cineasta chileno, al regazo de la Chaplin. Ocurrió durante la filmación de La viuda de Montiel, que hacía Miguel Littin en España. Entonces la estrella estaba casada con Carlos Saura, el director español que le ponía los cuernos al igual que Zhivago. Tal vez por eso, después de horas de trabajo, cuando el equipo de filmación y los actores se fueron a comer a una picada cercana, y entre el arroz a la Valenciana y el vino tinto que salpicaba las mesas, corrían los pedidos de calamares y castañuelas al pil pil, y más vino y más exquisiteces que subieron la cuenta a una suma imposible de pagar con el dinero que todos llevaban encima. Ahí un chileno patudo propuso rematar algo de la Geraldine, entre los numerosos turistas que miraban a la estrella. ¿Pero qué?, dijo ella, si no ando con nada de valor. Todo lo suyo es de oro mijita, de la cabeza a los zapatos, le contestó el chileno. Y así, entre los aplausos, la Geraldine se sacó los zapatos y se remataron a un gringo que se fue embriagado con el olor a pata de la diva. Hasta ahí todo estaba bien, se pagó la cuenta y se pidió más vino para brindar por la generosidad de la actriz, que medio cufifa, entonaba las canciones del Chile herido que cantaban los compatriotas. Al momento de irse, se presentó el problema de trasladar a la Geraldine al hotel sin que se estropearan sus delicados pies. Y ahí saltó el Pato Castilla, ofreciéndole cargarla en sus brazos como una paloma ebria que se dejó llevar a sus aposentos. Nunca más volvieron a separarse, además porque tenían causas comunes, proyectos de mundo que utópicamente hilvanaban izquierdas pujando un extraviado y lacre amanecer. Tal vez, lo único que ella compartió con su padre, el Gran Charles Chaplin, con quien siempre tuvo una difícil relación.
En fin, de la película Doctor Zhivago me quedó la tristeza de Tonya, su mal querido amor por Yuri, la oscura melancolía de sus ojos que nos dejó Geraldine al terminar la presentación del libro en la editorial Lom ese invierno del 94, cuando se fue, con su abrigo negro, nevado de pelusas, como extraído de la ropa americana, confundida entre las mujeres sencillas que se la llevaron, entumida de frío, como una pluma de nieve bajo la tupida lluvia de Santiago.
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