miércoles, agosto 30, 2006

Las mujeres de las barras

Y no son tantas las chicas que participan en la euforia barrera, apenas unas cuantas novias, amigas o hermanas de los hinchas, que luego de acompañarlos mil veces al estadio, después de compartir con ellos la fiesta gritona del triunfo, se ganaron un lugar en la multitud de machos, a costa de masculinizar gestos y lenguaje para ser admitidas en el violento territorio de la galería. Ese espacio donde llueven los salivazos y los empujones del baile no distinguen diferencias de sexo. «Al comienzo era una preocupación para nosotros, que teníamos que andarlas cuidando de los pacos o de la otra barra para que no les pasara nada», relata un hincha, reiterando el cliché de la fragilidad femenina y arrogándose la épica gallarda de ser su paladín. Pero luego los chicos se dieron cuenta de que las nenas se confundían con ellos en la batalla callejera. No eran flores de invernadero empuñando palos, corriendo y gritando consignas y garabatos hasta perder la voz, como le ocurrió a una niña de la Garra Blanca que estropeó sus cuerdas vocales y quedó ronca para siempre, pagando con su afonía el rito iniciático de ingresar al territorio de los hombres, pero sin voz, a costa de enmudecer el trino suave de su habla. Y pareciera que estos pagos se repiten en otras mudanzas de género donde la mujer transa su diferencia para cruzar los límites. Como en el rock duro, por ejemplo, donde las chicas deben enronquecer su canto para ser reconocidas en el agreste mundo rockero (Janis Joplin). Además, deben asumir todos los revientes de los jóvenes machos: el alcohol, las drogas y la épica suicida de la aventura urbana.

Las chicas de las barras no son muchas, y se confunden en su indumentaria con los muchachos que visten la polera del equipo y los jeans rotos. Pero en el climax del partido, cuando la barra se desnuda luciendo su torso macho, sólo algunas aceptan el desafío mostrando sus pequeños pezones en el oleaje de los cuerpos. Esto me recuerda la marcha lésbica de Stonewall 94 en Plaza Washington, cuando ante mi sorpresa sureña de ver multitud de tetas lésbicas —negras, blancas, rojas y amarillas—, desfilando en Nueva York, Juanita Ramos replicó el destape, diciéndome que era reiterar el gesto de los hombres en su prepotencia corporal.

Para las chicas barristas, es difícil mantener los colores de su género en el club fálico de los muchachos, al igual que otras minorías sexuales infiltradas de contrabando y nunca reconocidas públicamente por el temor de que la barra enemiga lo sepa y desde su machismo juvenil, les grite maricones. Pero de haber los hay, dice un hincha, recordando una pareja de chicas «demasiado amigas que en los viajes de la barra insistían en dormir juntas. Pero ninguno de nosotros le dio mayor importancia, si eran lesbianas y se querían era cosa de ellas», recuerda el hincha, agregando que ellos están con todos los que sufren persecución. Claro que sería conflictivo tener una célula gay al interior de la barra, los nenes todavía arrastran ese machismo proletario que teatralizan en el escenario de la galería, junto a las chicas de las barras, que pese a su minoritaria representación, están allí contra viento y marea en la consigna alterada por el desgarro de su voz.

miércoles, agosto 23, 2006

Aviso: Lemebel en Argentina

El día martes 29 de Agosto de 2006 Pedro Lemebel visitará la Argentina en el marco del Segundo Encuentro Internacional de Pensamiento Urbano - Ciudad Abierta BA que se desarrollará desde el 28 al 30 de Agosto en el Teatro San Martín (Av. Corrientes 1530 - Capital Federal). El autor chileno formará parte de una mesa de literatura bajo el título "Cronistas de lo ajeno", mesa que compartirá con Marcelo Cohen y Patricia Melo bajo la coordinación de María Moreno. La cita es el día martes 28 de Agosto de 19:00 a 20:30 hs en el Teatro San Martín. Acá, el dossier de prensa del evento. A continuación transcribo la descripción que se hace de Lemebel:

Pedro Lemebel. Nacido en Santiago de Chile en la década del cincuenta, es escritor,cronista urbano y performer. Es fundador del famoso colectivo de arte Las Yeguas del Apocalipsis que, entre 1987 y 1995 realizó más de quince eventos públicos. Yeguas del Apocalipsis fueron una serie de performances que irrumpieron en diversos escenariosurbanos. El trabajo cruzó la performance, el travestismo, la fotografía, el video y la instalación; pero también los reclamos de la memoria, los derechos humanos y la sexualidad, así como la demanda de un lugar en el diálogo por la democracia. Lemebel reaviva las discusiones acerca de la categorización de conceptos genéricos que ponen en juego las diferencias entre gays, lesbianas, travestis, transexuales y heterosexuales. Propone una inteligente redefinición de transgénero y pone en evidencia el estrecho vínculo que siempre ha existido entre la constitución de un paradigma sexual binario –biologista-y el poder. Su teoría es un movimiento de subjetivación política que hace estallar la “categoría de identidad sexual” pero también la de “identidad nacional”. La polémica obra de este artista viene despertando el interés de la crítica y del público en general desde hace casi 20 años. Uno de los puntos más sobresalientes de su prosa reside en la revisión que se realiza sobre el concepto de género. Ha publicado, entre otras obras, Incontables (1986),La esquina es mi corazón (1995), Loco afán (1996), De perlas y cicatrices (1998), Tengo miedo torero (2001) y El zanjón de la aguada (2003).

miércoles, agosto 16, 2006

Las mujeres del PEM y el POJH (o recuerdos de una burla laboral)

Y casi a mediados de la dictadura, cuando se vino encima una avalancha de cesantía, después de los años gloriosos de los yuppies y su dólar a 39 pesos. A fines de los setenta, cuando el boom económico era viajes, fiestas y circo para los adictos al régimen, precisamente luego de estas regalías de ricos y bototos, el castillo económico se les hizo agua a la patota amiga de Cuadra, José Piñera y el muñeco arrugado de Büchi (¿usted recuerda a ese candidato a La Moneda? Qué fantasía, qué chiste tener una peluca de tony en el sillón presidencial). Era rara, exótica y nefasta esa tropa de treintones palogruesos tirando líneas en la economía de un país anestesiado por la represión. Y en ese paisaje, en esa vida aporreada de las clases populares, a estos personajes se les ocurrió disfrazar la enorme cesantía con un proyecto de trabajo masivo que le diera pega tembleque al ocio hambriento de los chilenos.

La propaganda rezaba que si usted no tenía laburo, si usted era jefe de hogar y estaba cesante, que corriera a la municipalidad más cercana a inscribirse en el plan de trabajo instantáneo del PEM y el POJH, que diera sus datos, su edad y especia-lización, y en menos que canta un gallo sería llamado para integrarse a una cuadrilla de trabajo municipal. Eran grupos de gente formados por mujeres y hombres jóvenes, obreros que trasladaban piedras de una vereda a otra, personas mayores que hacían hoyos cavando al sol toda la mañana, para después taparlos sin ninguna justificación. Era un Santiago nublado que recordaba esos pueblos nazis donde marchaban hileras de judíos para trabajos callejeros. Santiago se despertaba mirando esas manadas de obreros del PEM y el POJH sembrando de pasto y florcitas los bandejones de las avenidas. De lejos sus uniformes y delantales grises, eran una burla laboral que ocupaba a todas las señoras de una población para barrer las calles, para sacudir los monumentos y lustrar las baldosas de la municipalidad donde el alcalde pasaba rodeado de trabajadores del PEM y el POJH, llevándole las de abajo, sacudiéndole el traje, pasándole la lengua a la calle principal de la comuna porque venía de visita doña Lucía, la primera dama y su corte de veterrugas alcahuetas del nombrado Cema-Chile. En el gimnasio municipal, se reunía la señora del dictador con las mujeres del PEM y el POJH, las abuelas, madres, tías y sobrinas que la escuchaban con rabia y pena. La oían en silencio dando sus conferencias para sobrevivir en estos tiempos difíciles. Saquen papel y lápiz, les ordenaba una secretaria, para que anoten las ricas recetas de comida barata que ustedes pueden hacer con desperdicios. Juntando cáscaras de papas, bien lavadas, pueden hacer una sabrosa sopa que reemplazará la cazuela agregándole una coronta de choclo. No boten las cáscaras de manzana porque pueden hacer un lindo kuchen para la once, decorado con granos de uva que se recogen en la feria. Ustedes no saben lo que puede hacer la imaginación en estos tiempos de crisis. Sobre todo en la cocina popular. ¿No es cierto, Laurita Amenábar? No boten las sobras ni los cuescos, ni los huesos que es pura vitamina si los muelen, o también pueden hacer artesanías que enseñan las profesoras de Cema-Chile. No son épocas para desperdiciar la comida, decían las damas encopetadas, despidiéndose de las tristes mujeres, alineadas en las veredas, con una banderita en la mano, saludando a las señoras paltonas de la comitiva presidencial.

El programa de trabajo fácil del PEM y el POJH, fue la gran humillación que hizo la dictadura con la fuerza laboral de un país abofeteado por el desempleo. A cambio de una mísera paga y la limosna de un paquete de mercaderías, cientos de chilenos y chilenas eran usados en labores decorativas, trabajos inútiles, quehaceres degradantes para la inteligencia de la clase proletaria. El gallardo pueblo chileno, formado en largas filas afuera de las municipalidades, para recibir las migajas del presupuesto nacional que dejaban los milicos y yuppies. Allí, en esas mañanas de «dulce patria pinochetista», la repetición en las calles de las espaldas timbradas por el logotipo del PEM y el POJH, retrataba crudamente el menosprecio por la dignidad humana impuesto por aquel modelo económico, el mismo que hoy, remozado por el afeite democrático, intenta reponer la cataplasma vejatoria de esos proyectos como parche circunstancial al presente desempleo. Podría decirse que estas geometrías temporeras de la función salarial, rememoran otro Santiago, otro paisaje corpóreo, que en los días del PEM y el POJH, marchaba por las calles goteando la ocupación mendiga de su inestable pasar.

PEM: Programa de Empleo Mínimo
POJH: Programa Ocupacional de Jefes de Hogar

jueves, agosto 10, 2006

Carta a la dulce juventud

A ti, mi querida polilla de farol, mi carreteada zapatilla cesante. A la verde juventud universitaria, que escribe su testimonio con la llamarada de una molotov que tisa de rabia el cemento. A los encapuchados del Arcis, de la Chile, de tantas aulas tomadas en la justa demanda de querer estudiar sin trabas económicas, sin la monserga odiosa del crédito, del recargo, de la deuda y el pago. Como si no bastara con quemarte las pestañas dándole al estudio los mejores años de tu vida, para después titularte de neurótico vagoneta. Como si no bastara tu dedicación, tu sincera dedicación, cuando te humea el mate toda la noche, hasta la madrugada leyendo, dejando de lado ese carrete bacán que chispearía de pasión tu noche de fiesta. Tu gran noche, pendejo, donde chorrearían las cervezas y un aire mariguano pintaría de azul el vaho de la música. Como si no bastara con todas las negaciones que te dio la vida, cuando postulaste a esa universidad privada y el «tanto tienes, tanto vales» del mercado académico te dijo: «Tú no eres de aquí, Conchalí, —No te alcanza, Barrancas, —A otro carrusel, Pudahuel, — A La U. del Estado, Lo Prado.»

Así no más, mi bella chica artesa que ya se las vivió todas de un trago, y en ese salud el futuro se derramó de golpe. Vino el embarazo y la bronca de tu viejo preguntándote de quién era el crío. Y qué te ibas a acordar si esa noche en la disco todos los locos tenían la misma cara de fiebre. La única que no te dijo nada fue tu vieja, quien te brindó su apoyo, valioso, pero inútil a la hora de pagar quinientas lucas por el aborto. Y ahí está el niño ahora, y tú lo amas como a nadie, y qué culpa tiene él, y qué culpa tienes tú también de abandonar tus sueños de progreso, de realización profesional a cambio de este papel de niña-madre. Adiós, mi chiquilla, a ese porvenir, que tan temprano canceló tus ilusiones gota a gota con la urgencia parturienta. Y, al final, como tantas chicas de la población, te ves hojeando el diario, buscando pega en un topless, en los cafés para varones, o en las casas de masajes que abundan en la oferta laboral de la prostituída demanda. Y eso fue todo, allí se acabó el cuento de la dulce princesita descarriada.

A tantos pendejuelos rockeros, raperos, metaleros, hip-hoperos, que despliegan su estéti ca bastarda coloreando esta urbe infame con su melenada tornasol. A ellos, por su espectáculo de vida impertinente. Por sus desvíos, por sus tocatas donde el minuto bullanguero de eléctrico rocanroll, también equivale a un minuto de silencio. Por ese silencio, cuando llegas a tu casa, pateando piedras», «puteando piedras», porque lo único que te espera es la tele prendida cacareando su mentira oficial. Para ti, mi Johny Caucamán, mi Matías Quilaleo, mi Rodrigo Lafquén; bellos ejemplares de la raza mapuche que en Santiago rapean su guillatún-tecno. Por esa fiereza de indio punky, pelo tieso. Por su indomable juventud, que desde acá, apoyan con el corazón encendido las movilizaciones de Ralco, el Biobío, y putean en mapudungun chicano por sus hermanos presos.

Para usted, joven barrista, que escucha desconfiado el palabreo de esta prédica. Tal vez para reforzar la sospecha de su espíritu futbolero que se expresa clandestino en los códigos del graffiti, del espray en mano, de la letra puntuda narrando en las paredes la flecha anarca de su descontento. Quisiera prometerle que la ciudad sería una pizarra para usted solo, y que en sus paredes, usted podría expresar libre esa gramática lunfarda que lo apasiona. Quisiera decirle que nunca más la bota policial limpiará su mierda de «orden y patria» en sus nalgas rebeldes. Podría ofrecerle tantas cosas, tantas esperanzas que muchos guardamos con impotencia en el lado zurdo del amor. Pero usted sabe más que yo de las promesas incumplidas, del apaleo de la repre, y del canto frustrado de su esquina pastabasera, de su cancha de fútbol y las tardes tristes, ociosas, peloteando. Usted lo vivió, lo supo o le contaron lo que ocurrió en su paisito. Por eso, usted sabe mejor que nadie que el sermón monaguillo de la derecha fue y será para el Chile pobre un epitafio de tumba.

No le ofrezco el cielo, porque sé que los ángeles le aburren. Tampoco un carrete interminable, porque el bolsillo roto de la izquierda no da para tanto. Tal vez, en esta carta, podamos imaginar un sitio digno donde respirar libertad, justicia y oportunidades sin besarle el culo a nadie. Quizás, soñar otro país, donde el reclutamiento sea voluntario, y usted no se sienta menos patriota por negarse a empuñar la criminalidad de esas armas. Sería un bello país, ¿no cree? Un largo país, como un gran pañuelo de alba cordillera para enjugarle al ayer la impunidad de sus lágrimas. Un hermoso país, como una inmensa sábana de sexo tierno que también sirva para secarle a usted su sudor de mochilero patiperro. ¿Qué me dice? Nos embarcamos en el sueño.

lunes, agosto 07, 2006

La caleta de Horcones

De cara al mar turmalino y al gavioteo rumoroso que alborota la caleta del mítico y carreteado Horcones. El caserío que emerge pulguiento por la bajada de autos, negocios y veraneantes que hacen turismo en esta playa donde se bambolean volados los botes en la medialuna de arena y los pescadores se pasean en camisetas con signos de la paz. Los viejos habitantes de este medio puerto, medio pueblo, media agua del corazón artesa y su güeviado sobrevivir. Porque aquí se cruzaron los oficios en el proyecto arte-vida de crear un microclima lanudo y rockerón. Una aldea hipposa, sucursal pilila de Woodstock que se financiara independiente, al borde del libre mercado, en la utopía somnolienta del laburo sin patrón, de la pega sin marcar tarjeta, no usar terno ni corbata, vivírsela con lo puesto como uniforme libre de un payaseo laboral.

Claro pues, hermano, en la caleta se vende lo que se puede, desde la pulserita de lapislázuli, pasando por las velas de la purificación, los móviles de Conchitas, hasta las pilchas teñidas con estampado o batik flotando al sol, más una que otra chuchería hindú o japonesa para surtir el stock. Así no más, en este circo de intercambio biográfico, el pescador aprendió de la artesanía, y el artesano alguna noche falto de money para el tinto, se hizo pescador. Como el artista joyero que pasa día y noche puliendo con un trapito la turquesa engarzada en el anillo de plata, pero goza de doble oficio, traficando bajo el mesón la yerba dulce que aplaca con su olor el yodo mohoso del Pacífico.

En Horcones, el reloj habitual es sólo una referencia mecánica de cómo transcurre el calendario en este tiempo floripondio y sin edad. Se sabe que es viernes o sábado, porque de temprano comienza a descolgarse la fiebre veraneante y su consumismo langosta. Y parece que la miniferia de la playa, que recién cuelga sus estandartes psicodélicos bostezando, asume la contradicción de vender y odiar al mismo tiempo la mano cliente que da de comer. Algunos clásicos habitantes de la caleta piensan que para ellos, para la onda, el peor tiempo es enero y febrero, plagado de bañistas con sus bronceadores, tangas y toallas, riendo ociosos, salpicando eufóricos las carcajadas de su descanso banal. Los horconinos añoran marzo, cuando se despide esta fiebre mosquito, y se van cerrando los locales de juegos luminosos, y los puestos de papas fritas apagan sus letreros, y se retiran las pizarras que ofrecen pescado frito con agregado a 1.500, Fanshop a 700 y completo más bebida a 1.000.

Y en esta partida, del último pullman que sube la cuesta repleto de cansados veraneantes, un vaho de serenidad se desprende del mar, arropando con su bruma el ranchal de la caleta, mientras un remanso de olas barre la estela de desperdicios tirados en la costa. Entonces los habitantes de Horcones respiran tres veces y despiden tranquilos el carnaval bullicioso del verano. Algunos vuelven a ocupar sus casas y cabañas arrendadas durante las vacaciones a algún artista o gringo poeta, y luego se preparan a resistir el invierno frío y azul que vendrá luego, con calcetines chilotes, cuando la caleta de Horcones apague la vela salada de su acuario invernal.

viernes, agosto 04, 2006

Noche de Hallowen en Valparaíso

Al Chago y su pandilla de Playa Ancha

Que si alguien dice vamos al puerto este fin de semana, y más aún si hay un feriado entremedio que moviliza a la manga de santiaguinos apestados con el esmog y esa humedad apocalíptica que moja la entrepierna y suda las calles de la ciudad. Vámonos al puerto, dice alguien, y como por magia se siente el frescor del oleaje y el tufo de mariscales y frituras de pescados con vino blanco heladito para quedar raja tirado en Las Torpederas, fumándose un buen pito de paraguaya, de esos que te hacen olvidar género y nombre. Además, hay noche de Halloween en la disco no sé cuánto, y no te cuento qué volá, qué onda, qué súper carrete, Pedro, y olvídate de las crónicas y vamos ya.

Y ahí vamos encaramados en el pullman que sale completo porque la gente aprovecha estos recreos de los santos para ir a remojarse las patas en el mar, qué putas que está helado, que te deja el poto azul, tiritando diente con diente pero feliz, contento de arrancar de este hoyo asfixiante que es Santiago. Digo feliz, pero quiero decir con lo justo, con la plata del pasaje y algunas lucas para el carrete, con la esperanza de encontrar locos de la farándula, que en la noche cooperen con la de pisco en la escalera del puerto donde nos instalamos ocultos de los pacos, para hablar de política, de arte, de música y cantar esas canciones añejas que los jóvenes sólo cantan en Valparaíso. Los chicos rebeldes que en Santiago apenas me saludan, allá se tiran a mis brazos porque en la noche porteña todos los gatos son negros. Hasta unos cuícos de Tabancura que van pasando y al sonido de las risas nos hacen salud y se integran al grupo diciendo que me han leído, que me comprenden, que me aceptan porque soy buena onda. Y son tan jóvenes y bonitos que me guardo el resentimiento social para el Primero de Mayo, total, en una de ésas me caso con el rubio underground que se hace el descamisado en estos arrabales. El rubio medio pato malo que se quedó pegado conmigo y me estira la botella como si quisiera curarme, digo yo. Y me cuenta la historia del Halloween, de las calabazas con velas y las brujas, porque él la vivió en gringo-landia de pendejo, súper viajado, súper drogo y con ene billete, que suelta generoso cuando se acaba el pisco, y me dice que mejor nos cambiamos al whisky para llegar relocos a la fiesta de Halloween donde la Pelusa en Viña. Que no me preocupe porque allá hay de todo y si falta llevamos dos whiskys, pitos y unas líneas «para olerte mejor». Que me olvide de mis amigos de la escalera, porque ellos van a ir a esos bares de mala muerte donde no pasa na'. Tú sabís. Y casi sin pensarlo, me embalo con ellos en una micro rumbo a Viña, hipnotizado por los ojos del rubio que me dice que andar en auto curado en Valparaíso es un suicidio. Y debe ser así, porque la micro, casi vacía, zangolotea las cuestas, culebreando cerros en medio de las risas y canciones en inglés que entonan los CUÍCOS, doblemente mareados por el viaje. De pronto el vehículo se detiene, y en una esquina suben tres payasos callejeros que encienden aún más la fiesta micrera con sus caras pintadas y ropas de colores. Viste que acá también se celebra el Halloween, me dice el rubio, aplaudiendo a los tonys que se instalan junto al chofer para iniciar su show ambulante: «Señores pasajeros, hay payasos buenos y hay payasos malos. Nosotros somos malos, así que vamos cooperando con todo lo que llevan, y no es broma», dice uno sacando un cañón y apuntándonos a todos mientras el tony chico procede a la recolección de relojes, anillos, plata y whisky, hasta dejar al grupo tan limpio como Dios lo echó al mundo. Al bajarse, le sacan un puñado de monedas al chofer que se queda tan boquiabierto como nosotros, sin saber si reírse o enojarse cuando pistola en mano se despiden, diciendo: «Acuérdense de que hay payasos buenos y malos, nosotros somos malos.»

De ahí a la comisaría a hacer la denuncia, todos bajoneados de quedarse sin plata ni carrete en mitad de la noche. Todavía desconcertados por el circo del robo, por la habilidad teatrera de esos pungas de mierda que me robaron mi Rolex nuevecito, me dijo el rubio ya sin caña, completamente lúcido y enrabiado, insoportablemente cuíco ya sin trago ni drogas. Imposible de seguir aguantando al grupito pituco en su desgracia, lamentándose, llorando porque tenían que regresar a Viña caminando. Y cuando lleguemos, van a ser las seis y adiós fiesta de Halloween, puteaba una de las niñas. Entonces, en un acto de buena fe, metí la mano en mi bolsillo y les pasé plata para otra micro. Y sólo ahí se dieron cuenta de que los payasos a mí no me habían revisado ni robado. Debe ser por el miedo que tiene la gente de tocarme, le dije al rubio que se quedó marcando ocupado cuando le tiré un beso con el dedo y me perdí en las sombras del puerto, caminando hacia esos bares de boleros picantes donde aún me esperaban mis amigos con las copas en alto a punto de beberse la noche porteña con su roja risa de payaso.

miércoles, agosto 02, 2006

Adiós al Che (o las mil maneras de despedir un mito)

Tal vez, hoy, sean necesarias las representaciones operáticas de los pasajes más conflictivos que marcaron un clímax de tensión en la película del pasado milenio. Y para los que vivieron las escaramuzas del sesenta, para los que las leyeron en libros y revistas, como para los jóvenes del noventa que llegaron tarde al vacilón revolucionario, el gran acto de homenaje al Che en el estadio Nacional tenía el carácter de resucitar su memoria por unas horas, para después dar vuelta la hoja de su peligroso recuerdo. Y hay que reconocer que, si bien el acto tuvo momentos muy emotivos que transportaron a la masa a la cruda historia dictatorial, aunque es y será necesario repetir mil veces el ritual de nombrar a las víctimas y apuntar a sus verdugos, la lejana historia del Che para los setenta mil jóvenes presentes, era nada más que otra lejana historia como excusa para manifestarse sobre actuales contingencias. Vibraba en el aire un odio parido contra el tirano apernado en su poder, temblaban las graderías en la repulsa gritona al estatus neoliberal de la democracia. El lolo punga, las barras filudas, los universitarios y los cincuentones del canto nuevo, encontraron en esa noche una nota común para manifestar su desencanto, para reunir a la familia izquierdilla y su palomillaje inagotable. Y en ese marco de nostalgia, rabia y pena, el gentío se amasaba al vaivén hermanado del «pueblo unido, jamás será vencido», la muchedumbre frotándose en la calentura política de ese canto, hacía del homenaje al guerrillero un éxtasis común, una rara forma de acunar la pasión en la paila ardiente del estadio. Y de Ernesto, pocos seguían la liturgia memoriona del acto, menos aún ponían atención a la biografía documentada de Guevara. Y era mejor así, quedarse con el soñador del mundo nuevo, a escuchar las cartas que el Che le mandó a su familia, documentos que ahora lo retratan como un machista tradicional, diciéndoles a su mujer e hijas que se encargaran de las labores domésticas, que lo esperaran con la comida caliente, que atendieran a sus hijos hombres, los únicos que con él eran capaces de realizar la revolución. De seguro, si Ernesto viviera no estaría en ésa, y menos aún habría aceptado que se leyeran esas cartas personales en el acto. Es posible que tampoco le hubiera gustado ser la estrella del megaevento preparado para su fugaz exhumación. Demasiado hombre arrogándose la revolución, como también algunas mujeres marcando el macho acento de esa épica. De seguro que si vivieras, Ernestito, te habrías pegado una revisada a tu metraca virilidad. Te habrías arrepentido de haber tirado al suelo el libro de Virgilio Piñera, cuando lo encontraste en la biblioteca de una embajada cubana y le dijiste al embajador que cómo podían tener a un maricón metido allí. Por cierto si vivieras, te extrañarías de que tu funeral coincidiera con el de Diana de Gales, con el de Teresa de Calcuta y ahora último con la boda de la Infanta española. Vaya qué contradicción. Vaya qué confusas exequias carnavaliza el mercado, Ernestito. De seguro nunca lo pensaste tantos años enterrado en esa tierra clandestina. De seguro nunca imaginaste que el mundo iba a presenciar por la tele la exhumación de tu mortaja. Probablemente nunca habrías aceptado ser el invitado de honor a esta misa por tus restos a estadio lleno, y menos para el funeral en La Habana, donde hasta tus enemigos tendrán palco comprado para el evento. Mira tú cómo la revolución vende el espectáculo al gran mundo capitalista. Y no es moral, solamente otra mirada sobre tu recuerdo, una mirada coliza en medio de la galera delirante que coreaba tu nombre. Una mirada también humedecida al escuchar por primera vez tu voz en la grabación que sonaba en los parlantes. Tu voz, desconocida, pero tan marcial, tan milica en la arenga lejana de ese entonces, ese ayer, tronando en el eco de tu discurso que seguí oyendo cuando dejé el estadio, cuando me confundí en la marcha de las siete mil almas que esa noche despedimos un mito, y le abrimos la puerta a otro Ernesto, más cercano, más frágil, que golpeó nuestro corazón tímidamente con un beso de bienvenida.