Los duendes de la noche
Y no hay que abrir demasiado los ojos para verlos, para descubrirlos en la telaraña metálica y deshumanizada de la urbe, ni siquiera hay que dejarse llevar por el espíritu caritativo del padre Hurtado, que dedicó su vida a educarlos y entregarles una formación católica que los arrancara del pecado y la noche. Tampoco son ángeles, más bien duendes proscritos, niños y niñas de 5 a 14 años que escapan de sus casas, huyendo de un padre borracho, prófugos de hogares para pelusas guachos, como la extinta Ciudad del Niño en el paradero 18 de la Gran Avenida donde ahora construyeron un gran mall, o el Hogar de Carabineros Niño y Patria, allí donde el violador fue el padrino, el carcelero, el maestro, el cuidador o el compañero de camarote, que al cumplir 14 años, desató su sexualidad reprimida amordazando al pequeño, y lo penetró en la indefensa noche de su atorrante infancia.
El resto ya es pan comido, masticado duramente en las veredas cochinas donde se reúnen al calor de un cigarro. Preferentemente son los paraderos de micros, la bajada y subida de pasajeros a quienes se les implora una moneda con azulada inocencia, o también si van desprevenidos, les arrebatan la cartera y desaparecen tragados por la sombra cómplice de la ciudad. Luego, después de botar los documentos y deshacerse de la cartera, con el dinero sustraído compran cajas de chicles, chocolates, gomitas de eucaliptos o calugones Pelayo, y se suben a la misma micro ofreciendo este azucarado comercio. Y en el continuo sube y baja de la pisadera, se escuchan sus voces roncas de tabaco y frío sonámbulo de invierno madrugador. Se oyen sus risas de enanos viejos, acostumbrados al humor obsceno de la calle, al sexo lunfardo de las cunetas, y con sólo 12 años, prostituyen su cuerpo lampiño en las rotondas, tiernamente lujuriosos, ofreciendo a los oficinistas de paso una rosa en flor.
No son ángeles, tampoco inocentes criaturas que adoptan la ciudad como una prolongación de su itinerario torreja. La vida los creció ásperamente desde la pobla, el orfanato o la cárcel juvenil, donde la miseria económica ensució sus cortos años. Adictos a todos los vicios, inflan la bolsa de neoprén con sus ñatas pegajosas y asfixiadas por el exilio y el hambre. No son ángeles urbanos, tampoco responden a la imagen de la tele, donde el niño vagabundo y rehabilitado suplica ayuda para alguna fundación de beneficencia. La ciudad pervirtió la dulzura que la niñez lleva en el mirar, y les puso esa sombra malévola que baila en sus ojillos cuando una cadena de oro se balancea al alcance de la mano. La ciudad los hizo esclavos de su prostíbula pobreza y explota su infancia desnutrida ofreciéndola a los automovilistas, que detienen el vehículo para echarlos arriba seducidos por la ganga de un infantil chupar. Luego vendrá la calle nuevamente y el eterno deambular por el Santiago anochecido que aventura el pirateo de su coja existencia.
Ya no son ángeles, con esa biografía pata mala que avinagró su cachorro corazón. Ya no se podrían confundir con querubines, con esas manos tiznadas por el humo de la pasta base y las costras del robo a chorro que arrebata una billetera. Pero aun así, a pesar de la ciénaga que los escupió al mundo, todavía una luciérnaga infante revolotea en sus gestos. Tal vez una chispa juguetona que brilla en sus pupilas cuando trepan a una micro y la noche pelleja los consume en su negro crepitar.
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