miércoles, noviembre 30, 2005

"Biblia rosa y sin estrellas" (la balada del rock homosexual)

Seguramente la relación rock y homosexualidad es evidente cuando vemos los videoclips donde Freddy Mercury aparece a todo gas, a toda voz cantando «We are the champions». Lástima que sólo es una canción, una balada hermosa que intenta configurar un espacio gay en el pesado y agreste mundo rockero. Entonces a Freddy ya se le notaba cierta aureola de fracaso, ya nunca sería campeón, porque la cinta de su voz estaba cortada a medio show, a medio concert la noticia de la estrella sidada remeció los estadios donde la banda gorgoreaba su espectáculo. Había que reconocer entonces que rock, homosexualidad y sida se daban la mano. De allí en adelante el grupo Queen pasaría a la enciclopedia rockera, manchando sus páginas con la saliva amarga de la epidemia. No era el primero, tampoco el último, pero su famosa muerte abriría la cortina sodomita del rock concert.

Cuando Ney Mattogrosso, la loca más fulgurante del gay carioca, inauguró el primer Rock in Río, pareció establecerse un precedente. La homosexualidad tenía un lugar en la estridencia musical, sobre todo aquí en América Latina, en el primer evento mundial de la música rockera después de Woodstock. Pero, al correr el espectáculo, las alas de murciélago en las orejas de Ney parecían no escuchar las pifias y gritos de desagrado de los heavy-metal, asqueados por la operática flauta de la bicha. Más de cabaret travesti que de rock concert. Más de Dama de las Camelias que de Jimmy Hendrix.

Seguramente, Brasil equivocó su carta de presentación al poner su mejilla gay, la pluma dorada de los turistas, a competir con los cueros negros y llamaradas de azufre de los machos rockeros. Aun así, la garganta plateada de Ney quebró la cartelera de estrellas previsible, y años más tarde se duplicó, cuando Nina Hagen entró al escenario de Barra de Tijuca enarbolando la marcha triunfal de Aída. Para la histriónica nórdica no hubo pifias, los pesados sudacas se tragaron la performance sublimados por la walkiria. Los mismos que antes escupieron la saudade nostálgica de Ney.

Dos décadas atrás Andy Warhol, impulsando el delirio-music, creyó delinear cierta poética homosexual en el experimento Velvet Underground. Un sello musical en el escalofrío púrpura de los sesenta. Su figura central, el enigmático Lou Reed y su fantasmagórica corte.

Lou había nacido en 1944 en los pantanos de Long Island, y desde allí, bordeando la espesa niebla neoyorquina, imaginó su lunática travesía por el metro de terciopelo. El nombre lo recogió de una novela pornográfica de gran éxito en el circuito underground. Una historia de días felices y bacanales de LSD al interior del esfínter subterráneo de Nueva York. Eran los inicios del gay power, las proclamas reivindicativas de Stonewall, las marchas políticas y las revoluciones sexuales. Todo ese polen hippie flotando en el aire, todas esas emancipadas causas que más tarde serían abortadas por el pistilo violáceo de la flor de Mayo. Pétalos y estambres que el mismo repudiado sistema pondría en su tumba.

Desde entonces los cultores del gay rock y del glam rock, como Lou Reed, su amigo David Bowie, Marc Bolan y otros, pasaron a la iconografía nostálgica del espectáculo. Sin poder demarcar una poética homosexual subversiva al interior del código macho rockero. Dejando solamente para el recuerdo la sombra andrógina de aquella escena.

Un imaginario intersexual que al ser estallado por el mercado se convirtió en receta de éxito, en seducción de marketing para los millones de fanáticos que descargan los voltios a través de la contorsión calentona del ídolo. Una forma de anular esos primeros trazos de homosexualidad en el rock fue la masificación de su montaje. El plagio retocado de una diferencia minoritaria, la articulación de un travestismo macho a través del maquillaje. Pura pintura, puro make-up de reventa que explotó el grupo Kiss, con sus besos de rouge violados por la penetración del clavijero. Puro amariconamiento teatral para llenar el deseo estruendoso de los fans. Pura pose sodomita de Mick Jagger, succionando el micrófono como un pene. Sólo electricidad a pilas para un Robert Plant agotado de subir «La escalera al cielo», con la culebra arrugada bajo el jeans. Puras lenguas fálicas en el desborde del argot rockero que puso a la venta el mercado. Como si la música fuera la excusa para escenificar una erótica bisexual para todo consumidor. Una erótica del videoclip que suplantó los acordes, la técnica acústica que sepultó el sonido con el agotamiento infinito de posibilidades.

Entonces sólo queda la imagen, la propulsión de cuerpo mecánico musicalizado por el temblor de la retina. Un cuerpo homosexualizado por la transacción de la demanda. Un Michael Jackson que se las juega al Peter Pan. Todo el mundo sabe que se le quiebra la coliza en su dance acrobático, pero él no lo admite y se casa con la hija de Presley para seguir el engaño transexual de la farándula. También el dulce Boy George, jugándose la geisha inglesa en su mejor apropiamiento del código posmoderno, para después retomar el terno y la corbata.

Mucho gesto, mucha caricatura, mucho desgaste del módulo andrógino en la superventa de su staff. Y al final, poco y nada de homosexual como discurso infractor en la música popular Apenas chismes, cotorreos de farándulas, que se dice que, se habla de, se le vio en esa disco gay, aparece con un tipo raro en esa foto de la revista Caras. Mucho de propaganda, utilizando la máscara de la bisexualidad. Esa vieja, vieja trampa del mundo estelar también es un clisé, una apuesta de marketing, más allá que esta doble militancia sea verdadera.

Así, el rastro marcado difusamente en los años sesenta se pierde en la pérdida, se diluye en la parodia homosexual utilizada por el mercado rockero que asfixia el deseo con su catarsis de éxtasis colectivos. Quizás nunca hubo rastro, más bien algunos tics que sucumbieron bajo las cadenas y metales de la institución rockera ligada a lo masculino. Más bien, bajo la erección de la guitarra eléctrica como un pene musical penetrando los oídos. Desplazamiento de la guitarra española, curvilínea y mujer, más sensual, menos agresiva que la guitarra eléctrica. Una estilización en vértices agudos del instrumento original, más activa, más punzante como discurso de rebeldía Casi un arma, una metralla musiquera, como desacato frente al sistema disciplinario con que el poder anulaba la fiebre juvenil. Una estrategia fallida de enfrentar al poder con sus mismos signos, con los mismos cuadros de choque que en el rock se llaman «bandas», donde se excluye a mujeres y homosexuales, desde una historia de billares y clanes motorizados que surgieron en el cincuenta. Grupos de esquina y patotas que rivalizaban a tajos la posesión del territorio. Bandas y grupos, patillas y cueros negros, que trazaron una poética del descontento, pero en su metamorfosis juvenil privilegiaron lo masculino como hegemonía de fuerza y violencia.

En el mundo homosexual no existen las «bandas», tampoco sus agrupamíentos casuales tienen esa complicidad de machos, ese compadrazgo que los une al calor de las bolas. Los homosexuales no arman «bandas», sus desplazamientos son más furtivos, más nómadas, por la misma errancia sexual que los desune. A lo más, en los sesenta, se formaron algunos grupos de pantalla-disco como Village People. Una camionada de músculos, cadenas, bigotes y bototos, que llevaron al extremo la masculinización de lo gay fabricado en yanquilandia. Uniformes de marineros y policías eyaculaban al compás de «In the Navy». Difícilmente su puesta en escena musical inspirada en los dibujos de Tom de Finland podía diferenciarse del look agresivo de los machos rockeros. Es más, cuando estuvieron en el Festival de Viña, por los ochenta, nadie supo que estos superhombres eran las estrellas del Gay Power. Ni siquiera los homosexuales chilenos, que escuchaban su «Macho, macho man» sin adherir especialmente con esta música. Muchas locas nacionales preferían el look Travolta del trajecito y los vuelos, y bailaban el disco dance de los Bee-Gees por el amariconamiento de las voces. Adoraban a Gloria Gaynor y su «Qué alta está la luna» o «Sobreviviré». Pero su delirio, su verdadera diva musical, era Donna Summer, sobre todo cuando cantaba «Last Dance». Quizás, una complicidad latinoamericana, no infló mucho al Village People. «Demasiado brutales con sus uniformes de milicos, parece que le rinden tributo al régimen imperante», dijo una loca separándose las pestañas.

Para América Latina, la bella durmiente de las utopías, un vistazo desde lejos tiñe de rosa su fotocopia de hit-parade. Más aún para los homosexuales, que aún no arman un movimiento continental. Aun así, en Brasil, varias voces irrumpieron en el ranking popular con una balada semidefinida, más jazzista, más bossa nova que rockeros. Tal vez, más consecuentes con los ritmos folclóricos y las tradiciones afro que nutren la sangre melódica de ese país. Un set de voces lésbicas y homosexuales que incidieron en la vanguardia musical, verdaderos ídolos de la masa brasileíra que conoce a todo gas su preferencia sexual. Y pareciera que este condimento, esta saudade, aumentara el gusto por figuras como Gal Costa, Gilberto Gil, la inolvidable Simonne, llorada por todo Brasil, Caetano Veloso y su hermana María Bethania, gusto de oficinistas para algunos, pero popular con su lesbianismo a toda carátula, Ney Mattogrosso, la bicha tornasol de Ipanema, Cashuza, caído en los ramajes del sida como otros que ya se rumorea, ya se dice que Ney está tan triste y tan flaco. ¿No será que?

De toda Latinoamérica, el país que tiene más tradición rockera es Argentina. Debe ser por su cosmopolitismo y su poca contaminación con la indiada local. El fenómeno rockero prendió bien en este país que se jacta de tener balcón a Europa. Así, entre los contoneos de Charly García que se dice y desdice, que puede ser porque viva la modernidad y abajo las tradiciones. Entre los surrealismos de Fito Páez que interroga al «Amor después del amor», tal vez, pudiera ser, capaz que lo era y yo no lo sabía che. Entre toda esta Babilonía del rock porteño, donde el tango macho es un señero para cualquier manifestación musical, surgen en la década setenta-ochenta dos grupos rock marcadamente gays por la parada colíza de sus vocalistas: los Abuelos de la Nada, con Miguel Abuelo en malla de seda, y Virus, con Federico Moura más gótico y new wave. Ciertamente todo Buenos Aires vaciló la fusión pop de estos grupos, sin darle mayor importancia a la evidencia marica de Miguel y Federico. Tampoco sus letras eran suficientemente homosexuales, más la interpretación, ciertos vientos latinos que adosaron al timbre eléctrico de los temas, cierto vacilón reggae, cierta cadencia trola al poner la voz, al cantar «En taxi-boy Hotel Savoy y bailamos.» Casi ambiguos, nunca tan locas. Aunque Miguel Abuelo era un- espectáculo aparte meneando la cola al aullido de sus fans. Parecía que el Estadio Obras iba a quedar sin techo al sonar las trompetas de sus «Mil horas». Parecía un pibe la loca treintona cantando «La otra noche te esperé bajo la lluvia dos horas, mil horas, como un perro». Después pasaba la piba triste con «Luego tú llegaste me miraste y me dijiste loca, estás mojada, ya no te quiero». Para Federico Moura, en cambio, el estilo cult le quedaba mejor a su loca más controlada, más estetizada por el rigor negro del pop inglés. Ambos eran parte de la familia rockera argentina, y también sus hermanos entraban en la ola rosa que emanaba de las bandas. Se hablaba de los hermanos Abuelo y los hermanos Moura, cuando la visibilidad de Virus y Abuelos se debía a la pose marica de sus vocalistas. Debe ser por la costumbre medio siciliana de los che que hasta en la vanguardia arman familia.

Pocos años duraron estas semirreinas del pop argentino. Las «Mil horas» de Miguel se desgranaron rápido con las campanadas del sida. Sus algodones negros le asfixiaron la voz y nunca más el Estadio Obras tembló «Bajo la lluvia dos horas». Fue el primero en desaparecer bajo el estigma de Kaposi. Luego le tocó a Federico que se mantuvo en el escenario casi hasta último minuto. A Chile vino poco antes de morir, y fue casi teatral su montaje HOMOSIDA-ROCK que se vio en la pantalla. Delgado y lineal como un espíritu que parte, apenas balanceado, como una flama que zigzaguea antes de apagarse. Parecía la escenificación de un chiste cruel, una balada de réquiem para el rock homosexual. Y el nombre «Virus» del grupo se lo llevó Federico como marca registrada.

Pero todavía quedan otros y otras que la enfermedad quizás no ha tocado, como Fernando Noy, más teatrera del under rock que cantante, la princesa de las cloacas porteñas. La amiga de Batato Barea, la loca más señora y puta de Buenos Aires. La que impuso esa representación doméstica del travesti que después la copió Pourcel para su programa. Batato o la señora Batata, que invirtió el glamour de los tacos y las plumas por las chancletas y los tubos en el pelo. La parodia travesti de la típica ama de casa, la mujer popular que barre la vereda para chismear con la vecina. Un personaje cálido de la barriada porteña, un homenaje a esa anónima dueña de casa, un tributo tal vez a su madre le rindió Batato con su travesti sin brillos. Su travesti semicantante, semiactor, semi de todo. Tan versátil que no pudo resistirse a la última función homosexual del siglo, la última patinada por Santa Fe y Callao, la última vez de ver el último Buenos Aires, antes de caer en cama trizado por la sombra.

Pero siguen quedando otras, en este caso la pareja lésbica de Celeste Carvallo y Sandra Mihanovich que pegaron un tremendo batatazo con su amor prohibido. Todo Argentina algo sabía, se rumoreaba que las vieron en la marcha gay, tomadas de la mano. Es que son muy amigas. Pero tan amigas que se besan en la boca cuando cantan juntas «Soy lo que soy». Entonces vino el escándalo, y las declaraciones de amor de Celeste por Sandra y todo Buenos Aires se enteró que la rockera y la baladista dormían juntas. Hasta la mamá de Sandra apareció en televisión diciendo: Es que a las dos les gusta la misma música. Las chicas se quieren tanto che. Así, esta tortilla rock que remeció el ambiente cultural porteño puso un acento en la biblia rockera que privilegia tanto al sexo «fuerte». Tal vez, Sandra Mihanovich antes de conocer a Celeste pasaba por una femme baladista de la canción popular. En cambio la Carvallo, la amiga de todo el hippierio under, la Janis Joplin argentina, la blusera archirreconocida por su guitarreo sicodélico. La reina del rock rioplatense que enloquecía a la barra de péndex que le gritaban: Celeste Joplin, no te mueras nunca, seguí cantando con ese punch, seguí ensuciándote la voz con ese entrabamiento de laringe enmohecida que le puso el rock macho a la finada de Woodstock. Ese permiso para que la mujer entrara en el rock, ese desgarro de garganta que tenía la Janis, esa violencia de la mina diciendo «Para cantar rock, hay que cantar con los puños embarrados»... Ni tanto querida.

Quizás para América Latina el rock homosexual tome otro nombre que no suene a roca, demasiado áspero para nuestra garganta desnutrida. Otro nombre que corrompa la patriarcal estructura de rebeldía que nos dejaron los próceres de los tímpanos sangrantes. Al fin y al cabo estamos naciendo en este lunático fin de siglo, con apenas un murmullo, un roce de pasiones ocultas, el gemido de la seda como acompañamiento de nuestra indigente balada homosexual.

lunes, noviembre 21, 2005

El Proyecto Nombres (un mapa sentimental)

El Proyecto Nombres o Quilt (paño o tejido) es una empresa que como muchas otras, se inscribe en las ondas enlutadas que se expanden por las víctimas del sida. Familiares, parejas o amigos, testimonian a modo de cartas artesanales, la memoria en punto de cruz sobre la ropa del fallecido. Tales marcaciones de nombres en la ropa remiten a cierto cuidado de manos maternas que bordan los uniformes de colegio, los pañuelos, los guardapolvos, las camisas. Para que no se extravíen, para que no se confundan en el largo viaje que emprende el deudo sidado.

Una trama que se inició en 1987, en Estados Unidos, cuando el primer pariente se propuso confeccionar la arpillera del epitafio con las prendas del recuerdo, con las babas hiladas de la supuración.

Los Quilts se van multiplicando casi paralelamente con la epidemia, hasta conformar un gran mapa de sudarios que fue expuesto en Washington, frente a la Casa Blanca, como enorme pista de despegue al otro mundo. Un aeropuerto alfombrado de prendas personales, que en su último aliento, se transforman en objetos de exhibición rasgados por la ausencia.

Este tapiz monumental, autografiado por Elizabeth Taylor, viaja por el mundo desplegando en sus dobleces la última noche fileteada por el contagio. La última sexualidad despreocupada, libertina en el desahogo sin condón. Fechas y nombres se desposan en esta sábana de azahares amargos. Nombres caligrafiados en blondas y cintas. Nombres cosidos a la mezclilla que no alcanza a inflar los muslos, tantas veces acariciados, tantas veces estrujados, y que se fueron adelgazando en la comprensión de la enfermedad.

Marcaciones de letras que se funden en etnias y culturas diversas. Cruces transculturales que se encuentran en el roce de lija que une estos ajuares. Nombres rutilantes en hilos de oro como Foucault, Hudson, Liberace, Nureyev, se saludan con el anónimo "LOUIS, ANOCHE NO PARECÍA QUE IBA A LLOVER", "MICHAEL, NO ALCANCÉ A DECIRTELO", "CARLOS, EL TIEMPO FUE, FUE UN TIEMPO". Pequeños recados, susurros en pasamanería, postdatas en cursiva alargan el eco del llamado. Nombres sordos, rehilados, redichos, mascados, repetidos mil veces antes del enjuague espumoso que se traga al recibir la noticia.

Nombres que se invocan sin referente, nombres que el recuerdo reinventa, pega o cose meticuloso para arrancarlo de la desfunción. Nombres deshilachados en la sumatoria de Kaposi. Nombres como números sin cuerpo, que el estigma almacena en este calendario de fin de siglo.

La moda marchita

Al igual que banderas de naufragio, los Quilts van parchando el corazón con los restos indumentarios que alguna vez erotizaron el cuerpo del castigo.

Así fuera un gran supermarket, un vestuario post mortem de telas y ropas con poco uso, recicladas como evidencia de la plaga permeada a través de la moda. Una colección de pilchas marchitas por el desinfectante flamean como estandartes luctuosos, como banderas de pérdida, de géneros descoloridos por el sudor bajo la axila. Pañuelos derrotados, moteados de lunares al goteo de pústulas y sueros. Paños desvaídos, donde el color perdió su brillo con el roce clínico.

Pareciera que un aura rosa reflotara estos despojos. Un vapor revenido se desprendiera de la camisa a rayas, empalideciendo en los barrotes de las líneas, al liberar el pulso vital. Así como el short de lycra, fetiche de la moda, acariciado, lamido y expuesto en este manoseo trágico para su contemplación, en ausencia del relleno. Ropa de noche, recamada en lentejuelas, que no se pudo lucir por el peso de las costras doradas. Un buzo deportivo ocupado en una corta carrera, una acezante gimnasia que terminó en desmayo. La bata de seda china para levantarse, que desfallece sobre la cama sin poder levantarse. El cuello almidonado, rígido, casi nuevo de la camisa tropical que llegó de regalo, que la trajeron con tanto cariño para reavivar la palidez, para alegrar un poco la facha con palmeras y frutas; pero fue arruinada por el vómito de sangre. El terno Oscar de la Renta que le compró la familia para que el enfermo muriera uniformado, para que en el último adiós pareciera hombre, ahorcado por la corbata italiana. Tal como lo soñara el padre, cuando hacía planes de abogado para el hijo que le salió raro. Ese terno como uniforme de colegio, que a la hora del funeral le quedó al cadáver como abrigo. El pijama de raso rojo que a la pareja gay le gustaba tanto, que siempre se lo ponía después de... cuando tomaban el desayuno mirándose a los ojos, compartiendo el café y las tostadas del apocalipsis.

En fin, un vértigo de pasarelas donde caen las pieles sidadas de la moda. Un derrumbe de algodones y terciopelos, que en su rebaja de luto se convierten en el look agónico, en el look de un postrero desfile, donde se traviste la falta con los fragmentos que encintaron la vida.

Un excedente de ropa que después del sepelio aparece por todos lados como si tomara vida propia. Ropas fantasmas, escondiéndose, flotando, jugando a camuflarse en el closet con la ropa de los vivos. Y al menor descuido, cuando la puerta del ropero queda entreabierta, aparece una manga o puño en su manca fantasmagoría. Aparece el traje de domingo listo para salir, contradiciendo su antiguo contenido. Que ya no está, que por fin se olvidó, que a pesar del cariño su recuerdo comenzó a esfumarse, después de tantas noches y noches en desvelo. Después de tantas lágrimas, aún se empeña en reaparecer en la arqueología trapera de sus vestigios.

Necrópolis de pieles

Cuadros de telas, lanas y bordados, como patchwork de cirugías, como pedazos de injertos, arman este mosaico que reitera en su composición las lozas mortuorias. Pero que invierte el frío de la lápida por el sutil broderie, que amortigua la caligrafía del nombre.

Estos trabajos parecieran un cementerio naif que rescata en su cromatismo estridente los momentos felices, los cumpleaños, los aniversarios, las navidades, la última fiesta sepiada en la foto donde aparece el muerto, ya muerto, adelantadamente muerto por el chispazo del flash.

Un vasto museo del sida se descompone en restos de pelo y uñas encorvadas que florecen en estos tapices, como nuevas necrópolis que adornan las grietas de la modernidad. Pareciera que en ese país (Estados Unidos), donde todo es seriado, ésta fuera la única artesanía sentimental donde estampar los fluidos de la tragedia. La única gasa, el único tul o brocado que la pasión echó por tierra en el estruendo taquillero de la epidemia.

Algo de colorear la muerte une estas cartas con las animitas de Latinoamérica. Un intento barroco de adornar la fatalidad con el festejo colorido pinta triste las flores plásticas, las fotos quemadas de sol, los juguetes y cintas de cumpleaños que palidecen en los nichos de la periferia. Algo en todo esto no permite la intrusión de una ojeada. Algo retorna la visión casi con desagrado. Algo en todo esto encandila los ojos como si vieran un carnaval pagano. Como si este «mal gusto», en definitiva, fuera la defensa de cierta intimidad latigada, de cierto territorio vulnerado que se protege con una montonera de recuerdos y fetiches y florcitas y corazones, como homenajes pobres para cubrir el dolor.

En Chile el C.E.P.S.S., una entidad de Concepción que trabaja por la prevención del sida, ha impulsado estos trabajos con los familiares de los muertos. Pero acá los materiales son diferentes, tampoco tienen la espectacularidad del primer mundo y nunca los autografiará Liz Taylor.

En uno de estos tapices, de un metro de ancho por cincuenta centímetros de largo, se lee «Víctor por siempre», bordado en lana roja, sobre saco de arpillera. Sin duda la primera lectura de este tapiz lo relaciona con Víctor Jara y su memoria de mártir en dictadura. Otras connotaciones proclaman estas expresiones locales, un cruce político inevitable las succiona en una marca de nombres sidados o desaparecidos, que deletrean sin ecos el mismo desamparo. Las manos que tejen son parecidas, pero una doble sombra semianalfabeta perfila su huella en el tizne de la ortografía. Un dígito de retazos que ponen en acción las morenas extremidades de América Latina para rearmar la pena con los hilos negros de su preñez.


Manifiesto (Hablo por mi diferencia)

No soy Pasolini pidiendo explicaciones
No soy Ginsberg expulsado de Cuba
No soy un marica disfrazado de poeta
No necesito disfraz
Aquí está mi cara
Hablo por mi diferencia
Defiendo lo que soy
Y no soy tan raro
Me apesta la injusticia
Y sospecho de esta cueca democrática
Pero no me hable del proletariado
Porque ser pobre y maricón es peor
Hay que ser ácido para soportarlo
Es darle un rodeo a los machitos de la esquina
Es un padre que te odia
Porque al hijo se le dobla la patita
Es tener una madre de manos tajeadas por el cloro
Envejecidas de limpieza
Acunándote de enfermo
Por malas costumbres
Por mala suerte
Como la dictadura
Peor que la dictadura
Porque la dictadura pasa
Y viene la democracia
Y detrasito el socialismo
¿Y entonces?
¿Qué harán con nosotros compañero?
¿Nos amarrarán de las trenzas en fardos
con destino a un sidario cubano?
Nos meterán en algún tren de ninguna parte
Como en el barco del general Ibáñez
Donde aprendimos a nadar
Pero ninguno llegó a la costa
Por eso Valparaíso apagó sus luces rojas
Por eso las casas de caramba
Le brindaron una lágrima negra
A los colizas comidos por las jaibas
Ese año que la Comisión de Derechos Humanos
no recuerda
Por eso compañero le pregunto
¿Existe aún el tren siberiano
de la propaganda reaccionaria?
Ese tren que pasa por sus pupilas
Cuando mi voz se pone demasiado dulce
¿Y usted?
¿Qué hará con ese recuerdo de niños
Pajeándonos y otras cosas
En las vacaciones de Cartagena?
¿El futuro será en blanco y negro?
¿El tiempo en noche y día laboral
sin ambigüedades?
¿No habrá un maricón en alguna esquina
desequilibrando el futuro de su hombre nuevo?
¿Van a dejarnos bordar de pájaros
las banderas de la patria libre?
El fusil se lo dejo a usted
Que tiene la sangre fría
Y no es miedo
El miedo se me fue pasando
De atajar cuchillos
En los sótanos sexuales donde anduve
Y no se sienta agredido
Si le hablo de estas cosas
Y le miro el bulto
No soy hipócrita
¿Acaso las tetas de una mujer
no lo hacen bajar la vista?
¿No cree usted
que solos en la sierra
algo se nos iba a ocurrir?
Aunque después me odie
Por corromper su moral revolucionaria
¿Tiene miedo que se homosexualice la vida?
Y no hablo de meterlo y sacarlo
Y sacarlo y meterlo solamente
Hablo de ternura compañero
Usted no sabe
Cómo cuesta encontrar el amor
En estas condiciones
Usted no sabe
Qué es cargar con esta lepra
La gente guarda las distancias
La gente comprende y dice:
Es marica pero escribe bien
Es marica pero es buen amigo
Súper-buena-onda
Yo no soy buena onda
Yo acepto al mundo
Sin pedirle esa buena onda
Pero igual se ríen
Tengo cicatrices de risas en la espalda
Usted cree que pienso con el poto
Y que al primer parrillazo de la CNI
Lo iba a soltar todo
No sabe que la hombría
Nunca la aprendí en los cuarteles
Mi hombría me la enseñó la noche
Detrás de un poste
Esa hombría de la que usted se jacta
Se la metieron en el regimiento
Un milico asesino
De esos que aún están en el poder
Mi hombría no la recibí del partido
Porque me rechazaron con risitas
Muchas veces
Mi hombría la aprendí participando
En la dura de esos años
Y se rieron de mi voz amariconada
Gritando: Y va a caer, y va a caer
Y aunque usted grita como hombre
No ha conseguido que se vaya
Mi hombría fue la mordaza
No fue ir al estadio
Y agarrarme a combos por el Colo Colo
El fútbol es otra homosexualidad tapada
Como el box, la política y el vino
Mi hombría fue morderme las burlas
Comer rabia para no matar a todo el mundo
Mi hombría es aceptarme diferente
Ser cobarde es mucho más duro
Yo no pongo la otra mejilla
Pongo el culo compañero
Y ésa es mi venganza
Mi hombría espera paciente
Que los machos se hagan viejos
Porque a esta altura del partido
La izquierda tranza su culo lacio
En el parlamento
Mi hombría fue difícil
Por eso a este tren no me subo
Sin saber dónde va
Yo no voy a cambiar por el marxismo
Que me rechazó tantas veces
No necesito cambiar
Soy más subversivo que usted
No voy a cambiar solamente
Porque los pobres y los ricos
A otro perro con ese hueso
Tampoco porque el capitalismo es injusto
En Nueva York los maricas se besan en la calle
Pero esa parte se la dejo a usted
Que tanto le interesa
Que la revolución no se pudra del todo
A usted le doy este mensaje
Y no es por mí
Yo estoy viejo
Y su utopía es para las generaciones futuras
Hay tantos niños que van a nacer
Con una alíta rota
Y yo quiero que vuelen compañero
Que su revolución
Les dé un pedazo de cielo rojo
Para que puedan volar.

NOTA:

Este texto fue leído como intervención en un acto político de la izquierda en septiembre de 1986, en Santiago de Chile.

Homoeróticas urbanas (o apuntes prófugos de un pétalo coliflor)

De escrituras urbanas y grafías corpóreas que en su agitado desplazamiento discurren su manuscrito. La ciudad testifica estos recorridos en el apunte peatonal que altera las rutas con la pulsión dionisíaca del desvío. La ciudad redobla su imaginario civil en el culebreo alocado que hurga en los rincones el deseo proscrito. La ciudad estática se duplica móvil en la voltereta cola del rito paseante que al homosexual aventurero convoca. La calle sudaca y sus relumbros arribistas de neón neoyorquino se hermana en la fiebre homoerótica que en su zigzagueo voluptuoso te plantea el destino de su continuo güeviar. La maricada gitanea la vereda y deviene gesto, deviene beso, deviene ave, aletear de pestaña, ojeada nerviosa por el causeo de cuerpos masculinos, expuestos, marmoleados por la rigidez del sexo en la mezclilla que contiene sus presas. La ciudad, si no existe, la inventa el bambolear homosexuado que en el flirteo del amor erecto amapola su vicio. El plano de la city puede ser su página, su bitácora ardiente que en el callejear acezante se hace texto, testimonio documental, apunte iletrado que el tráfago consume. Más bien lo plagia, y lo despide, en el disparate coliza de ir quebrando mundos como huevos, en el plateado asfalto del entumido anochecer.

Acaso, tal despliegue de energía no se place sólo en el amancebado culeo del pretérito encuentro. La flama busquilla de la marica relampaguea siempre en presente y equivoca su captura en el espejo cambiante de su sombra. La ciudad se lo perdona, la ciudad se lo permite, la ciudad la resbala en el taconeo suelto que pifia la identidad con la errancia de su crónica rosa. Una escritura vivencial del cuerpo deseante, que en su oleaje temperado palpa, roza y esquiva los gestos sedentarios en los ríos de la urbe que no van a ningún mar. Un carreteo violáceo del patinaje, la mirada, el vitrineo o el cambiarse de local en cada vuelta de esquina, y este despiste, esta mariguancia teatrera, es el viso tornasol que dificulta su fichaje, su cosmética prófuga siempre dispuesta a traicionar el empadronamiento oficial que pestañea al compás de los semáforos dirigiendo el control ciudad-ano.

La vida en la city moderna traiciona el avatar sorpresivo del instante con las sendas planificadas por su calendarizado tedio. Para la loca, el mañana es un cuento demasiado literario que la sumerge en un bostezo aburrido. El minuto futuro que hace correr al oficinista para ver el noticiario, es un aguachento después que ella sabe, conoce su olor reiterado que la detiene a pensarse, a darse cuenta de lo que es, a sentar la cabeza como le decía su padre. Una depre que estanca su intensidad movediza y la fija al territorio de la ideología sujetándola a la cínica civilidad, como un insecto pegado a un papel matamoscas. Quizás, la ideología tenga que ver con la búsqueda de la piedra filosofal, la joya auténtica, o ese fulgor de lucidez por el que los hombres venden hasta la madre. Pero a estas alturas del siglo, «los diamantes ya no son eternos» y el príncipe no era tan valiente, era pura pantalla su lucha utópica con el dragón de la injusticia, era puro bluf su cuento defendiendo al débil, y al final terminó enredado en las sábanas del «gigante egoísta». Al final, la princesa tuvo que apechugar con las causas perdidas. Y de perdida en perdida, siguió machacando sola la ruindad burguesa que enmugrece las calles. Huérfana de norte y sueños sureños, la loca desprecia la brújula. Su destino engalana el deseo y lo hierve acalorado en las púas del eriazo. La marica, allí cree que lo encuentra y lo mama, lo atraca y lo deja partir apenas archivado en su abanico manoteado de abrazos.

El despiste arrebata su huella del mapa vigilante, la desaparece el rápido volaje del «casi ni me acuerdo» que repite apurada. El mismo casi recién de esa escena olvidada en el chupeteo glande llenándole la boca. Esa boca loca del placer lenguado que sorbe pero no traga. Esa boca nómade que garabatea las vocales de un sexo urbano con la baba de la beba sodomita. Así, de falo en falo, la acrobacia de la loca salta de trapecio en trapecio. Apenas cebado un hombre, lo suelta para repetirse incansable: «No al amor, sí al casi ni me acuerdo.» La memoria maricola es tan frágil en el cristal de su copa vacía, su vaga historia salpica la ciudad y se evapora en la lujuria cancionera de su pentagrama transeúnte.


Su ronca risa loca (El dulce engaño del travestismo prostibular)

Como un milagro de medianoche, el travestismo callejero es un brillo concheperla que relumbra en el zaguán del prostíbulo urbano. Apenas un pestañazo, un guiño colifrunci, un desnudo de siliconas al aire, al rojo vivo de los semáforos que sangran la esquina donde se taconea el laburo filudo del alma ramera.

A toda lluvia, tiritonas de frío, calentando la espera con un cigarro barato; la noche milonga del travesti es un visaje rápido, un guiño fortuito que confunde, que a simple vista convence al transeúnte que pasa, que se queda boquiabierto, adherido al tornasol del escote que patina la sobrevivencia del engaño sexual. Pero la atracción de esta mascarada ambulante nunca es tan inocente, porque la mayoría de los hombres, seducidos por este juego, siempre saben, siempre sospechan que esa bomba plateada nunca es tan mujer. Algo en ese montaje exagerado excede el molde. Algo la desborda en su ronca risa loca. Sobrepasa el femenino con su metro ochenta, más tacoaltos. La sobreactúa con su boquita de corazón pidiendo un pucho desde la sombra.

El futuro cliente conoce el teatro japonés de ese maquillaje enyesado, pero igual se deja succionar por su propio engaño, igual engancha su deseo en las alas nylón de esas mariposas patipeladas que circundan las rotondas.

Esas pájaras garzas de larguísimas piernas, que van más allá de la Coco Chanel y su minifalda recatada. El futuro amante embelesado prefiere no pensar que bajo ese trapo hay una sorpresa, una cirugía artesanal del amarre, donde la transexualidad es otra ley de tránsito que desvía el rutinario destino del marido camino al hogar. El oficinista estresado en el autito a crédito, que no quiere llegar a su casa a ver «Cuánto vale el show», que odia volver temprano y tener que escuchar la secuencia de quejas, gastos y pesares que le tiene su mujer en bandeja doméstica. Por eso detiene el auto para echar arriba ese fantasma de glamour a la deriva, ese insecto pegado al espejo retrovisor que de un salto se acomoda en la felpa del asiento. Y luego de regateos comerciales, por acrobacias y piruetas extravagantes, llegan a un acuerdo, y sellan el trato abaratando el costo al trasladar el motel al asiento reclinable del Toyota.

Después el travesti regresa a su «vereda tropical», contando el dinero ganado con su terapia fugaz. Los escasos billetes sustraídos al presupuesto de la familia chilena, que aún no le alcanzan para pagar el arriendo, menos para comprarse esos zapatos de Cenicienta que vio en el centro. Tampoco para mantener a su mamá y los hermanos chicos, que salen más caros que hobby de la Claudia Schiffer. Su pobre mamita, la única que la comprende, que le arregla la peluca y le echa condones en la cartera diciéndole que se cuide, que los hombres son malos, que nunca se suba a un auto con más de uno, que les tome la patente por si acaso, por si la dejan desnuda y toda quemada con cigarros como le pasó a la Wendy la semana pasada. Que no duerme pensando, rezándole a la virgen para que la acompañe en los peligros de la noche. Pero ella le contesta que su trabajo es así, nunca se sabe si mañana, en algún rincón de Santiago, su aleteo trashumante va a terminar en un charco. Nunca se sabe si una bala perdida o un estampido policial le va a cortar el resuello de cigüeña moribunda. Acaso esta misma madrugada de viernes, cuando hay tanta clientela, cuando los niños del barrio alto se entretienen tirándoles botellas desde los autos en marcha. Cuando se le quebró el taco corriendo tras el Lada amarillo, y le ganó la Susy, más joven, más atinada. Puede ser ésta la última vez que vea la ciudad emerger entre los algodones rosados del alba. Así tan sola, tan entumida, tan gorriona preñada de sueños, expuesta a la moral del día, que se asoma tajeando su dulce engaño laboral.


miércoles, noviembre 16, 2005

Esas largas pestañas del Sida local

Los funerales de una loca contagiada por el sida se han transformado en un evento social. Una exhibición de, modelos Calvin AIDS, recién estrenados, primorosamente escogidos, para despedir a la amiga como se lo merece, como nunca lo soñó en el dorado aeropuerto de «Nunca jamás».

El estigma de la plaga, que en los ochenta hacía huir como ratas a las amigas, negando mil veces haber conocido a la occisa, Esa virulencia homofóbica que entonces mostraba cortejos de cuatro pelagatos acompañando un ataúd huacho. Un pobre cajón rodeado de familiares tolerantes y de alguna loca camuflada de temor bajo el anonimato de las gafas. Ahora es otra cosa mariposa. En los noventa, es el acontecimiento que concentra la atención de un público atento, esperando paciente el deceso para ponerse el modelito guardado especialmente para la premier luctuosa.

Ahora la muerte sidada tiene clase y categoría. Cualquiera no se despide del mundo con ese glamour hollywoodense que se llevó a Hudson, Perkins, Nureyev y Fassbinder. Cualquiera no ostenta ese look de manchas leopardas, ese tatuaje sidado que no se destiñe, fíjate. Por eso el adiós-AIDS es inolvidable en su fulgor momentáneo. Es un encuentro de pestañas quebradas y risitas tu-tú contenidas por la emoción. Es el esperado momento de homenajear a la finada luciendo esa faz pálida, como neogótica. Con mucha ojera violácea, haciendo juego con el discreto pañuelito que va a enjugar la única lágrima, en el único momento de tirar la única rosa, no, mejor el único pétalo, sobre el terso ataúd.

De esta forma, las locas engalanadas con el drama han hecho de su muerte un tablao flamenco, una pasarela de la moda que se burla del sórdido ritual funerario. Más bien, revierten la compasión que pesa como un juicio pecaminoso sobre el sida homosexual, lo transforman en alegoría. Con sus destellos coligüillos, amortiguan el duelo, lo colorean, lo refulgen, lo descargan de esa fetidez piadosa. Lo relucen con la ópera comediante le su llanto. Y nadie sabe si esa lágrima de diamante que rueda por su mejilla es auténtica. Nadie pondría en duda esa amarga gota escenográfica, que brilla lentejuela en el ojo de la última escena. Esas manos apenas temblorosas, que van midiendo cada pésame, cada condolencia, como si tomaran las medidas de un traje de noche. Como si cada gesto de pena fuera hilvanado en una basta de contención, en pliegues de dolor, que se ajustan al teatro mortuorio con los alfileres de la complicidad maricueca.

El sepelio de una loca sidada es para filmarlo. Acuden al evento las amigas revoltosas que tratan de amarrarse las trenzas con cintas de nerviosa seriedad. Un poco preocupadas, miran el reloj, pensando que la lista corre rápido. «Hoy por ti, mañana por mí», es el responso. Nadie sabe quién tiene pasaje de ida en el Boeing Z.A.Z, vuelo siete cero positivo. Ninguna puede reírse tanto. Menos esa flaca cabello de ángel que hizo el teatro del desmayo en el cementerio, y sus quejidos de perra asmática partían el alma.

Menos ella, que antes de sellar el cajón, como al descuido, le echó adentro cigarros y fósforos porque su amiga no podía dormir sin fumar.

domingo, noviembre 13, 2005

"Los diamantes son eternos" (Frívolas, cadavéricas y ambulantes)

En el gueto homosexual siempre se sabe quién es VIH positivo, los rumores corren rápido, las carteras que se abren de improviso, los papeles y remedios tirados por el suelo. Y no falta la intrusa que ayuda a recoger preguntando: ¿Y este certificado médico? ¿Y tanto remedio y pastillas? ¿Y estas jeringas niña? No me digas que eres adicta.

En estos lugares, donde anida fugaz la juerga coliza: organizaciones para la prevención, movimientos políticos reivindicativos, eventos culturales, desfiles de modas, peluquerías y discothéques, nunca falta la indirecta, la talla, el conchazo que vocea alaraco la palidez repentina de la amiga que viene entrando. ¡Te queda regio el sarcoma linda! Así, los enfermos se confunden con los sanos y el estigma sidático pasa por una cotidianeidad de club, por una familiaridad compinche que frivoliza el drama. Y esta forma de enfrentar la epidemia pareciera ser el mejor antídoto para la depresión y la soledad, que en última instancia es lo que termina por destruir al infectado.

En uno de estos lugares, al calor delirante de la farra marucha, es fácil encontrar una loca positiva que acceda a contestar algunas preguntas sobre el tema, sin la mascarada cristiana de la entrevista televisiva, sin ese tono masculino que adoptan los enfermos frente a las cámaras, para no ser segregados doblemente. Más bien jugando un poco con el aura star de la epidemia, así, revertir el testimonio, el indigno interrogatorio que siempre coloca en el banquillo de los acusados al homosexual portador.

-¿Por qué portador?
-Tiene que ver con puerta.
-¿Cómo es eso?
-La mía es una reja, pero no de cárcel ni de encierro. Es una reja de jardín llena de florcitas y pájaros.
-¿Barroca?
-No sé lo que es eso, puede ser, una verja llena de cardenales.
-¿Y adónde conduce?
-Al jardín del amor.
-¿Se abre?
-Siempre está abierta de par en par.
-¿Y qué hay en el jardín?
-Un asiento también de fierro, igual que la reja llena de...
-Pájaros y florcitas.
-Y también corazones.
-¿Partidos?
-Bueno un poquito, alguna trizadura por aquí, otra por acá, pero sin flechas. Eso del angelito cupido es cuento hétero, en vez de flechas, jeringas.
-¡Uy qué heavy!
-¿Qué tanto? Si los pinchazos ahora me excitan.
-Bueno, estábamos en el amor. El jardín portador del amor. ¿No crees que te corres del tema?
-Siempre, nunca tienen que saber lo que estás pensando.
-¿En qué estás pensando?
-Yo no pienso, soy una muñeca parlante. Como esas Barbys que dicen I love you.
-¿Hablas inglés?
-El sida habla inglés.
-¿Cómo es eso?
-Tú dices Darling, I must die, y no lo sientes, no sientes lo que dices, no te duele, repites la propaganda gringa. A ellos les duele.
-¿Y a ti?
-Casi nada, hay muchas cosas por las que vivir. El mismo sida es una razón para vivir. Yo tengo sida y eso es una razón para amar la vida. La gente sana no tiene por qué amar la vida, y cada minuto se les escapa como una cañería rota.
-¿Es un privilegio?
-Completamente, me hace especial, seductoramente especial. Además tengo todas las garantías.
-¿Cómo así?
-Mira, como portador, tengo médico, sicólogo, dentista, gratis. Estudio gratis. A quien le cuento el drama se compadece y me dice al tiro que sí a lo que pido.
-Menos al amor.
-Bueno, a la gente le gusta que tú te mueras, se sienten más vivos, más seguros. Pero los portadores estamos más allá del amor. Sabemos más de la vida, pero por descuentos. Este mismo minuto yo soy más feliz porque no habrá otro.
-Nunca hay otro para nadie.
-Pero no es lo mismo; tú verás nevar alguna vez si vas a Farellones o a otra parte donde van los ricos. Pero yo nunca, porque puede que ya no esté. Y esa nieve se derrite siempre antes que yo llegue. Es un sueño que siempre tengo. Pongo la mano para recibir un copo y me cae agua. ¿Te fijas? Algo siempre está partiendo.
-¿Cómo una carrera contra el tiempo?
-Se me evapora el alma antes de llegar.
-¿Cómo la canción?
-Claro, pero sin música. Los deseos, las ganas. Ahí estamos tratando de agarrarlos.
-¿Y ser viejo?
-Bueno, ahí tienes otra garantía. Nunca seré vieja, como las estrellas. Me recordarán siempre joven.
-¿Y si encuentran el remedio?
-Me muero igual, porque de aquí a que llegue a Latinoamérica, y a qué precio. ¿Te imaginas lo que va a costar? Como siempre, se salvan las ricas primero.
-Como el AZT
-Sí, pero para mí, el AZT es como la silicona, te alarga, te agranda, te engorda, te pone unos tiempos más de duración. Hay travestis que se lo inyectan ellos solos.
-¿El AZT?
-No, la silicona. En la Sota de Talca, un travesti me dijo que estaba esperando la bencina para el avión. Y yo pensé que era el AZT. No niña, me dijo, es para las pechugas. ¿Y cómo lo haces? En una clínica supongo. Nada que ver, no tengo plata para eso. Me compro dos botellas de pisco, me tomo una, cuando estoy raja de curá con un gillete me corto aquí. Mira, abajo del pezón. Ahí no hay muchas venas y no sangra tanto. ¿Y? Cachay que la silicona es como jalea. Como esas lágrimas de mar que hay en la playa. Bueno, te la metes por el tajo y después con una aguja con hilo te hacís la costura. ¿Y la otra botella de pisco? Te la echaí en la herida y te tomaí el resto. Quedaí muerta de cocida, después el peso de la silicona cae y te tapa la cicatriz, no se nota. ¿Veí?
-Eso era en Talca. ¿Hay mucho sida por allá?
-Igual que en todas partes. Ahí supe que los travestis le dicen la sombra.
-¿Cómo?
-Se pegó la sombra dicen. Es bonito fijaté. Es como la sombra de los ojos. ¿Te fijas que todos los que tenemos sida, tenemos una mirada matadora?
-Sin regreso...
-¿Te fijas que algo se va cuando dejas de mirarme? Algo se rompe. Mírame.
-Te estoy mirando.
-No, no me estás mirando a mí, estás mirando mi muerte. La muerte tomó vacaciones en mis ojos.
-¿Por qué tanta poesía? ¿Te ablanda el drama? ¿Es más soportable?
-Mira, yo no hablo de poesía, más bien de poseída.
-¿Y escribes?
-A veces, en esos días abochornados cuando está a punto de llover. Me gustaría que estuviera lloviendo cuando... Cuando me llegue la hora pues, las flores duran más tiempo con el agua.

sábado, noviembre 12, 2005

Y ahora las luces (Spot: Ponteló-ponseló. Ponte-ponte-ponseló)

La propaganda de prevención dirigida a los homosexuales pareciera estar resuelta en el abanico publicitario que multiplica la enfermedad a través de sus diferentes versiones. Así el sida se espejea entre los productos del mercado, travestido como un fetiche más en el tráfico gitano de la plaga.

El sida vende y se consume en la oferta de la chapita, el póster, el desfile de modas a beneficio, la adhesión de las estrellas, los números de la rifa, y el superconcert de homenaje post mortem, donde el rockero se viste por un rato de niño bueno, luciendo la polerita estampada con el logo fatal.

El tema da para instalar un supermall, donde las producciones sidáticas se vendan como pan caliente. Los miles de libros (incluyendo éste), las biografías, teleseries, fotonovelas y cómics de las stars muertas, incluyendo sus cartas, sus ropajes, sus condones usados: musicales, de piel de lagarto, de gusano de seda, a lunares pop, extra large, circuncidados con la estrella judía con el triángulo rosanazi, con el símbolo de la paz, con la hoz separada del martillo, verdes, vegetarianos y macrobióticos para complementar la dieta vegetal de la cocina sidosa.

En un stand especial, a todo neón, el negocio SIDARTE de Benetton; donde no se sabe si el gringo previene asustando con el famoso póster de la Pietá cadavérica, o carnavaliza el uso del condón, que inflado en el obelisco de París, exagera la medida fantasiosa de su contenido. También enmarcada en este mismo glamour necrófilo, toda la cinemateca que ha usado el tema como taquilla. Sobre todo la superproducción hollywoodense que multicopia la postal gay de Filadelfia enmarcada de amapolas venenosas. (Allí no se sabe quién merece el Oscar, si Tom Hanks que gana el juicio como portador segregado, o Mister AIDS que "ríe último y ríe mejor" al llevarse igual al protagonista, ante la mirada colonizada del novio latino, Antonio Banderas.)

Quizás este supermarket acentúa su perversa prevención cuando está dirigido a los homosexuales. Pareciera incentivar la enfermedad con su pornografía visual, con sus folletos, cartillas y afiches que lucen fotografías de cuerpos sublimes que hipnotizan con su «bella publicidad». Nadie se fija entonces en la precaución escrita. Ninguna loca se detiene a leer esas minúsculas letras, su ojo vaselina hurga los pliegues de la foto y chupa ese resplandor muscular. Entonces el placer calentón de estas imágenes funciona como detonante sexual. Al igual que ciertas instrucciones de cómo usar el preservativo; cómo ponerlo, cómo resbalarlo con los labios por el tronco, cómo moverse para que no se salga, cómo hacer cálida su piel látex, cómo olvidarse de la funda plástica. En fin, son verdaderas clases porno que se usan para hacer más atractiva la prevención, pero terminan invirtiendo el objetivo. "Si me encuentro en la calle con este dios que aparece en la foto, ni me pregunten por el condón".

Así como existe la garra comercial del mercado AIDS, también sobreviven pequeños esfuerzos, cadenas de solidaridad y colectas chaucha a chaucha que algunos grupos de homosexuales organizan para paliar el flagelo. Podría decirse que estos precarios gestos brillan con luz propia. Se traducen en un mano a mano que hermana, que ayuda a parchar con nuestras propias hilachas la rajadura del dolor.


viernes, noviembre 11, 2005

Los mil nombres de María Camaleón

Como nubes nacaradas de gestos, desprecios y sonrojos, el zoológico gay pareciera fugarse continuamente de la identidad. No tener un solo nombre ni una geografía precisa donde enmarcar su deseo, su pasión, su clandestina errancia por el calendario callejero donde se encuentran casualmente; donde saludan siempre inventando chapas y sobrenombres que relatan pequeñas crueldades, caricaturas zoomorfas y chistosas ocurrencias. Una colección de apodos que ocultan el rostro bautismal; esa marca indeleble del padre que lo sacramentó con su macha descendencia, con ese Luis junior de por vida. Sin preguntar, sin entender, sin saber si ese Alberto, Arturo o Pedro le quedaría bien al hijo mariposón que debe cargar con esa próstata de nombre hasta la tumba. Por eso odia tanto ese tatuaje paterno, ese llamado, ese Luchito, ese Hernancito chico y minusválido que a los homosexuales sólo les sirve para el desprecio y la burla.

Así, el asunto de los nombres no se arregla solamente con el femenino de Carlos; existe una gran alegoría barroca que empluma, enfiesta, traviste, disfraza, teatraliza o castiga la identidad a través del sobrenombre. Toda una narrativa popular del loquerío que elige seudónimos en el firmamento estelar del cine. Las amadas heroínas, las idolatradas divas, las púberes doncellas, pero también las malvadas madrastras y las lagartas hechiceras. Nombres adjetivos y sustantivos que se rebautizan continuamente de acuerdo al estado de ánimo, la apariencia, la simpatía, la bronca o el aburrimiento del clan sodomita siempre dispuesto a reprogramar la fiesta, a especular con la semiótica del nombre hasta el cansancio.

De esto nadie escapa, menos las hermanas sidadas que también se catalogan en un listado paralelo que requiere triple inventiva para mantener el antídoto del humor, el eterno buen ánimo, la talla sobre la marcha que no permite al virus opacar su siempre viva sonrisa. De esta forma, el fichaje del nombre no alcanza a tatuar el rostro moribundo, porque existen mil nombres para escamotear la piedad de la ficha clínica. Existen mil formas de hacer reír a la amiga cero positiva expuesta a la baja de defensas si cae en depresión. Existen mil ocurrencias para conseguir que se ría de sí misma, que se burle de su drama. Empezando por el nombre.

La poética del sobrenombre gay generalmente excede la identificación, desfigura el nombre, desborda los, rasgos anotados en el registro civil. No abarca una sola forma de ser, más bien simula un parecer que incluye momentáneamente a muchos, a cientos que pasan alguna vez por el mismo apodo.

Quizás el listado de chapas que se usan para renombrarse incluya un denso humor, un ácido acercamiento a esos «detalles y anomalías» que el cuerpo debe sobrellevar resignado. A veces cojeras, hemiplejías o «sutiles fallas» que tanto cuesta disimular, que tanto molestan y avergüenzan como agregados de la falla mayor. En este caso el apodo alivia el peso, subrayando de luminaria un defecto que más duele al tratar de esconderse. El apodo hace de ese lunar con pelos una duna de felpa. De esa jodida joroba, un Sahara de odalisca. De esos ojos miopes, un sueño de geisha. De ese enanismo petiso, un Liliput mini y recatado. De esa nariz de hacha, un ventisquero de alientos. De esa obesa calamidad, una nube blanca y rosada a lo Rubens. De esa calva simulada por la partidura casi en la oreja, un brillo de cráneo para la buena suerte. De esas elefánticas orejas, un par de abanicos flamencos. De esa boca de buzón, un beso empapado de tormenta. En fin, para todo existe una metáfora que ridiculiza embelleciendo la falla, la hace propia, única. Así la sobreexposición de esa negrura que se grita y llama y se nombra incansable, ese apodo que al comienzo duele, pero después hace reír hasta a la afectada, a la larga se mimetiza con el verdadero nombre en un rebautismo de gueto. Una reconversión que hace de la caricatura una relación de afecto.

Hay muchas y variadas formas de nombrarse; está el típico femenino del nombre que agrega una «a» en la cola de Mario y resulta «Simplemente Maria». También esos familiares cercanos por su complicidad materna; las mamitas, las tías las madrinas, las primas, las nonas, las hermanas, etc. Además de otros personajes semicampestres, algo inocentes, que se extraen del folclor como las Carmelas, las Chelas, las Rosas, las Maigas, etc. Para las más sofisticadas se usa el remember hollywoodense de la Garbo, la Dietrich, la Monroe, la West. Pero para Latinoamérica hay nombres de vírgenes consagradas por la memoria del celuloide más cercanas: la Sara Montiel, la María Félix, la Lola Flores, la Carmen Miranda. Nadie sabe por qué las locas aman tanto a estas señoras doñas tan lejanas en el tiempo, y a veces casi extraviadas por el sepia de sus fotos. Nadie lo sabe, pero esos nombres se han homosexualizado a través de los miles de travestis que hacen su copia. A través de la mímesis de sus gestos y miradas matadoras. Toda marica tiene dentro una Félix, como una Montiel, y la saca por supuesto, cuando se encienden los focos, cuando la luna se descuera entre las nubes.

El listado se alarga a medida que la moda impone estrellas con algo del gusto y el affaire coliza, a medida que se hace más útil un stock de nombres para camuflar la rotulación paterna, a medida que se requiere más humor para sobrellevar la carga sidosa. Aquí van algunos, sólo y exclusivamente de muestra, rescatados de las densas aguas de la cultura mariposa.

La Desesperada
La Cuando No
La Cuando Nunca
La Siempre en Domingo
La María Silicona
La Cortavientos
La Puente Cortado
La Maricombo
La Maripepa
La Faraona
La Lola Flores
La Sara Montiel
La Carmen Sevilla
La Carmen Miranda
La María Félix
La Fabiola de Luján
La Loca de la Cartera
La Loca del Pino
La Loca del Piano
La Loca del Moño
La Cola del Rincón
La Multiuso
La Palanca
La Moderna
La Freno de Mano
La Patas Negras
La Patas Verdes
La Yuyito
La Pata Pelá
La Pelá
La Pituca
La Putifrunci
La Frunci
La Chumilou
La Trolebús
La Claudia Escándalo
La Ilusión Marina
La Lola Puñales
La Yo No
La Compra Almas
La Pide Fiado
La No Se Fía
La Perestroika
La Poto Aguja
La Siete Potos
La Poto de Palo
La Poto Ronco
La Abeja Maya
La Wendy
La Ahí Va
La Ahí Viene
La Esperanza Rosa
La Bim Bam Bum
La Cola del Barrio
La Inca Cola
La Coca Cola
La Pinche
La Lola
La Rose
La Denise
La Susi
La Pupi
La Mimi
La Bambi
La Teté
La Totó
La Nené
La Lulú
La Tacones Lejanos
La Saca Corchos
La Chupadora Oficial
La Chupa Millonaria
La Licuadora
La Multimatic
La Fácil de Amar
La Krugger
La Burger Inn
La Prosit
La Ninja
La Karate Kid
La Si me Llaman Voy
La Doctora
La Diente de Leche
La Poto Asesino
La Llave de Cachete
La María Misterio
La María Sombra
La María Riesgo
La María Acetaté
La María Sarcoma
La Mosca Sida
La Frun-Sida
La María Lui-Sida
La Lúsida
La Bien Paga
La Nomeolvides
La Ven-Seremos
La Zoila-Sida
La Zoila Kaposí
La Sida Frappé
La Sida On The Rock
La Sui-Sida
La Insecti-Sida
La Depre-Sida
La Ven-Sida
...


Crónicas de Nueva York (El Bar Stonewall)

Que si a uno lo invitan a Nueva York con todos los gastos pagados a participar del evento Stonewall, a veinte años del apaleo policial protagonizado por las chicas gay que en 1964 se tomaron un bar en el barrio del Village. Que si a uno le cuentan el cuento y se siente obligado a persignarse en el lugar del suceso. Un barcito oscuro, santuario de la causa homosexual donde viene la sodomía turística a depositar sus ofrendas florales. Porque ahí, en la vitrina, se exhiben las fotos desteñidas de las veteranas hipientas que resistieron no sé cuántos días el acoso de la ley, la agresión policíaca que pretendió desalojarlas sin éxito. Entonces cómo no derramar una lágrima en esta gruta de Lourdes Gay, que es como un altar sagrado para los miles de visitantes que se sacan la visera Calvin Klein y oran respetuosamente unos segundos cuando desfilan frente al boliche. Cómo no fingir al menos una pena si eres visita en Nueva York y te están matando el hambre y pagándote todo estas gringas militantes tan beatas y comerciantes con su historia política. Cómo no simular educadamente que sueltas la emoción por esas caras de las fotos en blanco y negro, que podrían ser de una película antigua que nunca vimos. Esas fotos de los próceres gays como sacados de Woodstock, coronados de rosas y cintitas de colores en la ventana del Bar Stonewall, lo mismo que en toda la cuadra, lo mismo que en todo el barrio del Village, decorado como una torta con los atuendos de la moda coliza. Porque cuando te bajas del metro en Cristopher Strect, te encuentras de sopetón con una tonelada de músculos y físicoculturistas, en minishort, peladas y con aritos, las parejas de hombres en patines pasan de la mano sopladas por tu lado como si no te vieran. Y cómo te van a ver si uno es tan re fea y arrastra por el mundo su desnutrición de loca tercermundista. Cómo te van a dar pelota si uno lleva esta cara chilena asombrada frente a este Olimpo de homosexuales potentes y bien comidos que te miran con asco, como diciéndote: Te hacemos el favor de traerte, indiecita, a la catedral del orgullo gay. Y uno anda tan despistada en estos escenarios del Gran Mundo, mirando las tiendas llenas de fetiches sadomasoquistas, de clavos, alfileres de gancho y tornillos y pinches y, cuanta porquería metálica para torturarse el cutis. ¡Ay qué dolor! Qué susto ver en la esquina ese grupo Leader's con sus moros, bigotes, cueros, bototos y esa brutalidad fascista que te recuerdan las pandillas de machos que en Chile uno les hacia el quite, cruzaba la calle y caminaba tiesa fingiendo mirar a otro lado. Pero aquí en el Village, en la placita frente al Bar Stonewall, abunda esa potencia masculina que da pánico, que te empequeñece como una mosquita latina parada en este barrio del sexo rubio. En este sector de Manhattan, la zona rosa de Nueva York donde las cosas valen un ojo de la cara, el epicentro del tour comercial para los homosexuales con dólares que visitan la ciudad. Sobre todo en esta fiesta mundial en que la isla de Manhattan luce embanderada con todos los colores del arco-iris gay. Que más bien es uno solo, el blanco. Porque tal vez lo gay es blanco. Basta entrar en el Bar Stonewall, que siempre está de noche, para darse cuenta que la concurrencia es mayoritariamente clara, rubia y viril, como en esas cantinas de las películas de vaqueros. Y si por casualidad hay algún negro y alguna loca latina, es para que no digan que son antidemocráticos.

Por eso no me quedé mucho rato en el histórico barcito, una rápida ojeada y uno se da cuenta que no tiene nada que hacer allí que no pertenece al oro postal de la clásica estética musculada, que la ciudad de Nueva York tiene otros recovecos donde no sentirse tan extraño, otros bares más contaminados donde el alma latina salsea su canción territorial.


jueves, noviembre 10, 2005

"Atada a un granito de arena"

Apenas una toalla, unas gafas, un bronceador barato y un libro para pasar por culta. Para mirar sobre las páginas ese zoológico playero, esa colección de músculos desnutridos que nos ofrece el horizonte de nuestros balnearios populares. Pero aun así, los Apolos proletas nos deleitan con sus shorcitos y blue jeans cortados. Mostrándonos su cuerada mapuche, su pellejo morocho, casi al alcance de la mano, cuando saltan, juegan y brincan zangoloteando el racimo en nuestras narices. Como si no supieran que la loca está expuesta al infarto cardíaco ante tanta maravilla.

Más bien lo saben, y acentúan esos movimientos de pelvis al chutear la pelota. Se rascan y rascan las bolas sacudiéndose la arena, diciendo: Cómo te gustaría ser ese granito de arena enredado en la pendejada juvenil. Cómo te gustaría ser la gotita de mar que brilla suspendida en ese pelo del pubis. A punto de caer, a punto de resbalar ombligo abajo, vientre abajo, en busca de la anguila que duerme en los pliegues del traje de baño.

A veces sólo basta ofrecer un cigarro, una cerveza para refrescar la brasa solar. Preguntar: ¿Qué andaí haciendo? ¿No tenís donde quedarte? Entonces todo se hace fácil al saber que el péndex anda de vago por el litoral central. Que salió con lo puesto a carretearse la aventura del verano. Y sólo quiere que le paguen el vacilón de sus favores erectos. Así, el verano resplandece para la loca que venía solamente a vitrinear, y de pronto, casi sin quererlo, se encuentra con esta liquidación de temporada, tan barata, tan económica en las miles de acrobacias que le pide al chiquillo para complacer su lujuria, su delirio de sirena caliente que le da huasca al cabro toda la noche.

El verano coliza es para eso, sobre todo en Cartagena, donde se junta la manga de adolescentes vagabundos que buscan en las vacaciones una aventura peluda que contar. Un desvío gay para matar el hambre (dicen ellos). Una semana a cuerpo de rey, corriéndosele al cola cuando se pone cargante (insisten en mentir). Cuando le da por agarrarle las piernas quemadas y tirarle los cuentos (ellos le sacan la mano, dicen). Pero la verdad, es difícil detener la mano lagarta del billete. Esa mano peluda que paga las cuentas, las Coca-Colas en la arena, la de pisco en la noche, y las fichas de flipper y tata-taca en la terraza. Es difícil chantar esa mano hambrienta deslizándose bajo el blue jeans. Sobre todo al alba, cuando hace frío y el pendex está cansado de dormir en la arena mojada, con los pacos que andan como perros deteniendo a los mochileros. Cuando la pieza está calientita y todavía queda media botella de pisco para tomársela en la cama, justo antes que empiece la función. Para hacerse el leso, el curado que no sabe dónde lo mete. Pero el chico sabe y le gusta horadar ésa caverna submarina. Y en el fragor de esa tormenta, rodando entre las sábanas de vuelta y vuelta, ni sabe cómo en el descuido un mástil lo atraviesa de proa a popa, y a pesar del dolor, él se queda quietito gozando esa dureza (eso nunca lo va a contar).

Ya en la mañana, desrajado por angas y por mangas, el chico pide plata para el pasaje de regreso. Dice que está agotado de tanto experimentar. Que quiere volver a Santiago a ver a su familia, a juntarse con sus amigos de la esquina para contarles las peripecias de su filudo verano. También le da las gracias a la loca y le toca la mano cuando agarra la plata. Y la loca, con algo de culpa, lo ve marcharse tristemente desde la ventana, Lo mira caminar arqueado y con dificultad entre las lonas de colores que avivan la playa. Lo observa desaparecer sin mirar atrás, sin ni siquiera volver la cabeza. Como si deseara huir lejos y olvidarse de la noche anterior, cuando la esperma en olas de ese mar sodomita le arrebató de cuajo su secreto.

miércoles, noviembre 09, 2005

Carta a Liz Taylor (o esmeraldas egipcias para AZT)

Así, querida Liz, sin saber si esta carta irá a ser leída por el calipso de tus ojos. Y más aún, conociendo tu apretada agenda, me permito sumarme a la gran cantidad de sidosos que te escriben para solicitarte algo. Tal vez un rizo de tu pelo, un autógrafo, una blonda de tu enagua. No sé, cualquier cosa que permita morir sabiendo que tú recibiste el mensaje. El caso es que yo no quiero morir, ni recibir un autógrafo impreso, ni siquiera una foto tuya con Montgomery Cliff en El árbol de la vida. Nada de eso, solamente una esmeralda de tu corona de Cleopatra, que usaste en el film, que según supe eran verdaderas. Tan auténticas, que una sola podría alargarme la vida por unos años más, a puro AZT.

No quiero presionarte con lágrimas de maricocódrilo moribundo, tampoco despojarte de algo tan querido. Quizás, liberarte de esas gemas que cargan la maldición faraónica, y a la larga traen mala suerte, incitan a los ladrones a saquear tu casa. Y no es broma, tú recuerdas lo de Sharon Tate, no fue nada de gracioso. Además los pelambres del ambiente, las víboras diciendo que las joyas se te pierden en las arrugas. Que ya no te queda cuello con tanta zarandaja. Que una reina debe ser sobria, que a tu edad el esplendor de los rubíes compite con la celulitis. En fin, habiendo tanto hambriento tú te paseas de alhaja en alhaja. Que Julio Iglesias quedó turnio con tanto brillo. Que los cheques para la causa AIDS, que tú regalas con tanta devoción, se quedan enredados en los dedos que trafican la plaga. Y dicen que fíjate tú, esa piedad es pura pantalla, nada más que promoción, fíjate, como el símbolo para la campaña. Esa cintita roja que los maricas pobres la usan de plástico, seguro que fabricadas en Taiwan. Y las ricas de oro con rubíes, que más parece una horca, el lacito ese. Un detector para saber quién tiene el premio, tú sabes, la gente es tan peladora. Hasta han dicho que tú estás contagiada, por eso la baja de peso. Basta mirar las fotos de hace algunos años, no había modelito que te entrara. Y ahora tanto amor con los homosexuales sidosos. Tanto cariño por ese Jackson, el Cristo pop que canta: «Dejad que los niños vengan a mí.» Mira tú, de dónde tanta adhesión. Tanto amor con los maricas, como la Liza Minelli, la Barbara Streisand y la María Félix. Todas esas estrellas que amamantan a las locas como perritos regalones. Como sí los maricas fueran adornos de uso coqueto. Como si fueran la joya del Nilo o el último fulgor de una Atlántida sumergida. Mira tú, y sin embargo, con las lesbianas ni pío. Cuando debiera ser al revés, dicen ellas. Primero la solidaridad por casa, y luego las locas. Hasta les tienen un apodo en New York a las ricas y famosas que andan para arriba y para abajo con sus modistos y peluqueros.

Yo creo Liz que es pura pica, nada más que envidia. Además, los colas tenemos corazón de estrella y alma de platino, por eso la cercanía. Por eso la confianza que tengo contigo para pedirte este favor. Si es que tú quieres, sí no te importa mucho. Te estaré eternamente agrade-sida. Acuérdate, una esmeralda chiquitita, de pocos kilates, que no se note mucho cuando la saquen de la corona. Total, tú tienes esas turquesas para mirar que opacan cualquier resplandor. Yo soy de Chile, mándamela a la dirección del remitente. Tú no conoces este país, dicen que, hay mucha plata, pero no se ve por ningún lado.

Tu admirador, for ever.

Nalgas lycra, Sodoma disco

Al borde de la Alameda, casi topándose con la iglesia colonial de San Francisco, la disco gay luce su ala meada en el neón fucsia que chispea el pecado festivo. La invitación a bajar los peldaños y sumergirse en el horno multicolor de la fiebre-music que gotea la pista. Allí la maricada desciende la amplia escalera de medio lado, como diosas de un Olimpo Mapuche. Altaneras, en la quebrada del paso que parece no tocar la hilachenta alfombra. Soberbias, en el gesto displicente de acomodarse las pinzas del pantalón recién planchado. Casi reinas, si no fuera por esos hilvanes rojos de la basta apurada. Casi estrellas, de no ser por la marca falsa del jeans tatuada a media nalga.

Algunas casi jóvenes, en la ropa sport clara y las zapatillas Adidas, envueltas en la primavera color pastel y ese rubor prestado del colorete. Casi chiquillas, a no ser por la cara plisada y esas ojeras de espanto. Apuradamente felices, llegan cotorreando cada noche a la catedral dancing, instalada en un subterráneo que ocupaba un cine de Santiago, donde quedaron los frisos etruscos en dorado y negro, las columnas helénicas y ese tufo a felpa mojada que pega fuerte cuando se cruza la puerta donde un hombrón controla el ingreso. En ese lugar, los cafiches revolotean en torno a los gays para que les paguen la entrada. «Adentro nos arreglamos», susurran en las orejas con aritos. Pero los gays saben que una vez adentro, «si te he visto, no me acuerdo», porque el taxi-boy se va de hacha al bar, donde las abuelas exhiben su alcancía tintineando en el hielo del whisky importado.

La barra de una disco gay es el lugar de los encuentros, el sitio más iluminado para reconocer a la bruja que se creía bajo tierra, como raíz de un filodendro sidoso. La misma que se lloró con lágrimas de zafiro, perdonándole todas sus malas artes, los escupos en el trago, los condones rotos, los exámenes AIDS falsificados de positivos, que llevaron al suicidio a varias depre-sidas. Sus artimañas para contagiar A medio Santiago porque no quería irse sola. «Es que tengo tantas amigas», decía. La misma perversa de regreso, más viva que nunca, riéndose luciférica con el trago en la mano.

Aquí corren los gin tónica, los pisco soda, los pisco sida, las piscolas o locas pisco entonando, el «Desesperada», de Martita Sánchez, que enloquece a las nenas disco. Las chicas short, que llegan al bar sofocadas pidiendo agua con hielo, empujando al oficinista de corbata que, preocupado, mira la entrada por si aparece un compañero de trabajo.

El bar de la disco es para cruzar miradas y exhibir la oferta erótica en las marcas de la ropa preferida. Las pintas de segunda, mano que ofrece la ropa americana. Así, el bordado Levis asegura una cola de lujo, un par de nalgas vaqueras infladas por la moda-, fibrosas en el gesto tenso.de apoyar los cachetes en la barra. Casi masculinas, si no fuera por la costura del jeans hundida en el tajo azulado. De no ser por el planchado y ese olor soft a detergente. A demasiada limpieza, como dando disculpas por ser así, explicando la homosexualidad en el borlado aroma que enmarca los gestos. Si no fuera por esa, nube densa del perfume coliza; la adicción por el Paloma Picasso, el Obsession for men de Calvin Klein, el Orfeo Rosa de Paco Colibrí. Si no fuera por todos esos nombres que emanan del aeróbico sopor, pasarían por hombres heterosexuales demasiado amigos, por machitos borrachos baboseando al compadre. Si no fuera por ese «Ay niña yo te dije», «Ay Chela te lo merecías por bruja», «Ay sí sí», «Ay sí no». Si no fuera por el «Ay» que encabeza y decapita cada frase, podrían verse sumados a la masa social de cualquier discothéque, que viste mezclilla y polera blanca con el caimancito mordiendo la tetilla.

Quizás, aunque la disco gay existe en Chile desde los setenta, y solamente en los ochenta se institucionaliza como escenario de la causa gay que reproduce el modelo Travolta sólo para hombres. Así, los templos homo-dance reúnen el gueto con más éxito que la militancia política, imponiendo estilos de vida y una filosofía de camuflaje viril que va uniformando, a través de la moda, la diversidad de las homosexualidades locales. Si no fuera que aún sobrevive un folclor mariposón que decora la cultura horno, delirios de faraonas que aletean en los espejos de la disco. Ese Last Dance que estrella los últimos suspiros de una loca sombreada por el sida. Si no fuera por eso, por esa brasa de la fiesta cola que el mercado gay consume con su negocio de músculos transpirados. Acaso sólo esa chispa ese humor, ese argot, sean una distancia politizable. Un leve pétalo huacho olvidado en medio de la pista, cuando el alba apaga la música, y las risas se confunden con el tráfico de la Alameda, en el pálido regreso a la rutina ciudadanal.

martes, noviembre 08, 2005

El último beso de Loba Lamar (crespones de seda en mi despedida... por favor)

Ingenio de cola y astucia callejera tuvo ella para lucir ese nombre, esa chapa de vodevil portuario que coronaba la pista al ser anunciada por el animador. Al retumbar el mambo número ocho los clarines, el pestañazo sangrado de los focos, y las palmas aplaudiéndola. Esas manos cacheteando su poto flaco de hombre tiritando al son de los tambores.

Quizás se puso Loba Lamar por el cochambre mojado de su piel oscura, por el luche aceituno de su pellejo estrujado por los marineros. Pero Loba Lamar también era otra cosa; una lágrima de lamé negro, un rescoldo pisoteado del África travesti, un brillo opaco entre las luces del puerto, cuando volviendo sobre sus pasos a la pieza de mala muerte tropezaba en las escaleras rodando por los peldaños, entre carcajadas ebrias y un penetrante olor azuceno. Era difícil mantenerse en pie a esa hora, después de haberse mambeado la noche con esos tacoajugas imprescindibles. Después de aguantar el mareo del sida, nublándola, confundiendo el cielo con él mar, que a ratos salpicaba las olas con un vértigo de estrellas. Entones, la Loba creía que todo había terminado así de rápido, así sin dolor, así de pronto la muerte sidada era un paso en falso en medio de la pista, un caminito de chispas sobre el mar Caribe un pasaje al otro mundo. Una luna en el agua, arrastrada por el vaivén tropical y sin retorno de la epidemia. Pero siempre el despertar la encontraba donde mismo, saltando de lucero en lucero, y el paso en falso no era la muerte, más bien, un pálido regreso a su indigencia de loca sin gloria.

La Loba nunca entendió bien lo que era ser portadora, por suerte, si no, el sida se la hubiese llevado más rápido, por un tobogán depresivo. La Lobita no tenía cabeza para relacionar el drama de la enfermedad con el positivo del examen. Ella creía que todo estaba bien, no había cómo convencerla de que ese visto bueno era un desahucio. Y aunque giraba y giraba el papel médico entre los dedos, no le entraba en la cabeza ese ejercicio matemático de invertir el más por el menos. Su cabecita de pájara nunca dejó entrar la aritmética, jamás se ordenó en cuadritos de sumas y restas. Ella siempre fue una loca porra, negada para el estudio y para entender problemas de conjunto en el colegio. Que el más menos da negativo, o el menos más da positivo, a la chucha los números, a la cresta la vida. Y si estoy premiada, este papel no me va a convencer, decía.

A la Lobíta nunca la vimos triste, pero igual una nube turbia le entró en el mate. Por eso guardó el examen y respiró hondo hasta consumir el aire viciado de la pieza. Se tragó de un suspiró todo el mal olor hasta alterar la gravedad de la noticia. Después fue hasta la ventana y la abrió sobre el óxido de los techos marinos. Tomó uno de sus mechones desvaídos de color por la tintura barata y lo arrancó con un sonido de papel rasgado. Lo miró relampaguear cobrizo por un rayo de sol que pegaba en el vidrio, y lo dejó ir, flotando en el aire de plumas que amortiguaba la tarde.

La lobita nunca se dejó estropear por el demacre de la plaga, entre más amarillenta, más colorete, entre más ojeras, más tornasol de ojos. Nunca se dejó estar, ni siquiera los últimos meses, que era un hilo de cuerpo, los cachetes pegados al hueso, el cráneo brillante con una leve pelusa. Y ahí la veíamos torneada por el sol «aunque es invierno en mi corazón», repetía incansable en su show de doblete, cuando la fatiga no le permitía el baile.

Para nosotras, las locas que compartíamos la pieza, la Loba tenía pacto con Satanás. ¿Cómo va a durar tanto? ¿Cómo se ve bonita a pesar que se deshoja de costras? ¿Cómo, cómo y cómo? Sin AZT, a puro pulso la linda, a puro ánimo la cola resiste tanto. Era el sol, el buen tiempo, el calor. Por qué aguantó como una guinda todo el verano, todo el otoño que fue tibiecito, y al llegar el invierno, al llover la salmuera entumida de la garúa porteña, recién dio síntomas de despedida. Cayó al catre de una vez y para siempre. Y ahí empezó el calvario.

La Lobita, después del examen, nunca quiso que la lleváramos al doctor. Son parientes de los sepultureros, decía. Tampoco soportaba esos centros de ayuda a los enfermos. Parecen campos de concentración para leprosos Como en la película Ben-Hur, la única que había visto en su vida. Y recordaba clarita la parte cuando el joven va buscar a su madre y hermana al leprosario. Y ellas se esconden, no dejan que el joven las vea así, despellejada cayéndosele la carne a pedazos. Porque ellas habían sic preciosas, regias, tan lindas, tan lindas, pero nunca tan como Loba Lamar, deliraba la loca noches enteras contando la misma película. Ardiendo en fiebre, se juraba en galera romana junto a Ben-Hur. Y nos hacía remar a todas encaramadas en el catre que amenazaba hundirse, cuando las olas calientes de la temperatura la hacían gritar: ¡Atención rameras del remo! ¡Adelante maracas del mambo!

Teníamos que turnarnos para cuidarla, para poto como a una guagua. Éramos sus nanas, sus enfermeras sus cocineras, la tropa de esclavas que la linda mandoneaba con sus aires de Cleopatra. Tuvimos tanta paciencia con la Loba, que contábamos hasta veinte, veinte veces para no apretarle el cogote. Para que se callara y nos dejara dormir un poquito. Al menos una hora, en todas esas insomnes noches que duró su larga agonía. Su demencial estado de reina moribunda que no quería estirar la pata, que se le ocurría cada cosa, cada excéntrico antojo. A medianoche, en pleno invierno, lloviendo, quería comer duraznos frescos. Y partíamos las tontas juntando las chauchas, a todo aguacero, mojadas como diucas por las calles desiertas, preguntando, despertando a todos los almaceneros del puerto, subiendo y bajando cerros hasta encontrar un tarro de la fruta. Y cuando llegábamos, estilando como perras, la Loba nos tiraba el tarro por la cabeza porque ya se le había pasado ese deseo. Ahora quería helado de naranjas. ¿De naranjas? ¿No puede ser de otra cosa niña? En Chile no se hacen helados de naranjas, Lobita entiende. Pero ella insistía en que tenía que ser de naranjas, amenazando con morirse ahí mismo si no le llegaba el perfume agridulce de esa fruta en primavera. Y en pleno junio, las locas escarchadas de frío, volvían a salir a la intemperie hasta conseguirle el helado donde un argentino malas pulgas, que después de llorarle el tango de la mamacita agónica, accedía a venderles un barquillo. Y ni aun así la Lobita podía dormir, ahora pensando en la carne rosada del melón veraniego. ¡Ay! suspiraba la marica por el dulzor calameño, como si temiera no llegar viva a enero. Como si no quisiera irse con ese deseo frustrado que le secaba la boca. Porque en el infierno no debe haber duraznos, ni naranjas, ni melones. Y tanto calor debe dar una sed.

¡Ay!, esclavas de Egipto, tráiganme melones, uvas y papayas, deliraba la pobrecita despertando a toda la casa de pensión con sus gritos de embarazada real. Como si la enfermedad en su holocausto se hubiera convertido en preñez de luto, invirtiendo muerte por vida, agonía por gestación. El sida, para la Loba trastornada, se habla transformado en promesa de vida, imaginándose portadora de un bebé incubado en su ano por el semen fatal de ese amor perdido. Ese príncipe de Judea llamado Ben-Hur, que le había plantado la fruta una noche de galera romana, y después, al alba, se habla marchado dejándola preñada de naufragio.

Así, noche tras noche la olamos llamarlo, y tratábamos de complacerla en sus antojos de Loba parturienta. Porque después le dio por preparar el ajuar del príncipe que iba a dar a luz. Nos puso a todas a tejer chales y gorritos y chalequitos y botines para su nene. Nos hacía cantarle canciones de cuna y mecerla, abanicándola con plumas, como si en verdad fuéramos esclavas de Nefertiti en gestación. En algún minuto, agotadas de cansancio, nos lograba meter su película convenciéndonos tanto, que todas llegamos a creer que se producirla el alumbramiento. Por eso las locas atinaban a levantarse a todo frío, estornudando, escuchándole sus fantasías de siquiátrico, sus últimos devaneos, su vocecita estrangulada por la tos, cada vez más apagada, pero siempre dando alaridos de órdenes. Todavía altanera, abría la boca como un hipopótamo del Nilo y se quedaba muda con su mandato faraónico de par en par. Y nosotras allí sentadas esperando, tapando los espejos para que la Loba no regresara a buscar su imagen. Rogando, pidiendo, suplicando que llegara pronto el avión de ninguna parte. Enjugándole el sudor, rezando avemarías y rosarios colas como música de fondo. Todas allí, más pálidas y temblorosas que la misma Lobita, esperando el minuto, el segundo que partiera la loca y se acabara el suplicio. Toda la santa noche mirándole su cara que en realidad se puso hermosa. Como una azucena negra la piel de seda relampagueó en ese abismo. Como un cisne de oscuro nácar su cuello drapeado se dobló como una cinta. Entonces, por la ventana abierta entró un chiflón como témpano de tumba. La Loba quiso decir algo, llamar a alguien, modular un aullido en el gesto tenso de sus labios. Abrió los ojos desorbitados, tratando de llevarse esa fotopostal del mundo. Todas la vimos aletear con desespero para no ser tragada por la sombra. Todas sentimos ese hielo que nos dejó tiesas sin poder hacer nada, sin poder dejar de mirar a la Lobita que quedó dura, con las fauces tan abiertas sin poder sacar el grito. Nos quedamos como tontas asomadas al zaguán de su boca, tan abierta como un abismo, tan abierta como un pozo negro donde apenas asomaba su lengua parlotera. Su boca sin fondo, su boca paralizada en la «a» gigante de esa ópera silenciosa. Su bella boca descerrajada como un túnel, como una alcantarilla que se había llevado a la Lobita en las aguas cochinas de ese remolino siniestro. Y entonces recién reaccionamos, recién corrimos al borde de esa zanja gritándole para adentro: No te mueras Lobita linda. No nos dejes preciosa.. Sollozábamos asomadas a su garganta, metiendo las manos en esa oscuridad para agarrarla del pelo en su caída. Todas juntas haciendo fuerzas para alcanzarla, para tirarla de regreso a la vida. Tomándole las manos, friccionándole los pies, zamarreándola, abrazándola, cubriéndola de besos los colas lloraban, los colas se reían neuróticos, los colas traían agua, empujándose, sin saber qué hacer, ni cómo atender a esa visita tan inoportuna de la señora muerte.

Y en ese río de llantos vimos partir a nuestra amiga, en el avión del sida que se la llevó al cielo boquiabierta. No puede irse así la pobrecita, dijeron las locas ya más tranquilas. No puede quedar con ese hocico de rana hambrienta, ella tan divina, tan preocupada del gesto y de la pose. Loba Lamar debe permanecer en el recuerdo diva por siempre. Hay que hacer algo rápido. Traigan un pañuelo para cerrarle la boca antes que se agarrote. Un pañuelo bien grande que alcance para subirle el mentón y amarrarlo en la cabeza. Amarillo no tonta porque es desprecio. A lunares tampoco porque parece mosca pop, y la Lobita nunca se lo hubiera puesto. Verde menos porque odiaba a los pacos. Celeste jamás, es de guagua prematura. A ver ese de gasa azulina con hilos dorados, ese mismo que estai escondiendo, maricón cagao con tu amiga muerta. Éste sí le queda regio y alcanza a sujetarle las mandíbulas antes que se ponga tiesa. Anudado en la frente por favor no, que esas puntas se ven como orejas de conejo y parece Bugs Bunny la pobrecita. Tampoco le dejen la rosa en el cuello, como si fuera una campesina rusa o como Heidi. Más bien al costado, cerca de la oreja, como lo usaba la Lola Flores, la Faraona, que a ella le gustaba tanto. Bien apretado el nudo, aunque le cruja la jeta, para dejársela bien cerrada por lo menos una hora, hasta que cuaje y se endurezca. Pero al cabo de una hora, mientras las locas bañaban el cadáver con leche y almidones de reina babilónica. Mientras embetunaban el cuerpo con cera depilatoria hirviendo para dejarlo tan lampiño como teta de monja. Al tiempo que una le hacía la manicure pegándole caracoles y conchitas moluscas como uñas postizas, otra le aserruchaba los juanetes y callos, descamándole el piñén calcáreo de las patas. Porque usted mijita era como Cristo, que caminaba sobre el mar sin tocar el agua. Usted pochocha no era tan negra, era floja la cochinilla que le hacía asco al jabón y sólo sabía pintarse y se perfumaba encima de la mugre, decían las locas escobillando con cloro a la Lobita, que se fue poniendo rígida a medida que le depilaban las cejas y le encrespaban las pestañas con una cuchara caliente. Entonces, le sacaron la amarra de la cara para maquillarla, y felices se dieron cuenta que la presión del pañuelo en la barbilla le había cerrado la boca tan hermética como una cripta. Pero al tensarse el músculo facial, los labios apretados de la Loba comenzaron a dibujar la macabra risa post mortem. Ay no, gritó una de las locas, mi amiga no puede quedar así, con esa mueca de vampiro. Hay que hacer algo. Traigan toallas calientes para ablandarla. Casi hirviendo, total la pobrecita ya no siente. Pero al calor de los trapos el nervio maxilar se encrespó como un resorte y los labios de la Loba se entreabrieron en una carcajada siniestra. Parece que lo hace a propósito la chistosa, refunfuñó la Tora, una loca maciza que había sido luchador en su juventud. Déjenmela a mí. Y todas nos quedamos mudas porque cuando la Tora se enojaba era cosa seria. Sólo atinamos a sugerirle que lo hiciera con cariño. Fíjate niña que la Lobita es tan enclenque. No se preocupen, dijo la Tora bufando, a mí no me la va a ganar. Entonces la vimos desaparecer y volvió enfundada en su traje de lucha libre, con la capa escarlata y la máscara de diablo que le había valido el título de «Luzbel, la llama invencible». Luego la Tora dio unos cuantos saltos, hizo un par de tiburones y nos pidió que la aplaudiéramos. Y en medio de esa algarabía de plaza andaluza, la Tora se puso seria, cortó los gritos con un shit de silencio para concentrarse. No volaba una mosca cuando se arrodilló a los pies de la cama y se persignó ritualmente como lo hacía antes de iniciar el combate. Y de un brinco se encaramó sobre el cadáver agarrándolo a charchazos. Paf, paf, sonaban los bofetones de la Tora hasta dejarle la cara como puré de papas. Entonces, levantó su manaza, y con el pulgar y el índice le apretó fuerte los cachetes a la Loba hasta ponerle la boquita como un rosón silbando. Chúpese de muelas mijita, chúpese de muelas como la Marilyn Monroe le decía, dejándola con ese gesto por mucho rato.

Casi una hora le tuvo los pómulos apretados con esa tenaza. Hasta que la carne volvió a tomar su fúnebre rigidez. Sólo entonces la soltó, y todas pudimos ver el maravilloso resultado de esa artesanía necrófila. Nos quedamos con el corazón en la mano, todas emocionadas mirando a la Loba con su trompita chupona tirándonos un beso. Habrá que taparle los moretones, dijo alguna sacando su polvera Angel Face. ¿Y para qué? Si el rosa pálido combina bien con el lila cerezo.


La muerte de Madonna

Fue la primera que se pegó el misterio en el barrio San Camilo. Por aquí, casi todas las travestis están infectadas, pero los clientes vienen igual, parece que más les gusta, por eso tiran sin condón.

Ella sola se puso Madonna, antes tenía otro nombre. Pero cuándo la vio por la tele se enamoró de la gringa, casi se volvió loca imitándola, copiando sus gestos, su risa, su forma de moverse. La Madonna tenía cara de mapuche, era de Temuco, por eso nosotros la molestábamos, le decíamos Madonna Peñi, Madonna Curilagüe, Madonna Pitrufquén. Pero ella no se enojaba, a lo mejor por eso se tiñó el pelo rubio, rubio, casi blanco. Pero ya el misterio le había debilitado las mechas. Con el agua oxigenada se le quemaron las raíces y el cepillo quedaba lleno de pelos. Se le cala a mechones. Nosotros le decíamos que parecía perra tiñosa, pero nunca quiso usar peluca. Ni siquiera la hermosa peluca platinada que le regalamos para la Pascua, que nos costó tan cara, que todos los travestis le compramos en el centro juntando las chauchas, peso a peso durante meses. Solamente para que la linda volviera a trabajar y se le pasara la depre. Pero ella, orgullosa, nos dio las gracias con lágrimas en los ojos, la apretó en su corazón y dijo que las estrellas no podían aceptar ese tipo de obsequios

Antes del misterio, tenía un pelo tan lindo la diabla, se lo lavaba todos los días y se sentaba en la puerta peinándose hasta que se le secaba. Nosotros le decíamos: Éntrate niña, que va a pasar la comisión, pero ella, como si lloviera. Nunca le tuvo miedo a los pacos. Se les paraba bien altanera la loca, les gritaba que era una artista, y no una asesina como ellos. Entonces le daban duro, la apaleaban hasta dejarla tirada en la vereda y la loca no se callaba, seguía gritándoles hasta que desaparecía el furgón. La dejaban como membrillo corcho, llena de moretones en la espalda, en los riñones, en la cara. Grandes hematomas que no se podían tapar con maquillaje. Pero ella se reía. Me pegan porque me quieren, decía con esos dientes de perla que se le fueron cayendo de a uno. Después ya -no quiso reírse más, le dio por el trago, se lo tomaba todo hasta quedar tirada y borracha que daba pena.

Sin pelo ni dientes, ya no era la misma Madonna que tanto nos hacía reír cuando no venían clientes. Nos pasábamos las noches en la puerta, cagadas de frío haciendo chistes. Y ella imitando a la Madonna con el pedazo de falda, que era un chaleco beatle que le quedaba largo. Un chaleco canutón, de lana con lamé, de esos que venden en la ropa americana. Ella se lo arremangaba con un cinturón y le quedaba una regia minifalda. Tan creativa la cola, de cualquier trapo inventaba un vestido.

Cuando se puso la silicona le dio por los escotes. Los clientes se volvían locos cuando ella les ponía las tetas en la ventana del auto. Y parece que veían a la verdadera Madonna diciendo: Mister, lovmi plis.

Ella se sabía todas las canciones, pero no tenía idea lo que decían. Repetía como lora las frases en inglés, poniéndole el encanto de su cosecha analfabeta. Ni falta hacía saber lo que significaban los alaridos de la rucia. Su boca de cereza modulaba tan bien los tuyú, los miplís, los rimernber lovmi. Cerrando los ojos, ella era la Madonna, y no bastaba tener mucha imaginación para ver el duplicado mapuche casi perfecto. Eran miles de recortes de la estrella que empapelaban su pieza. Miles de pedazos de su cuerpo que armaban el firmamento de la loca. Todo un mundo de periódicos y papeles colorinches para tapar las grietas, para empapelar con guiños y besos Monroe las manchas de humedad, los dedos con sangre limpiados en la muralla, las marcas de ese rouge violento cubierto con retazos del jet set que rodeaba a la cantante. Así, mil Madonnas revoloteaban a la luz cagada de moscas que amarilleaba la pieza, reiteraciones de la misma imagen infinita, de todas formas, de todos los tamaños, de todas las edades; la estrella volvía a revivir en el terciopelo enamorado del ojo coliza. Hasta el final, cuando no pudo levantarse, cuando el sida la tumbó en el colchón hediondo de la cama. Lo único que pidió cuando estuvo en las despedidas fue escuchar un cassette de Madonna y que le pusieran su foto en el pecho.

Nemesio Antúnez y Madonna

Seguramente entonces, por allá en los años ochenta, cuando el arte corporal era el boom de la cultura chilena. Cuando el cuerpo expuesto podía representar y denunciar los atropellos de la dictadura. Quizás, en ese alambrado marco cultura nadie hubiera imaginado que la metáfora «LO QUE EL SIDA SE LLEVÓ» se coagularía en varios de los personajes que participaron de aquella acción de arte en la calle San Camilo. Un perdido reducto del travestismo prostibular que desaparecía en Santiago.

La intervención escenografíaba un homenaje, una estrellada nocturna desplegada en el cemento sucio. Una parodia de Broadways en el barro de la sodomía latinoamericana.

Las estrellas, pintadas en positivo y negativo, reafirmaban la poética del título de la acción «LO QUE EL SIDA SE LLEVÓ». El montaje hollywoodense de los, focos y cámaras de filmación, las travestis más bellas que nunca, engalanadas para la premier, posando a la prensa alternativa, mostrando la silicona recién estrenada de sus pechos. Todo el barrio deslumbrado por el fulgor de los flashes. Y toda la resistencia cultural en dictadura, políticos artistas, teóricos del arte, fotógrafos y camarógrafos sapeando la performance de «Las Yeguas del Apocalipsis», que regaron de estrellas el paseo comercial del sexo travesti.

Así, el barrio pobre por una noche se soñó teatro chino y vereda tropical del set cinematográfico. Un Malibú de latas donde el universo de las divas se espejeaba en el cotidiano tercermundista. Calle de espejos rotos, donde el espejismo enmarcado por las estrellas del suelo, recogía la mascarada errante del puterío anal santiaguino.

Allí la Madonna fue la más fotografiada, no por bella, sino más bien por la picardía tramposa de sus gestos. Por ese halo sentimental que coronaba sus muecas, sus contorsiones de cuerpo mutante que se reparte generoso a las llamaradas de los fotógrafos.

Fue la única que se la creyó del todo estampando sus manos gruesas en la cara del asfalto. La única que eligió a una camarógrafa mujer para que la videara. La única que le posó desnuda bajo la ducha. Tal como dios la echó al mundo, pero ocultando la vergüenza del miembro entre las nalgas. El candado chino del mundo travesti, que simula una vagina echándose el racimo para atrás. Una cirugía artesanal que a simple vista convence, que pasa por la timidez femenina de los muslos apretados. Pero a la larga, con tanto foco y calor, con ese narciso tibio a las puertas del meollo, el truco se suelta como un elástico nervioso, como un péndulo sorpresa que desborda la pose virginal, quedando registrado en video el fraude quirúrgico de la diosa.

Pasó el tiempo, vinieron los cambios políticos y la democracia organizó la primera muestra oficial del arte negado por la dictadura. El Museo Nacional de Bellas Artes y su repuesto director, Nemesio Antúnez, dieron el vamos al Museo Abierto, una gran muestra plástica que abarcaba todos los géneros, incluyendo la performance, la fotografía y el video.

Una de las salas del edificio se habilitó para exhibir las producciones de los videístas, y fue numeroso el público que repletó el espacio de libertad creativa propuesto por Nemesio Antúnez. La exposición no tenía censura previa, por lo que la Madonna de San Camilo pasó colada en el video «Casa Particular», que Gloria Camiruaga había realizado con las «Yeguas del Apocalipsis» en la calle travesti. Solamente a mediodía, cuando los colegios visitan los museos con su algarabía revoltosa, en ese tiempo libre que la educación destina al arte, una patrulla scout de niños ecológicos se instaló con su jefe Daniel Boom en la sala de videos para culturizar sus prácticas de salvataje. Y tras correr y correr las cintas testimoniales, las películas lateras de los videistas que quieren ser cineastas, las escenas intelectuales y narrativas del nuevo video pop, y tanto, tanto sopor de los cabros chicos obligados a gozar el arte. En medio de esa clase aburrida, la pantalla se ilumina con, el cuerpo desnudo de la Madonna y estallan en aplausos los críos, sobre todo los más grandecitos. Hasta el instructor Daniel Boom se puso lentes para seguir el paneo de la cámara por el cuerpo depilado de la loca; su perfil nativo, sus hombros helénicos, apretados en el gesto tímido de la ninfa, sus pequeños pezones abultados al juntar los brazos. Y los brazos, y su estómago plano donde la cámara resbala como en un tobogán. Y todos acezantes, los péndex agarrándose sus tulitas verdes. Los más grandecitos sofocados por la excitación de la cámara bajando en silencio por esa piel del vientre. Los pantalones cortos de los scouts levantando la carpa del marrueco, casi al mismo tiempo que el ojo de la pantalla aterriza en los pastizales púbicos. Todos en silencio, apretados de silencio, pegados a la imagen recorriendo esa selva oscura, ese pliegue falso, esa hendidura de la Madonna conteniendo el aliento, sujetándose la próstata entre las nalgas, simulando una venus pudorosa para las bellas artes, para la cámara que hurga intrusa sus partes pudendas. Entonces, el elástico se suelta y un falo porfiado desborda la pantalla. Casi le pega en la nariz al jefe de brigada. Y en un momento todo es risa y aplausos de los péndex, todo es sorpresa cuando el desborde genital, de la Madonna se convierte en un grito morse que escandalea la sala. Todo es fiesta cuando la sala se repleta de otros escolares que visitaban el museo, tocándose, jugando a los agarrones, viendo una y otra vez la rápida metamorfosis, la repetición incansable del video reiterado en la cinta. Todo es emergencia para los empleados del museo tratando de cortar la película. Para el jefe de los scouts gritando que pararan esa obscenidad, ese escándalo sin nombre para los menores que se apretaban la guata riendo. Y una y otra vez el miembro reventaba la imagen. Una y otra vez la Madonna mostrando el truco, la verga travesti que campaneaba como un péndulo llamando a todo el museo, haciendo que corrieran las secretarias y auxiliares hasta la sala, provocando tanto despelote, tanto grito de los profesores y del jefe scout tocando el pito, vociferando que cortaran esa suciedad, que eso no era arte, eso era pornografía, pura mugre libertina que desprestigiaba a la democracia. Que cómo el director, el respetado Nemesio Antúnez, había permitido la exhibición. Que alguien lo llamara para que se hiciera responsable del bochorno. Porque sólo él podía dar la orden de parar la cinta. Entonces llegó Nemesio, que nunca habla visto el video, y después de conocer a la Madonna con su títere juguetón, dio orden de cortar la cinta. Y dando disculpas, dijo que en ese caso era aplicable la censura.

Tal vez la Madonna de San Camilo nunca supo del problema que le costó a Nemesio Antúnez un, tirón de orejas del presidente. Nunca supo de las canas verdes que le hizo salir a Nemesio asediado por los periodistas preguntando: ¿Por qué la censura ahora que estamos en democracia? Jamás supo que su inocente performance provocó una serie de expulsiones de otros artistas destapados que habían pasado piola. Además las críticas de la derecha, siempre dispuesta a remoralizar cualquier desborde de la naciente democracia. La Madonna nunca supo nada, ella estaba lejos del aparataje cultural cosiendo sus encajes minifalderos para deslumbrar a su anónimo transeúnte. Se pasaba las tardes pegando lentejuelas al ruedo vaporoso que arrepollaba sus caderas. Probándose cada blonda en el vaivén de ir a la esquina a comprar un cigarro suelto. Allí en el kiosco de diarios, vio la noticia, y supo de la gira de Madonna por Latinoamérica. Supo que vendría a Chile con un rebaño de Boeing que cargarían la estruendosa superproducción de la cantante. Desde entonces no habló de otra cosa. Voy a ser su amiga, decía cuando me vea sabrá que nacimos una para la otra. Hasta es posible que hagamos un show juntas, o me elija como su doble para las entrevistas. Y tantas cosas que tiene que hacer cansada la pobrecita. Tantas giras, tanto avión, tanto hombre siguiéndola después de los conciertos. Yo sería como su amiga intima, su secretaria, su confidente que la mandaría a dormir sin pastillas Un baño tibio con eucaliptus, una agüita de toronjil, un masaje en los pies contándole mi vida, y al final terminaríamos roncando juntas en su enorme cama de raso negro.

Quizás si Madonna hubiera conocido tales sueños, si le hubiera llegado al menos una de sus cartas, habría extendido su gira hasta este fin de mundo. Pero los Boeing nunca atravesaron la cordillera, sólo llegaron hasta Buenos Aires, donde el escándalo de la diva sacó roncha en la moral transandina. Por eso los ecos de aquella actuación motivaron la clausura de su show en Chile. Según las autoridades no hubo censura, solamente que «no había auspiciadores para Madonna en este país». Así todos supieron que detrás de esta blanca excusa había operado la mano enguantada de la moral, desviando la comitiva de la diosa sexy de regreso al primer mundo.

La Madonna de San Camilo nunca se repuso del dolor causado por esta frustración, y la sombra del sida se apoderó de sus ojeras enterrándola en un agujero de fracasos. Desde ese momento, su escaso pelo albino fue pelechando en una nevada de plumas que esparcía por la vereda cuando patinaba sin ganas, cuando se paraba en los tacoagujas toda desabrida, a medio pintar, sujetándose con la lengua los dientes sueltos cuando preguntaba en la ventana de un auto: ¿Míster, yu lovrni?

Y así, finalizando su espectáculo, cerró los ojos, como un cortinaje pesado de rímel que cae en el estruendo los aplausos. El último dance queda interrupto. Bruscamente cortada la respiración, el motor del pecho es un auto sport detenido en la costanera francesa. La boca entreabierta, apenas rosada por el plumaje del ocaso, es un beso volando tras el lente que nunca imprimió la última copia de Madonna, la última caricia de su mejilla damasco, apoyada en el hombro salpicado de brillos que estrellan su noche lunar. Desmadejada por dentro, la de cuerpo es tina sombra minifalda como un flaco favor la contextura elástica de la diva. Nadie podría ser pareja de su dancing, girando sola más allá de nuestros ojos, despidiéndose en el aeropuerto quemada por los flashes, divinizada por tanta foto que la descalza en las poses, como muñeca mecano que se reparte múltiple hasta el infinito. Nadie podría alcanzarla, bajando la escalera en retirada al campanazo de la medianoche, esparciendo sus tacoaltos en los peldaños de plata. Fugándose prisionera de la farsa, huérfana de sí misma y huérfana de la Monroe, que irónica en el cartel original, retorna a las dos Madonnas al barrio sucio. Quizás el único lugar donde pudieron encontrarse, compartiendo un chicle, entonando alguna canción, o intercambiando secretos de tinturas para el pelo.