jueves, noviembre 30, 2006

Sola Sierra (O «uno está tan solo en su penar»)

Y fue hace tanto que la conocí, recién se había efectuado una gran marcha en el aniversario del Informe Rettig por la Alameda, repleta de organizaciones sociales, sindicatos y federaciones universitarias que apoyaban el mitin. Y en ese contexto el recién inaugurado Movimiento de Liberación Homosexual (Móvil) pidió autorización a los convocantes para sumarse al grito de la justicia. Pero tal vez por la inexperiencia política de los homosexuales y el oportunismo de un conocido militante, el ramillete de locas en procesión se había pintado y engalanado como si fuera a un carnaval. Todo el folclor maricueca se dio cita esa tarde de marzo para desfilar por una Alameda vociferante que gritaba «justicia, justicia, queremos justicia». Por cierto, el grupo de homosexuales y travestis enfiestados era un claro contrapunto con los familiares de detenidos desaparecidos que sobriamente portaban en su pecho las fotos del dolor. Y era claro que la prensa convocada al acto se vio seducida por el zoológico coliza que distorsionaba la seriedad de la manifestación gritando: «Rispeto-rispeto-quirimos rispeto.» Al otro día todos los diarios le dieron cobertura a la marcha homosexual que tapó con su escandalera la denuncia sobre la impunidad.

Por ese tiempo, yo escribía en la desaparecida revista Página Abierta, y ante la distorsión de publicidad que ocasionaron los homosexuales en la marcha del Informe Rettig, tal vez por cierta decepción que tenían las madres y familiares de detenidos desaparecidos con el incidente, la directora de la revista me propuso entrevistar a Sola Sierra para conocer su opinión. Así, una tibia mañana de otoño, me encaminé por la Alameda hacia Las Rejas, hasta el domicilio de Sola. Y después de recorrer calles y pasajes que caracolean las poblaciones del Santiago poniente, después de esquivar algunas patotas de volados que a esa hora se fumaban su «mañanero», luego de preguntarle a alguna vecina del barrio que regaba cardenales con una tetera, me encuentro frente a la sencilla casita de Sola, custodiada solamente por una pesada puerta de reja, que ella abrió con un tintineo de llaves. «Es por seguridad», me dijo. «Una nunca sabe qué puede pasar en este país.» Al entrar al pequeño living, observé la foto de su esposo desaparecido que coronaba la escena. Un conjunto de muebles simples, una radio, un televisor y algunos adornos multicolores y artesanales que seguramente ella había recibido de regalo. Ése era el habitar de Sola Sierra en este Santiago que tantas veces fue testigo de sus caminatas pidiendo justicia. En eso consistía su pequeño nido doméstico donde ella me invitó a sentarme, y luego de ofrecerme una taza de té, nos pusimos a conversar de la situación del país, del nuevo fraude para los derechos humanos llamado democracia, de la reciente marcha por el Informe Rettig y de lo apenada que estaba porque en esa fecha la prensa había utilizado la demanda homosexual para invisibilizar la causa de los detenidos desaparecidos. «Quisieron hacer risa de nuestro dolor», me dijo. «Nosotros con buena fe, aceptamos que los homosexuales se incorporaran a la marcha porque no estamos de acuerdo con ninguna discriminación. Pero después toda la prensa sólo mostró esa parte y a nosotros nadie nos entrevistó.» Un grave silencio se interpuso entre Sola y yo. Y sin saber qué contestarle, tuve la intención de darle explicaciones, decirle que no era culpa de los homosexuales, que la prensa era así, pero ya no importaba porque todo había pasado y poniéndome de pie, me dispuse a marcharme. «Ojalá que usted como escritor sea respetuoso de todo lo que le dije», me insistió antes de despedirme y cerrar la puerta de fierro que protegía su aflicción. Ya era mediodía cuando salí por el pasaje de Las Rejas, pensando que tal vez en el futuro no iba a necesitar preguntar por el domicilio de Sola, porque quizás ese pasaje llevaría su nombre.

Al pasar los años, muchas veces me encontré con ella en otras marchas, en otros actos, en múltiples lugares de Santiago donde era necesario aunar voces contra la violación de los derechos humanos. Nunca más conversé con ella del asunto, pero su notoria distancia con la cuestión homosexual se fue evaporando por la costumbre de encontrarnos tantas veces en lo mismo. La última vez que la saludé sentí en su mano un calor especial, cuando me dijo que le había gustado algo que yo había escrito. Y me quedó chispeando en el aire su risa cansada de activista pobladora. Me quedó sonando su último discurso en el estadio Nacional, que se alargaba demasiado y la cabrería de la galera empezaba a intranquilizarse. Entonces pensé, recordando la Sola de aquella lejana entrevista, qué manera de crecer esta mujer a lo largo de su lucha. Cómo fue que desde aquella simple señora que me recibió en su casa, ella se hizo tan grande como un discurso musicalizado por el eco de su constancia. Ahora, después de que la muerte temprana la invitó a dormir con su cuerpo agotado, cuando su grandioso funeral quedó estampado en la retina patria, recién me entero de que a ella le gustaba el tango, cuando uno de los organizadores del homenaje que se le rindió en el estadio Nacional, me pidió que le escribiera algo, unas palabras, un verso, una pequeña carta-tango que nunca le llegó, que por algún imprevisto nunca se leyó en ese apoteósico acto. Pero no importa, aquí van en su memoria algunas rezagadas letras.

Y si era el tango la campanada musical que alegraba los ojos de nuestra Sola. Si era ese ritmo añejo lo único que lograba abrir la cortina enlutada de su corazón. Si en su pecho de pobladora, abuela, militante, ella supo cargar con amor el corazón disecado de tantos muertos, y en su batallar por la justicia, fue sembrando la ausencia de esos nombres en el jardín pisoteado de la patria. Si la historia la eligió como era, con esa sencillez de provincia, con esa infatigable porfía de llevar a los desaparecidos anclados en su memoria. Aquí y ahora, junto a todos los que faltan, invocamos tu nombre Sola Sierra para flamearlo como una bandera contra el silencio. De aquí y para siempre, brillarán como estrellas las cuatro letras de tu nombre. Eternamente Sola, pero nunca más solitaria, querida amiga, porque la ética de tu presencia en nuestra historia será el abrazo generoso a todos los oprimidos, a todos los hambrientos de justicia. Pero más que nada, a la sombra extraviada de nuestros desaparecidos, a quienes el crimen oficial les quebró la voz.

jueves, noviembre 16, 2006

Mi amiga Gladys («El amor a la libertad es imparable»)

Desde qué lugar se podrá perfilar el peregrinaje de esta mujer, sobrevivida a las brasas históricas que aún humean el ocaso del pasado siglo. El tránsito biográfico de Gladys Marín por esta geografía, a veces toma el rumbo de una lágrima turbia que, en su porfiado rodar, fue marcando de lacre utopía el largo esqueleto del flaco Chile. Tal vez son varios los pasajes en la vida de ella que puedan activar su presencia en esta crónica, a modo de chispazos, de violentos y obligados traslados, de reclusiones, golpizas e instantáneas nómadas que, a pesar de su brusco acontecer, no marchitaron su enamorado ardor por la justicia y el desamparo de clase.

Quizás hay algo de frescor en la inagotable porfía de su discurso que reflota el sueño proletario en estos días de negociada transición. Algo de ella la perdura en el recorte primavero de aquella estudiante de provincia, que emigró a la capital para entrar a la Escuela Normal de Profesores, cuando todavía el mistraliano afán de la vocación pedagógica enamoraba niñas simples, muchachas sencillas deseosas de entregarse al simbolismo parturiento de la educación popular. Desde antes, las gloriosas feministas interceptaban el poder falocéntrico con sus discursos emancipatorios y panfletos militantes. Años jodidos para tantas mujeres que torcieron su destino doméstico, y en el desafío de la participación política liberaron su voz. Tiempos álgidos para una izquierda prófuga, fichada y abortada tantas veces por la exclusión. Días de borrasca para estas causas, siempre envueltas en la tensa demanda que encauzaba su tránsito de justicia social. «Su imparable amor a la libertad», siempre obstaculizado por los escollos conservadores y la rémora burguesa. Y ésa fue la atmósfera que enrieló el corazón de Gladys por la senda de un azaroso comunismo. El perseguido Partido Comunista de Chile, en el que tampoco era tan fácil para una mujer sumarse con dignidad a la biblia varonil de los próceres y al verbo del enérgico catecismo militante. Marchas, movilizaciones y plazas repletas de bravo pueblo eran el empuje de un multitudinario clamor. Y en esa apuesta, Gladys Marín se jugó la vida en verso y lucha, sangre y esperanza, represión y reacción armada; pulsiones populares bajo el cielo oprimido que alboraba el ilusorio tinte de un «rojo amanecer».

De todo aquello, quedaron restos de fogatas y fantasmales ecos que todavía resuenan en las manifestaciones callejeras del descontento. Sin embargo, en esos gritos, en esas consignas amortiguadas por el apaleo de la repre democrática, es en el único lugar donde la dignidad de la memoria anida inagotable. En esas explosiones de desacato, mujeres, estudiantes, jóvenes y obreros suman el sagrado derecho a la desobediencia, al desenfado con un gobierno que traicionó la adhesión popular que en el plebiscito le dio su apoyo. Aquellas movilizaciones que encabezó la izquierda en los ochenta, fueron el motor social que más tarde produjeron el cambio. El atentado a Pinochet nos hizo creer que el tirano no era invulnerable. Y fueron muchos lo que celebraron el desafío, por desgracia hoy esas figuras políticas, entonces de izquierda, en el traslado de estación se renovaron el pelaje. Los mismos que en el acomodo parlamentario se deshacen del ayer como si cambiaran de terno. Por cierto, tanta metamorfosis caradura no los sostiene, no sustenta sus discursos hermanados con el guante golpista. Cada gesto, cada visaje de coquetería con el amarre blindado de esta democracia, los caricaturiza, los desinfla fofos en la blanda papada de la negociada reconciliación.

Estas líneas adhieren cariñosamente a Gladys por cicatrices de género, por marcas de clandestinidad y exilio combatiente. Por ser una de las numerosas mujeres que capitalizaron ética en el rasmillado túnel de la dictadura y su fascistoide acontecer. Estas letras minoritarias se complicitan con ella en el develaje frontal del crimen impune y el mal aliento del tufo derechista que minimiza la tragedia. Pero acaso, bastaría con una sola imagen biográfica de Gladys. Tal vez visualizar su retrato de juventud, perseguida después del golpe, teniendo como telón de fondo la acuarela memorial del amado amante desaparecido, extraviado, perdido para siempre en la última imagen de ver pasar caminando la muda figura de Jorge frente a la embajada que a Gladys le había dado asilo. Y esa enorme distancia, ese abismo de vereda a vereda, esa zanja de apenas veinte metros, imposible de llenar por el tacto impalpable del abrazo imaginado, del abrazo pendiente, soñado mil veces en la noche inconclusa de la abrupta separación.

Tal vez bastaría con el aire de esa espera para concluir este texto, o para alargarlo hecho bandera de oxígeno, pañuelo de tantas causas de derechos humanos que esperan justicia y castigo a los culpables. El pasado y el futuro son presente en el río arterial de los pueblos, como un caudal subterráneo que corre sin freno, carcomiendo los andamios de la pirámide neoliberal. Pero más que aguas desbocadas que perpetúan una sola dirección, son voces, arrullos, gritos, discursos, como el de Gladys, que en su polifonía oprimida esperan llegar al mar.

viernes, noviembre 10, 2006

Carmen Soria (o la eterna lucha de un ético mirar)

A Carmen, la conocí en el litoral central, entre Costa Azul y El Tabo, por esos arenales playeros donde uno estira los huesos bajo el tibio sol de noviembre. Y al ver a esta joven trigueña, que conducía un auto viejo hecho un peo culebreando las cuestas, al verla reír desmadejada por el viento salino del océano, al escuchar su voz ronca por el cigarro que colgaba de su fresca sonrisa, me costó un poco relacionarla con el personaje público, que por más de veinte años, había confrontado al Poder Judicial, interrogando a los hieráticos magistrados por el esclarecimiento del crimen de su padre, Carmelo Soria, diplomático español, masacrado por la garra uniformada de la DINA a comienzos de la dictadura.

Carmen Soria, después de tanto batallar, aún se ve muy joven en su altanera figura que por mucho tiempo ha recorrido juzgados, cortes internacionales y agrupaciones de derechos humanos, incansable tras la esquiva huella de la justicia. Apenas tenía 16 o 17 años entonces, cuando por macabra coincidencia, el día de todas las Carmenes, encontraron el cadáver de su padre, ovillado de mugres, flotando en las negras aguas del canal El Carmen de El Salto. Y luego de verificar su identidad y constatar el mapa de torturas que salvajemente desgarró su cuerpo, el caso de Carmelo Soria pasó a formar parte de los «casos emblemáticos» que salieron a la luz pública cuando aún gran parte del país dudaba de estos hechos.

Quizás este golpe para una adolescente que transitaba su pasar estudiantil a principios del setenta en el liceo Manuel de Salas, pudo inmovilizar para siempre su alegría castaña de pendeja ñuñoína, de chica aguda que eligió hacer de su vida un ético rodar. Sobre todo, cuando al crimen de su padre, se le suma la desaparición de Pedro Godoy, hijo de su empleada y compañero de juegos en la infancia de Carmen, tan querendona de aquella mujer humilde que la crió, y que el aciago destino borró clases sociales colocándolas juntas en la misma paralela del horror. Y el día que encontraron a Pedro, esa mañana que reconstruyeron sus huesos y despojos sobre una camilla de lata para ser identificado, allí estaba la vieja empleada de los Soria, muda y descalabrada, tratando de relacionar el cuerpo tibio de su niño con ese rompecabezas óseo en su rígida palidez de espanto. Y a su lado estaba Carmen, mirando a la mujer inmóvil que recorría con sus nublados ojos la rigidez abollada de esa clavícula, el fémur trizado de su pierna futbolera, las falanges calcáreas en crispado reposo. Allí estaba Carmen hermanada con su empleada en el rito mordido de la identificación. Allí mismo la pequeña huérfana Soria fue testigo del único gesto de su nana al estirar la mano para acariciar las zapatillas de su hijo Pedro. Y Carmen compartió ese gesto, como si toda la pesantez del mundo cargara esa mano, ese tacto suave de yemas maternas que en la larga espera del encuentro, sólo reconocen el calzar oxidado de un interrumpido palomillar.

Para muchos, los llamados «casos emblemáticos» del crimen impune y la desaparición de persona en Chile (Soria, Letelier, Prats, etcétera) formarían parte de una élite que por clase social, estatus político o diplomático, habrían obtenido mayor visibilidad pública y apoyo internacional, como si hasta en la cruel uniformidad de la razia criminal, se impusieran los privilegios de clase. Para Carmen Soria, estos privilegios son parte de la misma lacra de la injusticia, y en una entrevista suya la aclara con vehemencia: «El crimen de mi padre tiene la misma importancia que el de todos los ejecutados y desaparecidos, y en mi lucha por esclarecerlo están todas las víctimas, y especialmente los menos garantizados, los más desaparecidos por su anonimato.» Es posible que este mismo desplante que Carmen lleva con hermosa soltura, la haya individualizado como vital activista por la defensa de los derechos humanos en nuestro país. Desde aquella primera vez en que conocí a Carmen, confrontando la fría brisa playera con su rostro limpio de cara al mar, supe que a esta mujer la tragedia no la había vencido, y que en ella, el dolor se hizo rabia, y el perdón había transmutado su oleaje difunto en la marea espumosa de una indomable canción.

martes, noviembre 07, 2006

Sybila Arredondo (o una chilena en el exilio peruano de la sombra)

De ella poco se sabe en su destierro «al este del paraíso». Tampoco las cartas son aves bienvenidas para la brutal prohibición que tiene de leer o escribir en su mudo castigo. Cada año, el seco invierno limeño escarcha de polvo la pequeña cuenca enrejada de su ventana penal, amenazando derribar el temple de su pensar libertario. Pero ha pasado en manadas el tierral de las décadas y ella sigue sin volver, enjaulada en esa fría celda como un pájaro peligroso, mientras la eterna espera mutila el tedio de su orgullosa soledad. Y es que de siempre, Sybila fue así, ya de niña remarcada en el perfil de su desmelenado gesto, ya de joven fresca y en su alborotado afán de creer en un mundo justiciero y novelesco, ya de mujer cuando los verdes años le revoloteaban en las páginas de los libros, conviviendo con la literatura, alternando día a día con los grandes personajes que visitaban su casa. Los amigos de su madre, Matilde Ladrón de Guevara, escritora y yunta de Pablo Neruda con Matilde Urrutia. Tal vez por eso, la literatura fue un reino paralelo que espejeaba su cotidiano, un sueño de mundo posible, discurseado en la lírica ebria de los poetas. Una utopía de mundo impulsada por los versos de Jorge Teillier, susurrados en su oído en los eructos del alba. Y así el amor la encadenó al corazón de ese joven sonámbulo de trenes, el lánguido poeta Teillier, un adolescente flacuchento cargando pesados libros que contrapesaban el culebreo etílico de su pendejo vaivén. Y quizás, para Sybila, ese primer matrimonio enmarcó de rosas sepias su primer enlace con la literatura, cuando de tan jóvenes, las tardes de domingo campaneaban en los brindis con Enrique Lihn, y tantos amigos de la pareja que retozaban los almuerzos en la mesa del patio, en esas doradas tardes riendo y jugando con Sebastián y Carolina, los pequeños hijos que resultaron de esa florida pasión.

Algún eco de esas risas vuelve a retratar a la Sybila de ese tiempo, castaña y altiva con un chispazo de gallarda ética en su mirar risueño. Ese mismo gesto que descubrió José María Arguedas, el escritor peruano, cuando la conoció en una conferencia que vino a dictar en la Universidad de Chile. Por entonces, ya el matrimonio con Jorge Teillier había sucumbido y Sybila trabajaba en la Librería Universitaria, a un costado de la casa de Bello, por esa Alameda de marchas y mítines obreros, entre Arturo Prat y San Diego. «Por esa veredita de oro con luz de luna o de sol», llegaba José María a buscar a Sybila, bastante más joven que él, para pololearla con el fulgor mestizo de su bella pluma. Él ya era famoso y reconocido entre los grandes de las letras latinoamericanas. Pero junto a Sybila, al fuego vital de su indómita presencia, Arguedas se acurrucaba como un tímido zorro falto de cariño.

Así la pareja decidió anudar las cintas lacres de sus vidas en la dupla amorosa y americanista que desde ese momento embanderaría su destino. Juntos partieron a Lima donde establecieron su hogar y su trabajo cultural en la ciudad de los virreyes. Pero esa Lima de entonces, con calles de adoquines y «sonrisas con rubor», una ciudad tajeada por el crudo contraste social de indígenas a medio cubrir por los harapos y pituquines del embeleso limeño, los soberbios paseantes del Miraflores palogrueso y tradicional, esa clase que se sentía dueña del talento de Arguedas por haberle entregado las claves de la literatura occidental. Esos limeños de tez clara, descendientes del yugo español, nunca aceptaron que una chilena se casara con Arguedas, su mayor escritor, y menos que lo fuera politizando hacia lugares tan extremos que incluían la revolución armada y la confrontación social.

Y es que este país ya está confrontado, ya está escindido por la injusticia, le comentaba Sybila a José María mientras caminaban por los verrugosos callejones de la Lima criolla. Mira esta ciudad de esclavos y niñeras incas de uniforme, sirviéndoles el té a toda esa clase patricia de lisuras intelectuales y aristócratas, le repetía ella con una brasa de rabia en sus ojos de fuego azuceno. Aquí la gran masa de indios y pobres es humillada y explotada por unas cuantas familias burguesas. Tú eres un cholo, y sólo te aceptan como indio ilustrado.

Y no pasó mucho tiempo hasta que los pasos de Sybila se encaminaron junto a la bronca indigenista de la izquierda peruana. Eran épocas de nacimientos y desates armados, de guerrillas y brotes insurrectos en toda la América plebeya. Y Sybila se sumó a ese derrame como ayudista, correo y protectora de jóvenes, estudiantes y mujeres indígenas que militaban en el proscrito Sendero Luminoso. Una guerrilla con tendencia maoísta, el movimiento revolucionario más fuerte y numeroso organizado en Perú, y que durante mucho tiempo puso en riesgo la estabilidad conservadora de esa nación. Y fueron varios los personajes políticos e intelectuales que adhirieron a esa causa, principalmente del ámbito académico, de la Universidad de San Marcos en Lima, donde Arguedas ejercía su labor docente. El escritor, ya bastante mayor, y afectado de una oscura depresión, visitaba continuamente Chile para atenderse con la psiquiatra Lola Hoffman, pero aun así, nunca logró salir de ese negro pozo que más tarde lo llevaría al suicidio en la misma casa de Chosica que compartía con Sybila.

A la muerte de Arguedas, Sybila esperaba un hijo de un militante de Sendero, hecho afectivo y quizás compartido por José María, que el tribunal peruano utilizó suciamente en su contra cuando fue presa y condenada duramente por su participación en la guerrilla. Desde allí el cielo se nubló para Sybila Arredondo, condenada por traición a la patria, ya que ella había adoptado la nacionalidad peruana al casarse con Arguedas. Luego de varios años, la solidaridad de conocidos escritores latinoamericanos que abogaron por Sybila, logró su libertad, pero pronto volvió a caer presa al descubrirse sus contactos con antiguos amigos de Sendero Luminoso. Sybila no supo entonces que era vigilada por los perros de la inteligencia militar y sin saberlo, contribuyó a la captura de varios senderistas.

Desde ese momento, tal vez por la dura represión que recibió Sendero Luminoso, su accionar se tornó más violento, más explosivo, al incendiar la sierra peruana con su senda dinamitera. Y en esa escalada suicida cayeron inocentes, muchos campesinos que fueron pasados por el paredón tras el paso acosado de la guerrilla. Y en Lima, los continuos bombazos dejaron una estela trágica de niños y mujeres reventados por la pólvora. Y sin duda, el glorioso movimiento maoísta que alguna vez hizo soñar a las multitudes proletarias e indigenistas, decepcionó incluso a muchos que en los inicios habían apoyado y participado de esa armada ilusión.

Por hoy, la suerte de Sybila Arredondo no ve futuro, ni siquiera cuando la presión de su madre ante el gobierno de Aylwin logró que Fujimori le concediera la expatriación a cambio de que ella renunciara a la nacionalidad peruana. Pero Sybila se negó y eligió prolongar su condena en esa polvorienta prisión de Chorrillos, cerca de Lima. Y ahí está todavía, su larga trenza nevada se ilumina de sol media hora cada día, el único tiempo que le permiten salir al patio para ver el sol, y en esos contados 30 minutos de vigilancia extrema, Sybila enseña francés y filosofía a sus compañeras de prisión. Pero el sol cruza fugaz, como un cometa navideño para ella, y luego la retorna a la oscuridad de su mazmorra, donde borda el silencio de su injusta relegación. Así transcurre su larga noche tras las rejas en el desolado paisaje de Chorrillos, esperando como una niña el regalo mezquino de esa tajada de sol que le otorga la justicia peruana. El tiempo lento se desplaza como una cuncuna enferma por el desierto horizonte que ven los ojos de Sybila envejecida, pero aún de pie, aún resistente tras los altos muros de esa cárcel para presos políticos de Perú, otro socavón sin alma donde la crueldad judicial deja amohosarse el esqueleto vivo de Sybila Arredondo; una flor cautiva, una amapola canosa, privada del mundo en ese mortal escalofrío de tinieblas y desamor.

NOTA: Sybila Arredondo fue liberada en el 2003, cinco años después de que se publicara por primera vez esta crónica en la revista Punto Final.