"Biblia rosa y sin estrellas" (la balada del rock homosexual)
Seguramente la relación rock y homosexualidad es evidente cuando vemos los videoclips donde Freddy Mercury aparece a todo gas, a toda voz cantando «We are the champions». Lástima que sólo es una canción, una balada hermosa que intenta configurar un espacio gay en el pesado y agreste mundo rockero. Entonces a Freddy ya se le notaba cierta aureola de fracaso, ya nunca sería campeón, porque la cinta de su voz estaba cortada a medio show, a medio concert la noticia de la estrella sidada remeció los estadios donde la banda gorgoreaba su espectáculo. Había que reconocer entonces que rock, homosexualidad y sida se daban la mano. De allí en adelante el grupo Queen pasaría a la enciclopedia rockera, manchando sus páginas con la saliva amarga de la epidemia. No era el primero, tampoco el último, pero su famosa muerte abriría la cortina sodomita del rock concert.
Cuando Ney Mattogrosso, la loca más fulgurante del gay carioca, inauguró el primer Rock in Río, pareció establecerse un precedente. La homosexualidad tenía un lugar en la estridencia musical, sobre todo aquí en América Latina, en el primer evento mundial de la música rockera después de Woodstock. Pero, al correr el espectáculo, las alas de murciélago en las orejas de Ney parecían no escuchar las pifias y gritos de desagrado de los heavy-metal, asqueados por la operática flauta de la bicha. Más de cabaret travesti que de rock concert. Más de Dama de las Camelias que de Jimmy Hendrix.
Seguramente, Brasil equivocó su carta de presentación al poner su mejilla gay, la pluma dorada de los turistas, a competir con los cueros negros y llamaradas de azufre de los machos rockeros. Aun así, la garganta plateada de Ney quebró la cartelera de estrellas previsible, y años más tarde se duplicó, cuando Nina Hagen entró al escenario de Barra de Tijuca enarbolando la marcha triunfal de Aída. Para la histriónica nórdica no hubo pifias, los pesados sudacas se tragaron la performance sublimados por la walkiria. Los mismos que antes escupieron la saudade nostálgica de Ney.
Dos décadas atrás Andy Warhol, impulsando el delirio-music, creyó delinear cierta poética homosexual en el experimento Velvet Underground. Un sello musical en el escalofrío púrpura de los sesenta. Su figura central, el enigmático Lou Reed y su fantasmagórica corte.
Lou había nacido en 1944 en los pantanos de Long Island, y desde allí, bordeando la espesa niebla neoyorquina, imaginó su lunática travesía por el metro de terciopelo. El nombre lo recogió de una novela pornográfica de gran éxito en el circuito underground. Una historia de días felices y bacanales de LSD al interior del esfínter subterráneo de Nueva York. Eran los inicios del gay power, las proclamas reivindicativas de Stonewall, las marchas políticas y las revoluciones sexuales. Todo ese polen hippie flotando en el aire, todas esas emancipadas causas que más tarde serían abortadas por el pistilo violáceo de la flor de Mayo. Pétalos y estambres que el mismo repudiado sistema pondría en su tumba.
Desde entonces los cultores del gay rock y del glam rock, como Lou Reed, su amigo David Bowie, Marc Bolan y otros, pasaron a la iconografía nostálgica del espectáculo. Sin poder demarcar una poética homosexual subversiva al interior del código macho rockero. Dejando solamente para el recuerdo la sombra andrógina de aquella escena.
Un imaginario intersexual que al ser estallado por el mercado se convirtió en receta de éxito, en seducción de marketing para los millones de fanáticos que descargan los voltios a través de la contorsión calentona del ídolo. Una forma de anular esos primeros trazos de homosexualidad en el rock fue la masificación de su montaje. El plagio retocado de una diferencia minoritaria, la articulación de un travestismo macho a través del maquillaje. Pura pintura, puro make-up de reventa que explotó el grupo Kiss, con sus besos de rouge violados por la penetración del clavijero. Puro amariconamiento teatral para llenar el deseo estruendoso de los fans. Pura pose sodomita de Mick Jagger, succionando el micrófono como un pene. Sólo electricidad a pilas para un Robert Plant agotado de subir «La escalera al cielo», con la culebra arrugada bajo el jeans. Puras lenguas fálicas en el desborde del argot rockero que puso a la venta el mercado. Como si la música fuera la excusa para escenificar una erótica bisexual para todo consumidor. Una erótica del videoclip que suplantó los acordes, la técnica acústica que sepultó el sonido con el agotamiento infinito de posibilidades.
Entonces sólo queda la imagen, la propulsión de cuerpo mecánico musicalizado por el temblor de la retina. Un cuerpo homosexualizado por la transacción de la demanda. Un Michael Jackson que se las juega al Peter Pan. Todo el mundo sabe que se le quiebra la coliza en su dance acrobático, pero él no lo admite y se casa con la hija de Presley para seguir el engaño transexual de la farándula. También el dulce Boy George, jugándose la geisha inglesa en su mejor apropiamiento del código posmoderno, para después retomar el terno y la corbata.
Mucho gesto, mucha caricatura, mucho desgaste del módulo andrógino en la superventa de su staff. Y al final, poco y nada de homosexual como discurso infractor en la música popular Apenas chismes, cotorreos de farándulas, que se dice que, se habla de, se le vio en esa disco gay, aparece con un tipo raro en esa foto de la revista Caras. Mucho de propaganda, utilizando la máscara de la bisexualidad. Esa vieja, vieja trampa del mundo estelar también es un clisé, una apuesta de marketing, más allá que esta doble militancia sea verdadera.
Así, el rastro marcado difusamente en los años sesenta se pierde en la pérdida, se diluye en la parodia homosexual utilizada por el mercado rockero que asfixia el deseo con su catarsis de éxtasis colectivos. Quizás nunca hubo rastro, más bien algunos tics que sucumbieron bajo las cadenas y metales de la institución rockera ligada a lo masculino. Más bien, bajo la erección de la guitarra eléctrica como un pene musical penetrando los oídos. Desplazamiento de la guitarra española, curvilínea y mujer, más sensual, menos agresiva que la guitarra eléctrica. Una estilización en vértices agudos del instrumento original, más activa, más punzante como discurso de rebeldía Casi un arma, una metralla musiquera, como desacato frente al sistema disciplinario con que el poder anulaba la fiebre juvenil. Una estrategia fallida de enfrentar al poder con sus mismos signos, con los mismos cuadros de choque que en el rock se llaman «bandas», donde se excluye a mujeres y homosexuales, desde una historia de billares y clanes motorizados que surgieron en el cincuenta. Grupos de esquina y patotas que rivalizaban a tajos la posesión del territorio. Bandas y grupos, patillas y cueros negros, que trazaron una poética del descontento, pero en su metamorfosis juvenil privilegiaron lo masculino como hegemonía de fuerza y violencia.
En el mundo homosexual no existen las «bandas», tampoco sus agrupamíentos casuales tienen esa complicidad de machos, ese compadrazgo que los une al calor de las bolas. Los homosexuales no arman «bandas», sus desplazamientos son más furtivos, más nómadas, por la misma errancia sexual que los desune. A lo más, en los sesenta, se formaron algunos grupos de pantalla-disco como Village People. Una camionada de músculos, cadenas, bigotes y bototos, que llevaron al extremo la masculinización de lo gay fabricado en yanquilandia. Uniformes de marineros y policías eyaculaban al compás de «In the Navy». Difícilmente su puesta en escena musical inspirada en los dibujos de Tom de Finland podía diferenciarse del look agresivo de los machos rockeros. Es más, cuando estuvieron en el Festival de Viña, por los ochenta, nadie supo que estos superhombres eran las estrellas del Gay Power. Ni siquiera los homosexuales chilenos, que escuchaban su «Macho, macho man» sin adherir especialmente con esta música. Muchas locas nacionales preferían el look Travolta del trajecito y los vuelos, y bailaban el disco dance de los Bee-Gees por el amariconamiento de las voces. Adoraban a Gloria Gaynor y su «Qué alta está la luna» o «Sobreviviré». Pero su delirio, su verdadera diva musical, era Donna Summer, sobre todo cuando cantaba «Last Dance». Quizás, una complicidad latinoamericana, no infló mucho al Village People. «Demasiado brutales con sus uniformes de milicos, parece que le rinden tributo al régimen imperante», dijo una loca separándose las pestañas.
Para América Latina, la bella durmiente de las utopías, un vistazo desde lejos tiñe de rosa su fotocopia de hit-parade. Más aún para los homosexuales, que aún no arman un movimiento continental. Aun así, en Brasil, varias voces irrumpieron en el ranking popular con una balada semidefinida, más jazzista, más bossa nova que rockeros. Tal vez, más consecuentes con los ritmos folclóricos y las tradiciones afro que nutren la sangre melódica de ese país. Un set de voces lésbicas y homosexuales que incidieron en la vanguardia musical, verdaderos ídolos de la masa brasileíra que conoce a todo gas su preferencia sexual. Y pareciera que este condimento, esta saudade, aumentara el gusto por figuras como Gal Costa, Gilberto Gil, la inolvidable Simonne, llorada por todo Brasil, Caetano Veloso y su hermana María Bethania, gusto de oficinistas para algunos, pero popular con su lesbianismo a toda carátula, Ney Mattogrosso, la bicha tornasol de Ipanema, Cashuza, caído en los ramajes del sida como otros que ya se rumorea, ya se dice que Ney está tan triste y tan flaco. ¿No será que?
De toda Latinoamérica, el país que tiene más tradición rockera es Argentina. Debe ser por su cosmopolitismo y su poca contaminación con la indiada local. El fenómeno rockero prendió bien en este país que se jacta de tener balcón a Europa. Así, entre los contoneos de Charly García que se dice y desdice, que puede ser porque viva la modernidad y abajo las tradiciones. Entre los surrealismos de Fito Páez que interroga al «Amor después del amor», tal vez, pudiera ser, capaz que lo era y yo no lo sabía che. Entre toda esta Babilonía del rock porteño, donde el tango macho es un señero para cualquier manifestación musical, surgen en la década setenta-ochenta dos grupos rock marcadamente gays por la parada colíza de sus vocalistas: los Abuelos de la Nada, con Miguel Abuelo en malla de seda, y Virus, con Federico Moura más gótico y new wave. Ciertamente todo Buenos Aires vaciló la fusión pop de estos grupos, sin darle mayor importancia a la evidencia marica de Miguel y Federico. Tampoco sus letras eran suficientemente homosexuales, más la interpretación, ciertos vientos latinos que adosaron al timbre eléctrico de los temas, cierto vacilón reggae, cierta cadencia trola al poner la voz, al cantar «En taxi-boy Hotel Savoy y bailamos.» Casi ambiguos, nunca tan locas. Aunque Miguel Abuelo era un- espectáculo aparte meneando la cola al aullido de sus fans. Parecía que el Estadio Obras iba a quedar sin techo al sonar las trompetas de sus «Mil horas». Parecía un pibe la loca treintona cantando «La otra noche te esperé bajo la lluvia dos horas, mil horas, como un perro». Después pasaba la piba triste con «Luego tú llegaste me miraste y me dijiste loca, estás mojada, ya no te quiero». Para Federico Moura, en cambio, el estilo cult le quedaba mejor a su loca más controlada, más estetizada por el rigor negro del pop inglés. Ambos eran parte de la familia rockera argentina, y también sus hermanos entraban en la ola rosa que emanaba de las bandas. Se hablaba de los hermanos Abuelo y los hermanos Moura, cuando la visibilidad de Virus y Abuelos se debía a la pose marica de sus vocalistas. Debe ser por la costumbre medio siciliana de los che que hasta en la vanguardia arman familia.
Pocos años duraron estas semirreinas del pop argentino. Las «Mil horas» de Miguel se desgranaron rápido con las campanadas del sida. Sus algodones negros le asfixiaron la voz y nunca más el Estadio Obras tembló «Bajo la lluvia dos horas». Fue el primero en desaparecer bajo el estigma de Kaposi. Luego le tocó a Federico que se mantuvo en el escenario casi hasta último minuto. A Chile vino poco antes de morir, y fue casi teatral su montaje HOMOSIDA-ROCK que se vio en la pantalla. Delgado y lineal como un espíritu que parte, apenas balanceado, como una flama que zigzaguea antes de apagarse. Parecía la escenificación de un chiste cruel, una balada de réquiem para el rock homosexual. Y el nombre «Virus» del grupo se lo llevó Federico como marca registrada.
Pero todavía quedan otros y otras que la enfermedad quizás no ha tocado, como Fernando Noy, más teatrera del under rock que cantante, la princesa de las cloacas porteñas. La amiga de Batato Barea, la loca más señora y puta de Buenos Aires. La que impuso esa representación doméstica del travesti que después la copió Pourcel para su programa. Batato o la señora Batata, que invirtió el glamour de los tacos y las plumas por las chancletas y los tubos en el pelo. La parodia travesti de la típica ama de casa, la mujer popular que barre la vereda para chismear con la vecina. Un personaje cálido de la barriada porteña, un homenaje a esa anónima dueña de casa, un tributo tal vez a su madre le rindió Batato con su travesti sin brillos. Su travesti semicantante, semiactor, semi de todo. Tan versátil que no pudo resistirse a la última función homosexual del siglo, la última patinada por Santa Fe y Callao, la última vez de ver el último Buenos Aires, antes de caer en cama trizado por la sombra.
Pero siguen quedando otras, en este caso la pareja lésbica de Celeste Carvallo y Sandra Mihanovich que pegaron un tremendo batatazo con su amor prohibido. Todo Argentina algo sabía, se rumoreaba que las vieron en la marcha gay, tomadas de la mano. Es que son muy amigas. Pero tan amigas que se besan en la boca cuando cantan juntas «Soy lo que soy». Entonces vino el escándalo, y las declaraciones de amor de Celeste por Sandra y todo Buenos Aires se enteró que la rockera y la baladista dormían juntas. Hasta la mamá de Sandra apareció en televisión diciendo: Es que a las dos les gusta la misma música. Las chicas se quieren tanto che. Así, esta tortilla rock que remeció el ambiente cultural porteño puso un acento en la biblia rockera que privilegia tanto al sexo «fuerte». Tal vez, Sandra Mihanovich antes de conocer a Celeste pasaba por una femme baladista de la canción popular. En cambio la Carvallo, la amiga de todo el hippierio under, la Janis Joplin argentina, la blusera archirreconocida por su guitarreo sicodélico. La reina del rock rioplatense que enloquecía a la barra de péndex que le gritaban: Celeste Joplin, no te mueras nunca, seguí cantando con ese punch, seguí ensuciándote la voz con ese entrabamiento de laringe enmohecida que le puso el rock macho a la finada de Woodstock. Ese permiso para que la mujer entrara en el rock, ese desgarro de garganta que tenía la Janis, esa violencia de la mina diciendo «Para cantar rock, hay que cantar con los puños embarrados»... Ni tanto querida.
Quizás para América Latina el rock homosexual tome otro nombre que no suene a roca, demasiado áspero para nuestra garganta desnutrida. Otro nombre que corrompa la patriarcal estructura de rebeldía que nos dejaron los próceres de los tímpanos sangrantes. Al fin y al cabo estamos naciendo en este lunático fin de siglo, con apenas un murmullo, un roce de pasiones ocultas, el gemido de la seda como acompañamiento de nuestra indigente balada homosexual.