viernes, marzo 31, 2006

Rosa María Mac Pato del Arpa (o "las encías doradas del arte")

Quizás, porque la realeza nunca anidó en estos peladeros, y por suerte su rancio olor estuvo lejos. Al otro lado del mar, salpicando los brillos del pallá y pacá de valses vieneses. Tal vez, es por eso que en este fin de siglo reaparece la nobleza pioja empolvada por el status del arte. Como si fuera un orgullo tener tan cerca a esas damas que se codean con el jet set alabando la cultura burguesa, la pintura pituca de los remates. Ese paisaje de París sobre la chimenea mi linda, o ese Matta upeliento que al caer la izquierda subió de precio. Porque todo cambia, y por fortuna el arte volvió a su hediondez de castillo, a su inutilidad decorativa. Sobre la mesita francesa la figurilla Limoges, para que la empleada mapuche le pase el plumero al ritmo del minué. Porque la señora Mac Pato no puede vivir en estos arrabales sin escuchar cada mañana la lírica alaraca de sus violines. No puede soportar el indiaje sin oír los cornos peorros de su ópera. No puede, no puede mirar el caminar patuleco de los chilenos, porque ella ama tanto el ballet clásico que va del Municipal al Bellas Artes del brazo de Pirulo Larraín flotando en su sublime pas de deux. Ella es benefactora de la danza frú-frú, y quiere educar a este país de rotos acostumbrados a la cumbia. Sueña con transformar Santiago en otro Versailles, y que hasta los pacos dirijan el tránsito en puntas de pie. Por eso ella va con su mueca estética por las galas del arte, a todos lados lleva su placa Pepsodent, repartiendo risas de triunfo capitalista, para que este país amurrado pueda reírse de su derrota social.

La Señora Mac Pato dedica todo su tiempo al evento del arte, corretea por las embajadas decorando los salones con cortinajes, macetas de petunias y pavos reales para que los chilenos aprendan los gestos trululú de la aristocracia europea. Porque ella admira a la nobleza y se emociona con las rabias que pasa Isabel II con sus nueras putingas. Eso te pasa Chabe por meter a la plebe en la corte, piensa ella. Igual como pasó en la Unidad Popular, cuando Allende le dio carta abierta al populacho para que entrara al Teatro Municipal. Y estos picantes, pos oye, se mearon en la felpa lacre-sangría de los asientos, se limpiaron los mocos con los tapices flamencos, y dejaron hecho un asco esa maravilla neoclásica de la arquitectura nacional. Por eso ahora subimos los precios de las funciones de gala. Además pareciera que los upelientos aprendieron modales en el exilio francés. Digo yo, porque hasta los socialistas dejaron el charango y le tomaron el gusto a la música clásica. Y también, para que no digan que una es injusta con la ignorancia, hoy tenemos conciertos a mediodía para que la rotada cultive su espíritu chabacano.

Así, doña Rosa Mac Pato del Arpa, no se cansa en su afán por educar a la cultura pioja drogada por los tiritones pélvicos del "Meneíto". Pero ella sabe que pese a todos sus esfuerzos, igual va a recibir el malagradecido pago de Chile. Igual las viejas pobladoras la pelan cuando ella aparece en la televisión modulando su finura Chanel. Igual las viejas rotas remedan sus modales de condesa cenando en palacio. Igual se ríen de ella, mascando con la boca fruncida, el charquicán humilde de la cocina obrera. La señora Mac Pato sabe que este país es burlesco con cualquier forma de colonización cultural que pretenda refinar la tosca greda de su carnada mestiza. Y no es que necesite una corte haragana que lo gobierne, y menos esas princesas con cara de caballo que adornan el revisteo del ocio clasista. Aunque hay un séquito de artistas mendigos de cóctel, que siempre la rodean como una abeja reina, y simulan escuchar atentos sus teorías estéticas del Primer Mundo haciéndole creer que este país necesita un blanqueamiento cultural. Pero, tal vez, sólo fingen estar de acuerdo con ella, mientras comen el canapé de langosta en la exposición y celebran los chistes british y su trivial simpatía de sangre azul. Pero muy en el fondo esa patota arribista, sabe que en este suelo nadie se ríe tanto como la señora Mac Pato. Hay muchas caries, mucho boquerón en sombras que apenumbran la alegría torcida de la mueca popular. Puede ser que ellos comparten las burbujas optimistas de su champán, solamente para agarrar una beca a París en Los Amigos del Arte, o sacar un catálogo elegante para una próxima exposición. Puede ser ese el único interés alpinista en la escalada social, lo que mueve al enjambre de artistas revoloteando en el perímetro de su risa esmaltada, solamente para que doña Rosa María Mac Pato del Arpa, crea que este país perejil comparte subyugado la mueca risueña de su calavera cultural.

jueves, marzo 30, 2006

El romance musical de los sesenta (o "los dientes postizos de la Nueva Ola")

Las estrellas del espectáculo chileno reflejan visos opacos de olvido o brillantes de triunfo de acuerdo a la adhesión popular que los encumbra o los entierra, según factores biográficos que recuerdan aquella cancioncita que te cantaba al oído, en el parque, aquellos años. ¿Te acuerdas? Pero no es solamente la nostalgia frambuesa o la promoción empresarial del artista lo que confirma o borra su evocación musiquera. También los sucesos políticos y sociales que los identificaron, hacen más duradera su fama, o la terminan, a pesar de la insistencia amigota de convidar a la estrella gastada una y otra vez al mismo programa.

Con la Nueva Ola pasa un poco eso, la obsesión comercial que desempolva ese arrugado grupo de veteranos teenagers, para reflotar una época para muchos feliz, especialmente para cuarentones que agotaron en el twist toda su rebeldía juvenil. Justo antes que viniera la escandalosa hippiemanía, justo allí se quedaron mascando chicle y tomando refrescos, mirando a los chicos malos del setenta que se venían con unas ganas de cambiarlo todo, a puro L.S.D., mariguana y estridencia rockera. No se la pudieron con la época, se quedaron pegados en la moto vespa, la corbatita fruncida y el corazón de caramelo. Jubilaron en su pequeñez del romance para suspiros juveniles. La Nueva Ola fue una manga de artistas popotitos y gotitas de lluvia en la ventana, la balada-manía que nunca se comprometió con los cambios sociales. Los mismos que reaparecen de vez en cuando rememorando esos años felices. Tan ambiguos y complacientes, que pueden volver en cualquier época. Tan apolíticos, que pueden sonar sus canciones en un orfeón militar o en el compact de la democracia. Para todos los gustos, tanto para el quinceañero que le da el gusto al papá, aprendiendo en guitarra la cancioncita cursi que el viejo le cantaba a la mami, como también para esos matrimonios que bailan el "Te perdí" tratando de agarrarse de los flotadores de la celulitis. Una música para todos los tiempos, que resiste todos los cataclismos políticos sin que se le caiga un pétalo de su cereza corazón. A lo más "la Pera madura" de Sergio Inostroza, que se hizo himno oficial de las concentraciones antidictadura. Con su estribillo "Y caerá, caerá, caerá" que coreaba todo el mundo para la pica de los pacos. Pero eso no más, porque el resto de nuevaoleros nunca participó de ninguna trifulca ideológica. Al contrario de una parte del neo-folclore que nació politizando y recontra izquierdista. A todo poncho, a toda metralla mierda y vamos de Vietnam a la salitrera, del campamento a la reforma universitaria. Así Víctor, el Quila, Rolando y tantos otros, pagaron con la muerte, el exilio y el olvido, la osadía de soñar un mundo más justo, una utopía social para un Chile que se resiste a recordar las barbas de la rebelión. Un Chile anestesiado por el cancionero fácil, que tartamudea incansable la misma depresión de amor, la misma letra tonta del me dejó, yo le mentí, y por eso me pasa. Y ni siquiera alcanza a ser el desrajado malamor de la ranchera mexicana. Porque este silabario musical chileno es apenas un cortejo asexuado y tímido que interpretan niñas de falda Chanel y jóvenes de pelo pegado. Como si cantaran para parecerle bien a alguien, a algún director de televisión que programa la música sin ganas del espectáculo y el marketing. Así, la vieja Nueva Ola sigue sonando en las radios en programas del recuerdo o en nuevas versiones de sus antiguos éxitos. Sigue sonando como lo que siempre fue, el analgésico melódico para una época de conflictos que despolitizó a aquella hula-hula generación.

miércoles, marzo 29, 2006

Don Francisco (o "la virgen obesa de la TV")

Redondeado por el sopor de la tarde sabatina, el mito burlón de Don Francisco recrea el lánguido fin de semana, el opaco fin de semana poblacional que, por años, solamente tuvo el escape cultural de Sábados Gigantes. El día chillón del verano haragán, el polvo seco de la calle sin pavimentar y la tele prendida, donde el gordo "meneaba la colita" al ritmo de la pirula.

Desde los años sesenta, el joven y espigado Mario, vislumbró éxito futuro en el tanto por cuanto del metro de tocuyo en su negocio de Patronato. Desde ese manoseo monetario del ahorro y la inversión ventajosa, hizo pasar a todo un país por la treta parlanchína de su optimismo mercante. Es decir, reemplazó el mesón de la negocia trapera por el tráfico de la entretención televisiva, la hipnosis de la familia chilena, que cada sábado, a la hora de onces, espera al gordo para reír sin ganas con su gruesa comicidad. Así, Don Pancho supo hacer el mejor negocio de su vida al ocupar la naciente televisión como tarima de su teatralidad corporal y fiestera. Con increíble habilidad, impuso su figura regordeta, antitelevisiva, en un medio visual que privilegia el cuerpo diet. Contrabandeando payasadas y traiciones ladinas del humor popular, nos acostumbró a relacionar la tarde ociosa del sábado con su timbre de tony, con su cara enorme y su carcajada fome, que sin embargo hizo reír a varias generaciones en los peores momentos.

Quizás, su famoso talento como estrella de la animación, se debe a que supo entretener con el mismo cantito apolítico todas las épocas. Y por más de veinte años vimos brillar la sopaipilla burlesca de su bufonada, y Chile se vio representado en el San Francisco de la pantalla, la mano milagrosa que regalaba autos y televisores como si les tirara migas a las palomas. Manejando la felicidad consumista del pueblo, el santo de la tele hacía mofa de la audiencia pulguienta ansiosa por agarrar una juguera-radio-encendedora-estufa-, a costa de parar las patas, mover el queque, o aguantar las bromas picantes con que el gordo entretenía al país.

Tal vez, la permanencia de este clown del humor fácil en la pantalla chilena se debió a que fue cuidadoso en sus opiniones contingentes y supo atrincherarse en el Canal Católico, además su programa siempre tuvo el apoyo de la derecha empresarial. Aun así, aunque Don Francisco reiteradamente evitó los temas políticos, hay gestos suyos que pocos conocen y que harían más soportable su terapia populista. Se sabe que en los primeros días después del golpe, ayudó a un periodista que entonces era perseguido por los militares. Tal vez, esto que alguna vez ha reconocido públicamente, haga más digerible su insoportable chacra, pero no basta para el Vía Crucis de la Teletón. Esa odiosa teleserie de minusválidos gateando para que la Coca Cola les tire unas sillas de ruedas. No basta la emoción colectiva, ni la honestidad de las cristianas intenciones, ni el sentimentalismo piadoso para justificar la humillación disfrazada de colecta solidaria. No basta la imagen del animador, como virgen obesa con la guagua parapléjica en los brazos, haciéndole propaganda a la empresa privada con un problema de salud y rehabilitación que le pertenece al Estado. Con este Gran Gesto Teletónico, el país se conmueve, se abuena, se aguachan sus demandas rabiosas. Y el "Todos Juntos", funciona como el show reconciliador donde las ideologías políticas blanquean sus diferencias, bailando cumbia y pasándose la mano por el lomo con la hipocresía de la compasión. Porque más allá de los hospitales que se construyen con el escudo de la niñez inválida como cartel, quien más gana en popularidad y adhesión es el patrono del evento. El sagrado Don Francisco, el hombre puro sentimiento, puro "chicharrón de corazón", el apóstol televisivo cuya única ideología es la chilenidad, y su norte, la picardía cruel y la risotada criolla que patentó como humor nacional.

A lo mejor, en estos últimos años de desengaño democrático, si había que exportar un producto típico chileno, que no fuera el Condorito, pasado de moda por roto y derrotista, ahí estaba Don Francis: sentimental, triunfador y chacotero. Si había que instalarlo en algún escenario, no cabía duda que el mejor era Miami y su audiencia sudaca y arri bista. Al resto del show, sumarle el gusaneo cubano y su hibridez de hamburguesa gringa y salsa transplantada, allegada, paracaidistas de visita siempre, pero igual se creen yanquis con sus pelos teñidos, sus grasas monumentales y su vida fofa del carro al mall, del mall al surfing, y del beach al living room, con bolsas de papas fritas, pop corn, pollo chicken y litros de Coca Cola, para ver al chileno gracioso, que cada tarde de sábado reparte carnaval y electrodomésticos a la teleaudiencia latina. Y no cabe duda que en estos trópicos se ha hecho insustituible, aunque ya no está con su yunta del humor, el cómico Mandolino, a quien dejó botado con su disfraz de vagabundo en las palmereadas costas de Florida. Pero eso no le preocupó a Don Francis, tampoco la querella por acoso sexual que le puso una modelo. El salió libre de polvo y paja y ella quedó como mentirosa, tonta y oportunista. En fin, dígase lo que se diga, Don Francisco equivale a la cordillera para los millones de telespectadores del continente que lo siguen, lo aman, le creen como a la virgen, y ven en la boca chistosa del gordo una propaganda optimista de país. Más bien, una larga carcajada neoliberal que limita en una mueca triste llamada Chile.

martes, marzo 28, 2006

La Quintrala de Cumpeo (o "Raquel, la soberbia hecha mujer")

Y fue hace tanto que vi a Raquel jovencísima animando una fiesta mechona de estudiantes universitarios. Y por allá entonces, no era tan parada en la hilacha y pasaba como una modelo más que locuteaba esas veladas juveniles del setenta. Ciertamente Raquel de pendeja era bella, pero de esas rucias que se saben bonitas y desde chicas las amononan con cintas y almidones los domingos, prohibiéndoles que jueguen con tierra, se sienten en el suelo, ensucien el vestido con dulces, o se junten con esas cabras piojentas que les pueden pegar los bichos en el pelo dorado; su precioso pelo color miel, lavado con manzanilla para que no se oscureciera.

A Raquel de pequeña la convencieron, con arrumacos y mimos, que había nacido para princesa, condesa o duquesa, en un país equivocado donde la gente es fea y ordinaria. Desde niñita le hicieron el mal de floretearle tanto el ego, pellizcándole tanto sus cachetes de guagua linda, que la afearon con su mueca de orgullo y soberbia que lleva hasta hoy, como un asco social en su boca fruncida de irónica muñeca vieja. Y debió ser que ella se creyó demasiado los halagos por sus ojos verdes y su cuerpo de diosa. Tal vez por eso delineó su vida entre encajes, rulos postizos y modas de pasarela. Por eso llegó a la tele de modelo al programa Sábado Gigante de Don Francisco. Y fue allí donde saltó a la fama cuando chantó al animador que quería verla «mover la colita». Y Raquel en cámara, le dijo que no, descolocando al gordo acostumbrado a payasear con las modelos. Le dijo: no Don Francisco, yo no voy a hacer el ridículo como usted. Y eso bastó para que Raquel saliera con viento fresco del programa, pero también le sirvió para ganarse la fama de haber sido la única que puso a Don Francis en su lugar. Sin duda, esa estrategia le sirvió para que las revistas pitucas la fotografiaran en portada, le dieran pega de maniquí, y por último la llevaran de candidata al concurso Miss Universo. Pero ahí no pasó nada con la belleza egoísta de Raquel, y regresó diciendo: que cómo iba a ganar, si las otras llevaban modistos, peluqueros y chaperonas hasta para lavarles las patas. Cómo iba a ganar, si este país era tan picante que la habían mandado sola, sin maquillador, y al separarse las pestañas con un alfiler, se había pinchado un ojo y tuvo que desfilar con el ojo colorado como un conejo.

Mientras rodaban los años en el Chile aporreado de los milicos, cuando la burguesía quería tapar lo que pasaba con galas fifirufas y pompones fascistas. Cuando la propaganda de la dictadura encontraba eco en esas revistas cuché «para gente linda», ahí estaba la Raquelita sumando su pretensión a ese entablado aristócrata amigote del fascismo. Allí era la esfinge de hielo para los yuppies atontados por su altanera elegancia. Era la más regia, la más top, la más chic de las mujeres chilenas que miraba sobre el hombro al país, apoyada solamente en su frágil hermosura. Y cuando ella llegaba, con su obeso maquillador llevándole la cola, todos los cuícos murmuraban: es ella, Raquel, lo más distinguido que ha dado este país cuma. Es ella, Raquel, la soberbia hecha mujer.

Y no pasó mucho tiempo que el modelo respingón de esta niña con aires de patrona, fue propuesto para interpretar a la legendaria Quintrala en una serial de la teve. Y Raquel, cachando que toda su vida cobraba sentido en la arrogancia despiadada de ese personaje, lo aceptó, pensando que era tan fácil como interpretarse a sí misma, que ni siquiera debía actuar para convencer a medio Chile que ella era la Quintrala actual, y así pasaría a la historia poniéndole su cara y su modo mandón a esa vieja de la Colonia. Y quedó pintada para la memoria nacional, alterando el retrato verdadero con su desdén de liceana mañosa.

En ese tiempo, era extraña la popularidad de Raquel para la gente sencilla que la admiraba por su desplante, pero nunca le entregó su cariño. Ni siquiera cuando campanearon los carillones reales de su boda con un taquillera piloto Fórmula Uno, y toda la realeza chatarra de Santiago fue invitada, hasta el propio Pinochet, que por amurrado la dejó esperando. Tal vez, por todas estas galas fétidas de la elegancia, la gente humilde nunca la quiso, ni siquiera cuando años más tarde se separó del marido tuerca, y ella con la misma altivez declaró que si la odiaban era por envidia, que si hablaban de ella, las críticas le resbalaban por su capa de Giorgio Armani.

Llegados los noventa, se volvió a casar, retirándose de la farándula a una vida rural en el campo chileno. Ya cuarentona, es difícil calzar con la juvenil tele democrática, es humillante volver de animadora después de haber soñado un reino. Luego de haber sido la mujer símbolo de una década fatal, donde el figureo televisivo blanqueaba la masacre en el glamour sangrado de los ochenta. Para la memoria, las fotos de Raquel en medio de ese jet-set revisteril, reaccionario y clasista, documentan en doble faz la mejilla empolvada del estelar, tapando la otra cara tiznada de un fúnebre país, un triste país que veía desfilar los monigotes famosos en la vitrina burlona al compás de la cueca uniformada.

Quizás, su última intentona por volver dignamente a los titulares fue en la pasada elección de alcaldes. Raquel se postuló por el perdido rancherío donde vive. Tal vez, usando la evocación de la Quintrala, quiso hacer verdadera la ficción televisiva, pensando que los huasos eran tan tontos, que ella podría manejar ese pueblo como Scarlet O'Hara en su hacienda negrera. Y fue casa por casa, rancho por rancho, cazando votos para su candidatura. Incluso eligió a una reina lugareña y le prestó el vestido metálico que usó para animar el Festival de Viña. Ese conocido traje de Raquel, que pesaba diez kilos de lata dorada, simbolizando el boom económico de la yupimanía a fines de los setenta.

El día de la elección, Raquel llegó a votar en una carroza vestida de terrateniente, pero los huasos ni se inmutaron, nunca los convenció esa señora extraña y llena de humos. Por eso no la eligieron alcaldesa; para ellos, Raquel sería siempre una hermosa dama envuelta en la frivolidad de la moda, nunca una mujer política.

Es posible que Raquel, tan preocupada del jet set criollo, nunca supo ganarse el afecto popular que no la pasa, que no la quiere, y le devuelve su arribismo derechista al verla ya ajada por su inútil maña de realeza en estos "campos bordados de púas". Pero igual ella quiere ser alcaldesa, Quintralesa, condesa o duquesa. Obtener un título de nobleza que por último rime elegante con tonta lesa.

El Gorrión de Conchalí (o "las amargas cebollas de Zalo Reyes en la TV")

Casi lo conocí en esas Quintas de Recreo de la peluda comuna de Recoleta. Finalizaban los setenta y la farra popular, silenciada por el toque de queda, se las arreglaba para hilvanar meneos clandestinos y sandungas del cuerpo en esas fondas colectivas y restaurantes con patio y ramá, donde la pobla remecía sus sinsabores al ritmo maraco de una cumbia, con la tumbadora, el bongó, los timbales y el pallá y pacá de la pachanga hereje del mambo.

Fue allí, cerca de Huechuraba, donde los colizas ensayaban sus merengues de conquista, confundidos con las vecinas, las guaguas y los obreros. Fue ahí, en la famosa Quinta Cuatro, donde la noche guaracha era una tomatera interminable, la noche mal iluminada por cuelgas de ampolletas que no era noche sin el Zalo, el morenazo pinganilla que hacía bailar hasta a los cabros chicos con su caliente "Chicharrón de corazón".

Entonces el Zalo era parte de esa flora popular que cada fin de semana aplaudía y gritaba pidiendo una vez más el cumbión del cantante. Y después, y luego de animar por horas la salsa del bailongo proleta, transpirado entero recorría las mesas bromeando con las locas, bailando con las señoras, compartiendo el vino turbio de las poncheras con su risa de perlas frescas que por esos años lucía el Gorrión de Conchalí. Esa misma risa que después se hizo música y "Lágrima en la garganta" al grabar discos y cassetes y aparecer en los diarios entrevistado, discurseando su origen de pobre, reiterando que ie debía todo a su gente, a su barrio, a su Conchalí, a su comuna de latas y tierrales que lo vio crecer. Su querido Conchalí que recorría en moto y los vecinos salían a saludarlo, pensando que Zalo era de allí, que el Zalo era auténtico porque no desconocía a su gente, y no importaba que dijeran que su música era cebolla, porque aunque el Zalo ganara mucha plata con su escabeche sentimental, aunque el Zalo fuera famoso y super conocido, aunque saliera en la tele con temos blancos y cadenas de oro en el cogote, el querido Gorrión de Conchalí nunca se cambiaría de barrio.

Pero al correr los años ochenta, donde retumbaban las bombas y las barricadas de las protestas, esa melancólica promesa no se cumplió. Y Conchalí vio partir a su Gorrión entusiasmado con el éxito en aquella televisión programada por el guante sucio de la dictadura. Ahí, en el circo refinado de la pantalla, en esos shows estelares donde gorgoreaban baladas la Simonetti, la Maldonado, el Zabaleta o los Quincheros. En esos programas desde el Sheraton, en el salón L'Etoile, en el barrio alto, el Zalo era el picante simpático que entretenía a los cuícos que tomaban whisky diciendo para callado: ¡enfermo de chulo este gallo, María Fernanda, pero es re amoroso!

Así, la caricatura de lo popular se hizo ganancias para el personaje de Zalo Reyes. Y de tanto venderle a los ricos el Condorito cantor, de tanto trago fino y otras exuberancias en polvo que compartió con sus nuevos amigos de sangre azul, el espigado cabro de Conchalí se fue hinchando de humos y placeres burgueses que lo convirtieron en un panzón de risa plástica, un fetiche picante de la cultura light, un invitado exótico para esos programas de conversa y liviandad que auspicia la actual tele democrática.

Y fue allí, en un conocido espacio de alto rating nocturno, animado por César Antonio, el viejo muñeco fifí de la pantalla, el señor Corales de los cumpleaños de Pinochet, el mismo conductor pirulo amigo de Zalo, quien lo invitó a participar de una experiencia hipnótica. Y para todo el país, conciente o no, Zalo Reyes se sometió al incierto juego de un, dos, tres, duérmase.

Entonces, el hipnotizador, un español que se gana la vida con el show del sueño, le dice a Zalo: usted está dormido, profundamente dormido, pero tiene hambre, hambre de comerse una manzana, una roja manzana que tengo en mi mano. Cójala, es suya, cómasela. Pero el mentiroso hipnotizador le pasó a Zalo una cebolla, una enorme cebolla que el cantante mordió con ganas, chorreándose la camisa con el jugo picante que corría por sus dedos. Y siguió comiendo y mascando, embetunándose entero con las amargas lágrimas de esa cebollera humillación. Como si el mote de cantante cebolla, que le puso el riquerío, se devorara a sí mismo, en una grotesca y cruel escena.

Es así, que la imagen del Gorrión de Conchalí mordiendo su cebolla, es un triste recuerdo de crueldad y vergüenza que programa la actual pantalla chilena. Quizás, una vulgar metáfora del arribismo, enjuiciada públicamente para todo espectador.

lunes, marzo 27, 2006

El exilio fru-frú (o "había una fonda en Montparnasse")

Tal vez, el regreso del exilio en los albores de la democracia, trajo de vuelta una nueva casta social que difundió por el mundo su calidad de huérfanos expulsados a culatazos de su tierra, asilados en otros suelos por el sensible alero de la solidaridad extranjera. Quizás el exilio chileno que salió del país con lo puesto una amarga mañana, tuvo privilegiados de acuerdo al status político o cultural que poseían entonces, cuando algunos pudieron elegir embajada y destino según el paisaje europeo que rondaba sus sueños. A diferencia de otros anónimos patipelados que los tiraron donde cayeran; México, Argentina, Cuba o la lejana Escandinavia, donde eran cucarachas de carbón en el cielo albino de los vikingos.

Para otros, en cambio, que tenían amigos y familiares en la Europa taquilla, no les fue difícil integrarse al exilio intelectual que visitaba museos en Florencia, estudiaba en la Sorbonne y se hacían los franchutes hablando esa gárgara de idioma, mientras se abanicaban con un diario chileno en un boulevard, lamentando los días negros que pasábamos los compatriotas en Chile con la mierda milica hasta el cuello y las balas limpiándonos el poto.

Muchos exiliados de elite, se hicieron artistas o escritores en esas tertulias de la nostalgia patria. Muchos pensaron que la distancia y la inspiración eran sinónimos animados con vino rosé y poemas de Benedetti. Y al terminar la pesadilla, algunos regresaron con cierto aire internacional, con cierto orgullo de conocer mundo, conversando entre ellos, recordando las super pastas que preparaban los Inti en la Mia-Italia, o los costillares fru-frú de la Charo en París. Regresaron llenos de humos vistiendo temos de lino blanco y fumando en pipa, invadiendo el panorama artístico de la resistencia, que según ellos, era un apagón cultural donde no había pasado nada.

Muchos que lloramos con los acordes de "Cuando me acuerdo de mi país", nunca creímos que el exilio iba a regresar convertido en una clase política que reitera costumbres colonizadoras aprendidas en el viejo mundo, tal vez un poco para adaptarse, y otro poco debido al arribismo cultural que llevaron siempre.

El retorno de esa generación que vio por televisión intercontinental los humos de las protestas, fue un The End cinematográfico en cine arte, un adiós en un puente del Sena, un último trago de tango embriagado de partida en los Champs Eliseés. Una vuelta siniestra al pobre aeropuerto de Pudahuel, que por más que lo modernicen, sigue siendo un ridículo mall plantado en los tierrales de la periferia. "Casi una cabina telefónica, una estación de juguete comparado con Oslo, Zurich o Fiumicino. Casi me dan ganas de devolverme cuando veo al Chile verdadero, tan feo y pobre. Ni parecido a la tierra añorada por mis viejos allá en Copenhague. Qué le encontrarán a esta porquería para querer venirse, digo yo".

Así, el exilio no sólo fue una separación obligada de costumbres y paisajes, también activó en muchos jóvenes nacidos en las sábanas europeas, un cierto rechazo al descubrir en el retorno su sencilla procedencia. Y aunque tengan cara de paisano con las mechas tiesas, es difícil que se crean chilenos habiendo pasado media vida acunados por las garantías del viejo mundo. En ellos algo de esa sofisticación apátrida es comprensible, pero no en sus padres que se trajeron hasta la receta de sopa francesa para animar sus veladas al ciboulette con música de la Piaf, Becaud o Prevert. Ciertamente esta clase del snobismo-return, fue la primera que al caer el muro y tambalear las utopías de izquierda se cambió el overol rojo para ponerse minifalda renovada. Los primeros en adoptar los ritos de la neo burguesía cultural que engalana la política. Al igual que esos aristócratas educados en Europa a comienzos de siglo, los Red-Ligth hacen insoportable cualquier reunión, hablando entre ellos, gangoseando en francés la nostalgia del "¿Te acuerdas Katy de ese Café en Montparnasse? Me acuerdo Maca de esa noche con Silvio, los Quila y la Isabel. Fue total". Así, los "Te acuerdas. Me acuerdo. Cómo me voy a olvidar", frivolizan en espumas de champán la película huacha del exilio chileno. Más bien, colorean de turismo el desarraigo involuntario de tantos otros que la lejanía enfermó de regreso, los mató de regreso en la impotencia abismal que sintieron al caer el telón enlutado de sus ojos distantes. Tantos más, famosos o no, doblemente exiliados por el suicidio, la enfermedad mortal o la depresión sin fondo de preguntar a diario: "¿te llegó carta? Lo supe. Ya me lo contaron". Otra parte del exilio, que se vivió la expulsión organizando peñas, amasando empanadas hasta la madrugada o juntando platas solidarias para apoyar la resistencia del terruño combatiente, son los retornados del silencio, los que rara vez evocan la expatriada melancolía del andar lejos, los que nunca se acostumbraron, los insomnes del noche a noche esperando el permiso de ingreso. Los que volvieron sin aspavientos y aprendieron a sobrevivirse con esa grieta incurable en el corazón.

Actualmente la izquierda dorada forma un clan de ex alumnos del exilio, que se pavonean de sus logros sociales y económicos en los eventos de la cursilería democrática. Tal vez, siempre quisieron pertenecer a ese mundo jet set que muestra los dientes en las revistas de moda. Quizás la ideología roja los privó de esos plumereos burgueses que miraron desde lejos con secreta admiración. En fin, el término del siglo desbarató el naipe ético de la Whisquierda, que ve agonizar el milenio con mucho hielo en el alma y un marrón glacé en la nariz para repeler el tufo mortuorio del pasado.

domingo, marzo 26, 2006

Camilo Escalona (o "sólo sé que al final olvidaste el percal")

Si hago el esfuerzo de recordar al Camilo de entonces, tengo que mirar la población en retrospectiva, cuando las familias atorrantes llegaron a ese barrio nuevecito, recién pintado, con plaza, escuela y mercado por allá en el año sesenta. Tengo que ver los camiones y las risas de los cabros chicos descargando sus canias Cic y sus comedores Normandos, y todo el traperío chillón de los pobres que trasladaban del Cerro Blanco o Cerrillos para habitar las casas y bloques, que los panaderos y molineros habían logrado levantar en la Gran Avenida a puro ahorro y esfuerzo.

Si lo pienso pendejo de apenas nueve o trece años, no puedo dejar de ver el acuario de sus ojos, que era lo único verde que chispeaba en el descolorido paisaje de la zona sur, en esos bloques de tres pisos que para nosotros eran tan altos, cuando jugábamos a ser trapecistas descolgándonos por sus barandas y fierros, a los gritos aterrados de alguna mamá tapándose los ojos para no ver el equilibrio suicida de los niños en el vacío de los bloques. Los edificios de la pobla, esas cajas de cemento para almacenar familias de mapuches panaderos que eran nuestros vecinos, nuestros compañeros de juegos esas largas tardes del verano proleta. Esos calurosos e interminables eneros, cuando el ocio infantil, sin televisión, nos hacía imaginar el mundo como una aventura, como una historieta de revista, de esas revistas de monitos que cambiábamos por un peso todos los días para creernos Mizomba, Turok, Roy Rogers, o Mawa, la Reina de la Jungla, en mi caso.

Entonces soñábamos tantos mundos, Camilo, y las leyendas de esos comics se hacían reales en el verano haragán de esos niños tirilludos, entretenidos en tirar piedras, cazar lagartijas o robar frutas en esas casas quintas de la Gran Avenida. Recuerdo difusamente esos inocentes delitos, veo entre los carbones oblicuos de los ojos mapuches, tus pupilas de agua marina que te coronaban líder, y eras el primero en trepar ia muralla sin temor a los perros y cuidadores. Eras el más ágil, el único que alcanzaba los damascos maduros, tan arriba esos soles niños que mordía tu boca jugosa. Nunca tuviste vértigo por la altura, quizás por eso fuiste el único que vio venir el futuro nublado, a diferencia de toda esa carnada de huachos que después crecieron pateando tarros y neumáticos en el fragor de las barricadas. Fuiste el único que apretó cueva al exilio después del golpe, debe ser porque los rubios siempre apretar, cachete cuando arde la selva del indiaje. Y ahora que lo pienso, ahora que te veo en la tele con tu terno tan parlamentario, caigo en cuenta que, tal vez, nunca fuiste de los nuestros, ni siquiera con el puño en alto atragantándote con esas frases rojas que les discurseabas a los estudiantes para que te eligieran presidente de la FESES*, en el liceo Barros Borgoño donde también yo estudiaba. Nunca te creí del todo Camilo, y tú nunca me viste. ¿Cómo me ibas a ver desde las alturas del Marxismo Leninista? ¿Cómo ibas a mirar al mariquilla de la pobla, un colijunto temeroso que no se atrevía a realizar las hazañas de los niños machos. Un niño raro que te veía boquiabierto chuteando la pelota en la polvareda de la plaza, que se moría por tocar el pelaje dorado de sus muslos enrojecidos por el día de playa. Un solo día al año en que madrugaba la población por el paseo de la Junta de Vecinos. Entonces, los niños no dormían soñando con esa primera vez que verían el mar. Y sumaban y sumaban mares de revistas hasta el infinito. Pero igual les faltaban pozas para completar el horizonte marino. Y cuando llegaban al mar de Cartagena, frente a la inmensidad de ese cielo aguado, se quedaban cortos, mudos, acezantes ante ese abismo salado y azul. Y sólo entonces se decidían a crecer para poder mirar un día frente a frente al dios de las aguas. Pero ninguno creció como tú Camilo, ninguno recorrió el mundo ni vio de cerca los paisajes de las revistas. Ninguno se fue de la población a otros barrios más pudientes. Ninguno fue a la universidad, ni menos llegó a presidente del partido socialista. A ninguno le bastó esa mancha azul, ese relámpago de mar para izar con triunfo su futuro. Y a todos esos niños del cuento, se los fue tragando lentamente el pan tanoso destino proletario. Alguno murió en dictadura, otros en peleas de borrachos, y el resto se pudrió de cesantía, alcohol, drogas o delincuencia en alguna celda de la cárcel. Al último lo encontraron colgado de una baranda en los bloques, como si volviera a ser niño jugando al trapecio para huir de la depresión angustiosa llamada pasta base. Como ves, en la población está todo casi igual, a no ser por todos los que faltan, los que se fueron esperando el día triunfal de tu regreso. Todos tenían algo que pedirle al parlamentario orgullo de la población. Todos deseaban al menos sacarse una foto contigo, para mostrarla a sus nietos y decirles que un día, ya esfumado por el alzheimer, corretearon con un famoso por los potreros de San Miguel, cuando todos los sueños infantiles cabían en unos ligeros zapatos rotos.

sábado, marzo 25, 2006

La Leva (o "la noche fatal para una chica de la moda")

Al mirar la leva de perros babosos encaramándose una y otra vez sobre la perra cansada, la quiltra flaca y acezante, que ya no puede más, que se acurruca en un rincón para que la deje tranquila la jauría de hocicos y patas que la montan sin respiro; al captar esta escena, me acuerdo vagamente de aquella chica fresca que pasaba cada tarde con su cimbreado caminar. Era la más bella flor del barrio pobretón, que la veía pasar con sus minifaldas a lunares fucsia y calipso, cuando los sesenta contagiaban su moda destapada y fiebres de juventud. Ella era la única que se aventuraba con los escotes atrevidos y las espaldas piluchas y esos vestidos cortísimos, como de muñeca, que le alargaban sus piernas del tobillo con zuecos hasta el mini calzón.

En aquellas tardes de calor, las viejas sentadas en las puertas se escandalizaban con su paseo, con su ingenua provocación a la patota de la esquina, siempre donde mismo, siempre hilando sus babas de machos burlescos. La patota del club deportivo, siempre dispuesta al chiflido, al "mijita rica", al rosario de piropos groseros que la hacían sonrojarse, tropezar o apurar el paso, temerosa de esa calentura violenta que se protegía en el grupo. Por eso la chica de la moda no los miraba, ni siquiera les hacía caso con su porte de reina-rasca, de condesa-torreja que copiaba moldes y figurines de revistas para engalanar su juventud pobladora con trapos coloridos y zarandajas pop.

Tan creída la tonta, decían las cabras del barrio, picadas con la chica de la moda que provocaba tanta envidiosa admiración. Parece puta, murmuraban, riéndose cuando el grupo de la esquina la tapaba con besos y tallas de grueso calibre. Y puede haber sido el calor de ese verano, el detonante culpable de todo lo que pasó. Pudo ser un castigo social sobre alguien que sobresale de su medio, sobre la chica inocente que esa noche pasó tan tarde, tan oscura la boca de la calle, tenía sombras de lobo. Y curiosamente no se veía un alma cuando llegó a la esquina. Cuando extrañada esperó que la barra malandra le gritara algo, pero no escuchó ningún ruido. Y caminó como siempre bordeando el tierral de la cancha, cuando no alcanzó a gritar y unos brazos como tentáculos la agarraron desde las sombras. Y ahí mismo el golpe en la cabeza, ahí mismo el peso de varios cuerpos revoleándola en el suelo, rajándole la blusa, desnudándola entre todos, querían despedazarla con manoseos y agarrones desesperados. Ahí mismo se turnaban para amordazarla y sujetarle los brazos, abriéndole las piernas, montándola epilépticos en el apuro del capote poblacional.

Ahí mismo los tirones de pelo, los arañazos de las piedras en su espalda, en su vientre toda esa leche sucia inundándola a mansalva. Y en un momento gritó, pidió auxilio mordiendo las manos que le tapaban la boca. Pero eran tantos, y era tanta la violencia sobre su cuerpo tiritando. Eran tantas fauces que la mordían, la chupaban, como hienas de fiesta; la noche sin luna fue compinche de su vejación en el eriazo. Y ella sabe que aulló pidiendo ayuda, está segura que los vecinos escucharon mirando detrás de las cortinas, cobardes, cómplices, silenciosos. Ella sabe que toda la cuadra apagó las luces para no comprometerse. Más bien, para ser anónimos espectadores de un juicio colectivo. Y ella supo también, cuando el último violador se marchó subiéndose el cierre, que tenía que levantarse como pudiera, y juntar los pedazos de ropa y taparse la carne desnuda, violácea de moretones. La chica de la moda supo que tenía que llegar arrastrándose hasta su casa y entrar sin hacer ruido para no decir nada. Supo que debía lavarse en el baño, esconder los trapos humillados de su moda preferida, y fingir que dormía despierta crispada por la pesadilla. La chica de la moda estaba segura que nadie serviría de testigo si denunciaba a los culpables. Sabía que toda la cuadra iba a decir que no habían escuchado nada. Y que si a la creída de la pobla le habían dado capote los chiquillos del club, bien merecido se lo tenía, porque pasaba todas las tardes provocándolos con sus pedazos de falda. Qué quería, si insolentaba a los hombres con su coqueteo de maraca putiflor.

Nunca más vi pasar a la chica de la moda bamboleando su hermosura, y hoy que miro la leva de quiltros babeantes alejándose tras la perra, pienso que la brutalidad de estas agresiones se repite impune mente en el calendario social. Cierto juicio moralizante avala el crimen y la vejación de las mujeres, que alteran la hipocresía barrial con el perfume azuceno de su emancipado destape.

jueves, marzo 23, 2006

Palmenia Pizarro (o "el regreso del 'cariño malo'")

Ocurría entonces que la Palmenia era gusto popular, pero en esos años lo popular era llanto de pobres, drama piojento, valsecito peruano que entonaba la cantante con voz de chola limeña. Y a pesar del menosprecio que tienen los chilenos por la gente del Perú, las canciones de la Palmenia habían clavado hondo en la emoción herida de la miseria barrial, esa estética lagrimera siempre dispuesta a suavizar rasmillones con el goteo entonado de la pena.

Por allá, en el revoltijo disquero de los años sesenta, se mezclaban todo tipo de ritmos; desde el eléctrico twist, las vueltas sin parar del rock and roll, el neofolclore político, y el valsecito fatal de la Palmenia. Y para todos los cantos había un público ansioso a la cola de los artistas en los auditorios de las radios, los teatros llenos, y también en las carpas ambulantes que transportaban el show en vivo de la recién estrenada tevé. Ahí, en la medialuna de tablones repletos por el familión pulento, Palmenia era la más querida, la voz del pueblo que cerraba el espectáculo con su "Odiame por piedad yo te lo pido". Y realmente era una gran figura, empinada sobre el resto de las estrellas que miraban con recelo las ovaciones del público.

Ella llegó a Santiago desde San Felipe, y su sencilla apariencia de muchacha nortina, era un contraste frente a todas las chicas yeah-yeah que mascaban chicle para que oliera a menta el tufo de sus primeros cigarros. Algo de ella escapaba de las modas, y la hacía presente tangenciada de otra forma en la amargura inconsolable de un malogrado querer. Algo en su timbre vocal tocaba finamente la desgracia del mal amor, y le repiqueteaba valseado en el rasgueo de su queja. Y esa "nube gris" errada del pentagrama pop que rockeaba ese tiempo, era la Palmenia, la dama morena que junto a su trío de guitarras, integraba esas caravanas de artistas que recorrían el país de norte a sur, alegrando el letargo opaco de la provincia. Eran semanas enteras que debían viajar juntos, comer juntos, dormir juntos, encerrados en el bus zangoloteándose por lejanos pueblos de caminos polvorientos. Caminos tan malos, que más de una vez el bus quedó atascado entre las piedras, y las estrellas tuvieron que caminar kilómetros, mojadas como diucas bajo la lluvia, para llegar al lugar de la actuación. Al parecer, esto se repitió varias veces; que un día un derrumbe, al otro día una inundación, al siguiente el aluvión, después el terremoto. Ala gira próxima un choque, a la otra un asalto, un rosario de desgracias provocado seguramente por la casualidad y la mala leche geográfica del país. Pero no faltó la cantante veleidosa que, sin inmutarse, dijo que la fatalidad viajaba con la Palmenia. Y este pudo ser un comentario sin mayores consecuencias, a no ser por un gordo animador de la tele sabatina, que repitió el chiste hasta el infinito, persignándose y cruzando los dedos cuando alguien nombraba a la inocente Palmenia. Así, el humor perverso que caracteriza a este suelo, le hizo el cartel de yeta a la cantante, que nunca más fue invitada a las giras, y menos a la televisión, donde el gordo ponía trenzas de ajo censurándole la entrada.

Pero como "no hay mal que por bien no venga", la Palmenia cansada de la fama de innombrable que le cerró las puertas de la farándula, agotada de tanta lengua salada diciendo que el nombre Palmenia era como decir culebra en los mitos de la escena, decepcionada con sus compañeros de canto, y sin hacer alarde, se marchó calladamente a México, y por muchos, muchos años, nada se supo de sus rumbos melódicos enamorando orejas con la nota quebrada de su voz.

En Chile pasaron los sesenta, llegaron los milicos. Los Huasos Quincheros y Patricia Maldonado se tomaron la tele. Clandestinamente se escuchó el Canto Nuevo y Gloria Simonetti grabó moduladamente a Silvio Rodríguez. Al llegar los noventa se fueron los milicos, y la democracia hizo como que llegó pero nos dejó a todos con los crespos hechos, esperando. Apareció la televisión por cable y la pantalla se abrió al resto del mundo. Vino la mexicomanía y los programas estelares de Raúl Velasco y Verónica Castro ganaron sintonía en el rating nacional. Y ahí recién volvimos a encontrar a nuestra Palmenia, triunfando como reina envuelta de brillos y plumas amarillo limón. Ahí recién recupera mos su imagen, como si no hubiese pasado el tiempo, igual de joven, igual de hermosa con su cascada de pelo azabache y el repiqueteo trizado de su garganta. Y ahí, recién nos dimos cuenta del gran vacío sentimental que en todos esos negros años nos había dejado su ausencia. Y ahora, por supuesto que avalada por la fama internacional, los empresarios chilenos se atrevieron a contratarla como figura invitada de la tele democrática. Y Palmenia, generosamente humilde, le dedicó a todo Chile el "Cariño Malo" de su exiliada humillación.

miércoles, marzo 22, 2006

Las campanadas del once (o "¿te imaginas Pichy qué hubiera sido de nosotros?")

Pa más recachas siempre hay un lindo día el once de septiembre, una mañana nacarada en el aire primaveral que contradice la nube tenebrosa de su recuerdo. Y si más encima le agregamos que hasta este año la democracia lo canonizó de festivo. Nadie sabe a santo de qué. Porque si era para evitar revueltas callejeras con el relajado ocio dominguero, se equivocó, hizo mal el cálculo al tratar de distraer la memoria de este día con un extraño festivo que deja el ambiente clavado de expectativas. Porque la ciudad desierta climatiza la tensión, previene asustando, y al asustar, saca a flote la mancha menstrual en el trapo otoño del recuerdo. Al asustar, desborda las rabias del ayer con esos informes que entrega el director responsable de la seguridad en la Región Metropolitana. Y a través del altoparlante gangoso, es la misma voz, el mismo tono autoritario, el mismo bando de uniforme repitiendo que todo está controlado. Todo está en calma y hay mil quinientos policías para re-prevenir cualquier desorden.

Casi todo es igual al primer once, como si de antemano se escenografiara el teatro crispado de una nueva puesta en escena. Entonces, ¿para qué tanto blindaje estacionado en las calles? ¿para qué tanto despliegue de pacos a caballo por todos lados? ¿para qué tanta exhibición de cucas aullantes, guanacos, zorrillos y arsenales de bombas lagrimógenas si no se van a usar? Si las legiones de policías, con sus escudos, se van a quedar todo el día sudándoles las verijas expectantes, esperando con ansias que aparezca una banderita roja para movilizar la repre.

Pareciera que todo está preparado para justificar el gasto millonario de la seguridad. Las platas de todos los chilenos que se ocupan para montar la paranoia ambiental de un once, el guión trágico que se evacua a lo largo del día en la función premeditada de su montaje. Aunque hay ciudadanos que dicen: a estos vándalos no se les puede dejar a la buena de Dios. Quién sabe qué pasaría si no hubiera tanta vigilancia. Qué desmanes, qué violaciones, qué saqueos hubieran ocurrido el 73 si los militares no hubieran tomado cartas en el asunto. ¿Te imaginas Pichy qué hubiera sido de nosotros?

En la mañana de un once, aunque brille un dorado sol, hay quienes aún despiertan tiritando, hay quienes no se levantan, y se quedan enredados en las sábanas de la vigilia, dormitando, tratando de alargar la noche anterior para borrar o saltarse los números paralelos de esta efeméride. Son muchos los que no quieren saber el día que están viviendo, y no despiertan, y duermen, y tratan de flotar en las aguas gelatinosas del presente once. Tratan de huir, de evitar la evocación de esa fecha nadando en cámara lenta, nadando contra la corriente en el río numeral del calendario, que inevitablemente los estrella contra los unos apareados de esas columnas. En la mañana de un once hay quienes no dan la cara, y andan todo el día mostrando sólo un perfil, y la otra faz la ocultan en la sombra.

Quizás en el amanecer de un once, las contradicciones ideológicas toman palco de acuerdo al remember trágico o festivo que las convoca. Así, muy temprano, las familias milicas, arrastrando empleadas y perros, se dan cita frente a la casa del Capitán General para glorificar la masacre de su gesta. Enarbolando viejas fotos del tirano, renuevan los votos y aleluyas fascistas al son peorro de las bandas y voces de mando que juran la reiteración del golpe. Cada año las ancianas Pinocheras llegan con su banderita a cantarle el Happy Birthday para Augusto que "cada día está más joven", repiten dobladas y roñosas cuando el patriarca sale a la calle a saludarlas una por una. Tal como lo hace con los políticos de derecha, que de planchado terno azul, brindan con champaña cuando los tunazos de los cañones hacen sonar las copas con las violentas campanadas del once.

Una fumarola de humo azul se eleva en el Barrio Alto a los gritos de Ceache-i-Chi-Ele-e-Le. Chi-chi-chi-le-le-le-Dale duro Pinochet. En el colmo de un tenebroso mal gusto, una mamá le estira su niñito vestido de boina negra al Generalísimo, que empañado de emoción, se deja retratar besando al crío de camuflaje reiterando la postal de Hitler y su beso a la infancia del Reich. Qué emocionante Pichy. ¿Dónde habrá un baño? Porque me está goteando el alma.


Y como si no bastara esta caradura disfrazada de chocheras patrias, la sandunga de los bototos continúa en la misa de mantel largo en la Escuela Militar, donde el mismo fraile castrense eleva las manos al cielo y santifica el día más brutal de las últimas décadas. La segunda independencia Pichy. Seguro que fue inolvidable pos oye. Me acuerdo clarito porque Felipe Ignacio estaba chico, y se escondió en la pieza de la empleada cuando bombardearon Tomás Moro. ¿No te digo?

Los sombreros de la Piñeiro

¿Quién recuerda a la Bebé Mackay de Moller, en la serie Juani en Sociedad, por allá en los sesenta? ¿Quién recuerda a ese personaje interpretado por Silvia Piñeiro, la señora paltona de la tele que impuso el "sí pos oye, regio mi linda, no te puedo creer Cotocó". Todo Chile veía ese programa en Canal Trece para copiarle los gestos pitucos y modales de condesa a la Piñeiro, la Primera Dama de la escena nacional. La misma actriz que hizo de Laurita Larraín en La Pérgola de Las Flores. Y cómo no. ¿Quién iba a interpretar mejor a esa emperifollada señora pegada al minué de la colonia? Quién si no la Silvia pos oye, la única actriz con abolengo. La elegante Piñeiro, admirada por los colizas del Barrio Alto, que se jactaban de ser sus amigos, que la acompañaban llevándole la cola, cuidándole los perros Yorkshire, esos ratones peludos que la vieja amaba como niños, y andaba con el racimo de perros colgándole por todos lados. Porque ella es, fue y morirá siendo regia, decía la gente al verla pasar con sus sombreros de todos colores, con sus sombreros como platillos voladores, sus sombreros como cucuruchos de cardenal, los sombreros de la Silvia, llenos de florcitas y cintas haciendo juego con el traje y los zapatos, cuando paseaba la tarde echándose aire con sus enormes pestañas postizas en el cerro Santa Lucía. Sólo le faltaba la carroza y el cochero para completar la estampa virreynal de la actriz confundida con el personaje. La Piñeiro, chiflada con el estereotipado pedigree que puso de moda en el tiempo del Coppelia y los Pepe-Patos. Cuando Santiago, estremecido por los cambios sociales, se dividía en los de arriba y los de abajo. Los pobres y los paltones, las señoras pobladoras y las damas pirulas, que tocaban cacerolas nuevas frente a los regimientos, para detener el escándalo plebeyo. Seguramente la Piñeiro era de estas últimas, porque siempre apoyó el golpe militar y no se perdía gala milica para estrenar un sombrero nuevo. Y hasta allí la fantasía principesca de la actriz se convierte en exceso, se hace real la película reaccionaria de su teatral representación. Como si teatro y vida fueran la misma obra, la misma comedia de clase que la Silvia siguió representando en la soledad de su delirio, en la psicosis de llamar a la servidumbre desde su triste vejez en el departamento mediopelo del barrio Santa Lucía que le regaló el alcalde. Donde aún sueña con los privilegios de estirpe que lucía la Bebé Mackay y la Laurita Larraín en aquella Alameda de las Delicias. En aquel tiempo, cuando Santiago respiraba aires de realeza y aromas de cristal. Tan diferente, Cotocó, a la ciudad ordinaria, a esa Providencia de rotos que tuvo que ver la Piñeiro desde el taxi, cuando fue al homenaje de Pinochet. Cuando se puso el último sombrero que le quedaba para decirle adiós a Augusto, adiós al último emperador. Y allí la vimos de nuevo por el noticiario de la televisión, porque hacía tanto tiempo que no actuaba en las teleseries de la pantalla. Seguramente porque los argumentos son tan actuales de nuevos ricos, y ya no triunfan las señoras tan fruncidas, tan estíticas, con esa mueca de náusea fina que lleva tan bien la Piñeiro. A pesar de su edad, a pesar de su encorvada vejez en silla de ruedas, aún le quedaba una altiva seducción para despedir al tirano, desde la sombra cómplice de su último sombrero.

martes, marzo 21, 2006

El encuentro con Lucía Sombra (o "nunca creí que fueran de carne y hueso")

Y uno no sabe que estos personajes, avales de tanta impunidad, sean ciudadanos comunes y corrientes. Y uno va por ahí pensando que jamás se encontrará con uno de ellos cara a cara y, por lo mismo, los tiene medio mitificados, medio caricaturizados por la imagen pública de TV o de revistas que pintan el día a día con el negro recuerdo de sus rostros. Pero existen, no son la especulación del marxismo, y se los puede encontrar en un mall, un cine, o mirando con lupa los cuadros de una exposición en una galería fruncida de la Costanera. En la muestra de ese pintor hippiento y paltón, que una tarde en el Venecia nos invita, a Ernesto Muñoz y a mí, a su muestra de pintura porteña. Y a veces uno se deja llevar por los aires de cóctel y buen trago que ofrecen estas inauguraciones del arte. Uno se encarama a una micro y llega, atrasado como siempre, medio deslumbrado por la fanfarria de mozos y petibuchés de langosta que pasean por tu nariz, sólo para que uno los huela, porque cuando estiras la mano, retiran la bandeja con destino a un grupo de críticos que se chupan los bigotes alabando las obras. Y uno se queda con la mano estirada y la lengua afuera corriendo tras los mozos. Los empaquetados sirvientes de cóctel que le hacen el quite a la manga de artistas pendejos y hambrientos que van a estas galas a degustar exquisiteces. Uno forma parte del choclón que se organiza para asaltar bandejas, y se instala cerca de la cocina donde salen los mozos soplados con el whisky. Y ahí hay que pararlos. ¿Qué te pasa gueón clasista que te arrancái de nosotros y sólo le servís a los cuícos? Porque estos mozos de cóctel fino están aleccionados para atender según la pinta. Son como algunos guardias de supermercado, que le hacen reverencias al pituquerío, y al rotaje, igual que ellos, lo tratan a patadas. "Maldición de Malinche", me comenta un pintorcillo mascando un canapé, al tiempo que llega un zoológico empielado de nutrias, osos y zorros, y el artista exponente se tira de guata al suelo para recibirlo. Sólo entonces me queda campaneando la cara de una mujer que entró con dos tipos de lentes oscuros y gestos nerviosos. Sólo ahí, se me evapora el whisky y esa cara me revuelve el estómago en una náusea con olor a trementina, milicos y rumbas. Y en ese vahído se me hace presente la hija del tirano, la Lucía Chica, tan quebrada en su alcurnia de sables y guardaespaldas C.N.I, evaluando los óleos. La veo tan campante como un personaje de pesadilla, pero hecho real en su trajecito de tweed y risa sardónica. Como si todavía ostentara el cargo de autoridad cultural que le regaló su papi. Y lo peor, veo que la gente la saluda, rodeándola, mostrándole los dientes, como si aún ejerciera el sombrío poder de su pasada gestión. Y ya sin poder contenerme, les digo a los artistas que por qué se hacen los lesos, que por qué no nos retiramos todos, que cómo pueden seguir respirando el aire macabro de esa presencia. Que cómo siguen brindando, haciéndose los tontos, compartiendo el mismo espacio, la misma fiesta con el fascismo de falda Chanel. Y por qué me hacen callar, diciendo que no hable tan alto, que no sea roto, que Pedro no podís ser tan pegado. Que a esta señora la invitó el dueño de la galería y debe ser por negocios. Pero el pintor es responsable de la exposición y debe saber a quién se invita, les contesto. Por lo menos debe dar una explicación por este mal rato. Porque si hubiera sabido nunca vengo. Dile a él po, me contesta una pintora punki que se corre con el grupo dejándome solo. Pero no hizo falta que le reprochara nada al pintor, porque enterado de la escandalera, se acercó con los matones y me dijo: si no te gusta te vas. Claro que no me gusta le contesté, porque si quieres hacer negocios con el fascismo, no me invites de espectador. Casi no alcancé a terminar la frase, porque los dos gorilas de gafas negras me alzaron con sus manazas, sacándome en punta de pies a la calle, donde me dieron una golpiza que me dejó inconciente tirado en la vereda.


Al parecer, algún conocido me subió a un taxi, y desperté con el violento ardor del alcohol que pusieron en la herida de mi cabeza. Por suerte aún me quedan amigos, les dije a los chicos que me habían llevado a su casa para atenderme. Y también por suerte no fue en otra época, pensé dolorosamente, viendo entre nubes el retrato de Lucía Sombra colgado en la blanca pared de aquella galería cerca de la Costanera, donde pintura, mercado y fascismo se dieron la mano, manchándose los dedos, en el día cómplice de aquella inauguración.

lunes, marzo 20, 2006

Gloria Benavides (o "era una gotita en la C.N.I")

Mucho cuesta recordar a la Gotita con jumper de liceo, acompañando a su mamá en la feria libre del barrio. Apenas una mocosa que vivía en esas casas de clase media en San Miguel. Cuando esa comuna brava era el territorio de los hermanos Palestro. El único lugar en Chile donde había un monumento al Che Guevara, en el Parque Gran Avenida, casi frente al colegio donde estudiaba la Benavides, la chiquilla de ojos soñadores que desde chica fue graciosa como una Shirley Temple nacida para el show. Desde Loncoche, su pueblo natal, ella venía pintada para estrella de la nueva ola, con su carita de ángel entonando esas tontas canciones que endulzaban los años sesenta del caramelo al corazón.

La Gotita era modelo de ternura, la niña virginal que cantaba en la matine de los shows radiales, la simpatía adolescente iluminando la portada de revista Ritmo, cuando a los jóvenes coléricos los despeinó la ventolera del twist y el desatado rock and roll. Pero la balada pop de la Gotita nunca fue estridencia, su cancioncita repetía el idilio quinceañe-ro del "muchacho malo mi mal amor", y nunca se contagió con ninguna letra irreverente . Así su blanda dulzura conquistó a todos los papis de aquella época, que soñaban a sus niñas así, igual de amorosas, rosadamente tiernas, diferentes a esas cabras locas arrancándose el pelo por Elvis o los Beatles.

La Gotita de entonces parecía una princesita hecha para el altar, cuando se casó enamoradamente de blanco con el cantante Pat Henry, y juntos fueron la noticia Colorín Colorado que llenó las páginas de la prensa. Fueron muy felices, tuvieron hijos, y la historia de la Gotita pudo pasar por el zapatito roto de un libro de cuentos que se cierra mágico y tradicional con campanas y azahares. Pero al correr los años, la noticia de la separación conmovió a la opinión pública que tanto se había encariñado con ese ideal de pareja. La Gotita quedaba sola con sus hijas, porque el ingrato marido partió a México dejándola abandonada, ahogándose en un mar de llanto.

Entonces nadie pensaba que ella se iba a reponer tan rápido. Tampoco nadie imaginó que cambiaría su estilo, reapareciendo en la tele como show-woman. Y después en el "Jappening con Ja", un programa chistoso cargado a la derecha, que le hacía gracias al régimen militar, con su humor grueso esos oscuros años de dictadura.

Allí, la Benavides invirtió la timidez de la Gotita interpretando caricaturas de mujeres fatales, secretarias solteronas y tías patulecas. Y lo hizo bien, conquistándose al público chileno que tanto ama la ridicu-lización de sus personajes populares. De todas sus interpretaciones, la más famosa es la Cuatro Dientes, que ahora triunfa con Don Francisco en Miami, y varias veces ha hecho llorar a todo Chile en el Festival de Viña. La popular Cuatro, una lola proleta a la que se le cae el casette cuando habla silbando por los hoyos pintados de sus caries dentales. Pero resulta que las mujeres pobres no hablan así, tampoco son tan dulcemente brutas, y menos se visten con esos trapos pasados de moda que la Cuatro lleva como uniforme marginal. Ese personaje sólo existe en la cabeza de la Benavides y en la risotada de un país gozoso con el chiste fácil que humilla a los débiles.

Durante los años triunfales de su carrera humorística, nada se sabía de su vida privada. Hasta aparecer en la prensa la noticia policial que la Benavides había quedado viuda de su segundo matrimonio. Lo curioso fue que nadie conocía a ese segundo marido, hasta leer el diario y enterarse que era un agente de la C.N.I muerto de un balazo por el hijo del General Contreras, ex jefe máximo de la antecesora e igual de tenebrosa organización (D.I.N.A.). Había ocurrido en una fiesta familiar al más puro estilo película western. Entre dimes y diretes, que te creís tan gallito porque soi hijo del jefe, que no te tengo miedo, que sale pa fuera, que dispara po hueón, que toma Bang Bang. Y el ex marido de la Benavides cayó muerto al suelo como si fuera una escena del "Jappening con Ja", sin cámaras ni luces pero muy en serio. Entonces el Mamito, con su frialdad de siempre, sopló el cañón del arma, alegó defensa propia, apoyado por los testigos de la fiesta, salió libre y todo volvió a ser como antes. Más bien, casi todo, porque se supo el secreto de la Benavides que en todos esos años nunca había opinado de política.

Entonces, otra vez vimos sus grandes ojos llorosos en las páginas de los diarios. Otra vez la vimos interpretando su viejo papel de Gotita adolescente, dramáticamente cómica, insoportablemente frágil, dudosamente engañada. Como si toda su vida se resumiera en una sola frase de su antigua canción: "Las caricaturas siempre me hacen llorar".

domingo, marzo 19, 2006

La visita de la Thatcher (o "el vahído de la vieja dama")

Las especulaciones sobre el desmayo de la Thatcher en Chile recorrieron el mundo por las pantallas con su desfallecimiento en tres tiempos, mientras arengaba a los tigres y faisanes de plumas regias. Pura estirpe económica aplaudiendo a nuestra señora del metal: la virgen iceberg bajando del Olimpo british hasta nuestra precaria monarquía sudaca.

Lo cierto es que Margaret, la isleña, se fue de bruces parando las patas frente a las cámaras. Y poco faltó para que viéramos sus blondas íntimas, sus encajes blindados con el almidón fálico que se tomó las Malvinas. Quizás a la Tachi el colesterol le jugó una mala pasada, cuando a los 70 años se sigue creyendo el Rambo gurka, la super woman de la estrategia bélica que de un paraguazo repuso la soberanía colonialista en el peladero helado de las islas. "Total la señora tiene carácter, es regia y mira con unos ojos celestes como el manto de la virgen", dijo una dama que la vio de cerca en el Cambridge College, entre las bande-ritas que agitaban los querubines albi-nacarados de la infancia cuica. "Se ve tan soft encorsetada en el traje sastre que no lo deja ni para dormir". Pero podrá pegar los ojos esta esfinge de hielo que se derrite agotada de tanto vocear las glorias del capitalismo. ¿Será esta anciana la misma lady de hierro, que en los ochenta, junto a otros jerarcas de la modernidad post derecha, giraron el vaivén progresista del mundo? ¿O será un doble?, el más fatigado que mandan a Latinoamérica para recordarnos que somos los indios más cult, las cinco plumas del Hyatt, la alegoría malinche que alfombra de flores las calles para que pasen estos famosos.

Aun así, la visita de la vieja dama fue otra bendición para nuestra recién estrenada democracia. De paso por La Moneda, tomé el té en la única taza salvada del bombardeo, alabó los cañones del patio, tarareó gangosa el "Si vas para Chile", le deseó un good future a Eduardo II, se subió a la limusina lamentando la falta de nieve en la cordillera, y todos la despidieron con lágrimas esterlinas en los ojos.

La agenda de Maggy correteando de bolsa en mercado fue vertiginosa, por eso la agitación le causó el desmayo; aunque versiones surrealistas lo atribuyen a un posible embarazo como premio divino por sus servicios en la cruzada anti marxista. Contra la prole izquierdista que ella no se cansa de fustigar. Aunque bajo este cielo azulado (derecho), los puños en alto se derritieron al encanto de la demos-gracia.

La vieja amazona england ya no tiene contrincantes, pero aún la sombra roja nubla su nirvana derechista, la hace tambalear en los tacos que le prestó Lady D para visitar al Capitán General, que tanto admira los cojones bajo las faldas. Por eso el nevado dictador le pidió que posaran parodiando el afiche de "Lo que el viento se llevó". Después le regaló una medalla de la virgen del Carmen y prometió nombrarla segunda Patrona del Ejército.

Quienes vieron en el desmayo de la patriarca una fatiga del modelo actual, se decepcionaron cuando ella se paró como un gato y dijo entre tinieblas: "No ser nada, I'm sorry". Hasta los tótems se caen y de nuevo en pie la dama de acero es invulnerable. Pero de cerca no se ve tan hierática, se podría confundir con alguna señora de beneficencia que acaricia con repugnancia las mechas tiesas de la niñez desnutrida. También podría ser un travesti representando a la Primera Dama que la burguesía chilena se quisiera. Por suerte el aire nacional, los mariscos o la marea roja le provocaron el soponcio a la pálida führer, que partió soplada a la clínica europea donde se restauran los horrores del pasado.

sábado, marzo 18, 2006

El cura de la tele ("olor a azufre en la sacristía")

No era necesario ser tan marxista para odiar su lengua de tridente picaneando a los milicos, azuzándolos a que se tomaran el poder y detuvieran la farra hereje de la U.P. La revuelta social de los años setenta donde el curita se creía el arcángel San Miguel liderando la cruzada derechista, declarando que la izquierda era un "vómito diabólico" que había que exterminar.

Pocos recuerdan esa época, y son más los que no relacionan a este santo varón con el arlequín negro que animaba la matanza desde el pulpito televisivo los primeros años del golpe. Ahí en la pantalla, cada noche, cerraba la programación corriendo un velo espeso sobre el drama de esos días. Con sus manos de anciana pirula, bordaba la telaraña encubridora de los acontecimientos, recitando el evangelio con los ojos perdidos, con los ojos blancos, con los ojos hueros de tanta elevación. Entonces, los televisores Westinghouse, esas enormes cajas en blanco y negro de ese tiempo, parecían flotar en la consagración de su reaccionario sermoneo. Y entre bendiciones de sables y mariguancias de clero que tejían sus manos huesudas, iba avalando la sucia bruma que tiznaba el cielo de un marchito país aplastado por las botas.

Cómo olvidar al padrecito dirigiendo el único canal de televisión independiente que podía informar sobre muchas cosas que no se sabían, que más bien se ocultaban con programaciones neutras y seriales extranjeras que animaban la cueca uniformada del canal con angelito. Imposible olvidar ese lejano Teletrece y su musiquilla de noticiario engañoso. Cómo olvidar al periodista centella que aparecía como por arte de magia junto a la C.N.I., mostrando los cuerpos ametrallados de los "terroristas en los presuntos enfrentamientos". Difícil no recordar su cara de bofe narrando fríamente esos sucesos. Más difícil resulta probar la complicidad que tenía ese periodismo instantáneo con las operaciones secretas de los aparatos de seguridad, donde la orden de los allanamientos era"no dejar pájaro con vida".

Después, el ojo televisivo del angelito multiplicaba por miles las cuatro bombas artesanales y el piojento fusil que escondía la peligrosa resistencia. Eran verdaderos arsenales, cuidadosamente ordenados del panfleto hasta la bazuca, para justificar la imagen noticiosa de esos cadáveres retorcidos, hechos bolsa por la granizada de balas. Ahora resulta impensable creer que existiendo tanto armamento, no tuviera éxito esa subversiva rebelión. Resulta triste pensar que un canal católico fuera compinche de tanta impunidad, sobre todo existiendo la Vicaría de la Solidaridad y tanto sacerdote que puso su vida en defensa de los derechos humanos.

Se podría decir que aquella sotana de la TV, junto a otros capellanes militares que bendecían los corvos de los boinas negras, fueron la turbia agua bendita que no logró manchar el papel cumplido por la Iglesia en defensa de los perseguidos. Apenas la excepción del Opus Dei, el verbo de Cristo hecho crimen por la boca arrugada del beato comentarista, tan casto, tan puro, criando manadas de gatos en su soledad contemplativa. Tal vez, el angélico curita, levitando más allá del mundo, nunca quiso saber de la carne rasgada en la tortura. Mientras Santiago se recagaba de miedo de espaldas a las bayonetas, el hermano santo extraviado en sus túneles eucarísticos, soñaba con blandos seminaristas de manso mirar. El fraile de la tele, se veía en un cielo azul marino persiguiendo mancebos con alitas y arcángeles de piernas peludas, enjambres de acólitos y querubines que el Altísimo le daba de premio por su lucha antimarxista. Y él, humildemente lascivo, los miraba trotar y correr por su jardín del paraíso, los veía emocionado brincando entre las nubes por el "campo de flores bordado" de su Chile militar.

Tal vez, este juicio al ayer pueda pecar de corrosivos sentimientos que atesora una memoria resentida en su porfía. En tanto hoy, la pantalla democrática pareciera evangelizar su negociada transición con estas negras máscaras que comulgaron con el horror. Pero la amnesia es otra mentira de este reconciliado carnaval, porque en los dulces Ora Pronobis de este inolvidable pastor, aún su lengua lagarta se asoma en la TV como una beata comadre que vocea el "Santo, Santo" de aquella podrida inquisición.

Las orquídeas negras de Mariana Callejas (o "el Centro Cultural de la Dina")

Concurridas y chorreadas de whisky eran las fiestas en la casa pije de Lo Curro, a mediados de los setenta. Cuando en los aires crispados de la dictadura se escuchaba la música por las ventanas abiertas, se leía a Proust y Faulkner con devoción y un set de gays culturales revoloteaba en torno a la Callejas, la dueña de casa. Una diva escritora con un pasado antimarxista que hundía sus raíces en la ciénaga de Patria y Libertad. Una mujer de gestos controlados y mirada metálica que, vestida de negro, fascinaba por su temple marcial y la encantadora mueca de sus críticas literarias. Una señora bien, que era una promesa del cuento en las letras nacionales. Publicada hasta en la revista de izquierda "La Bicicleta". Alabada por la elite artística que frecuentaba sus salones. La desenvuelta clase cultural de esos años que no creía en historias de cadáveres y desaparecidos. Más bien le hacían el quite al tema recitando a Eliot, discutiendo sobre estética vanguardista o meneando el culo escéptico al ritmo del grupo Abba. Demasiado embriagados por las orquídeas fúnebres de Mariana, la Callejas.

Muchos nombres conocidos de escritores y artistas desfilaron por la casita de Lo Curro cada tarde de tertulia literaria, acompañados por el té, los panecillos y a veces whisky, caviar y queso Camembert, cuando algún escritor famoso visitaba el taller, elogiando la casa enclavada en el cerro verde y el paisaje precordillerano y esos pájaros rompiendo el silencio necrófilo del barrio alto. Esa tranquilidad de cripta que necesita un escritor, con jardín de madreselvas y jazmines "para sombrear el laboratorio de Michael, mi marido químico, que trabaja hasta tarde en un gas para eliminar ratas", decía Mariana con el lápiz en la boca. Entonces todos alzaban las copas de Old Fashion para brindar por la alquimia exterminadora de Townley, esa swástica laboral que evaporaba sus hedores, marchitando las rosas que morían cerca de la ventana del jardín.

Es posible creer que muchos de estos invitados no sabían realmente dónde estaban, aunque casi todo el país conocía el aleteo buitre de los autos sin patente. Esos taxis de la Dina que recogían pasajeros en el toque de queda. Todo Chile sabía y callaba, algo habían contado, por ahí se había dicho, alguna copucha de cóctel, algún chisme de pintor censurado. Todo el mundo veía y prefería no mirar, no saber, no escuchar esos horrores que se filtraban por la prensa extranjera. Esos cuarteles tapizados de enchufes y ganchos sanguinolentos, esas fosas de cuerpos retorcidos. Era demasiado terrible para creerlo. En este país tan culto, de escritores y poetas, no ocurren esas cosas, pura literatura tremendista, pura propaganda marxista para desprestigiar al gobierno, decía Mariana subiendo el volumen de la música para acallar los gemidos estrangulados que se filtraban desde el jardín.

Con el asesinato de Letelier en Washington y luego la investigación que develó los secretos de Lo Curro, vino la estampida del jet set artístico que visitaba la casa. Varios recibieron invitación para declarar en EE.UU. pero se negaron aterrados por las amenazas telefónicas y misivas de luto resbaladas bajo las puertas. Y sólo una mujer anónima, aceptó via1jar y reconocer el acento Miami de los cubanos amigos de Michael, que una noche por sorpresa se cruzaron con ella después de una fiesta.

Aun así, aunque Mariana se convirtió en yeta cultural y por varios años desplegó el terror en los ritos literarios que visitaba, igual le quedaron perlas colizas en su collar de admiradores. Igual ejercía un sombrío poder en los fanáticos del cuento que alguna vez la invitaron a la Sociedad de Escritores, la fichada casa de calle Simpson llena de afiches rojos, boinas, ponchos y esas canciones de protesta que Mariana escuchó indiferente sentada en un rincón. Allí todos sabían el calibre de esa mujer que fingía escuchar atenta los versos de la tortura. Todos preguntando quién la había invitado, nerviosos, simulando no verla para no darle la mano y recibir la leve descarga electrificada de su saludo.

Seguramente, quienes asistieron a estas veladas de la cursilería cultural post golpe, podrán recordar las molestias por los tiritones del voltaje, que hacía pestañear las lámparas y la música interrumpiendo el baile. Seguramente nunca supieron de otro baile paralelo, donde la contorsión de la picana tensaba en arco voltaico la corva torturada. Es posible que no puedan reconocer un grito en el destemple de la música disco, de moda en esos años. Entonces, embobados, cómodamente embobados por el status cultural y el alcohol que pagaba la Dina. Y también la casa, una inocente casita de doble filo donde literatura y tortura se coagularon en la misma gota de tinta y yodo, en una amarga memoria festiva que asfixiaba las vocales del dolor.

viernes, marzo 17, 2006

Las joyas del golpe

Y ocurrió en un sencillo país colgado de la cordillera con vista al ancho mar. Un país dibujado como una hilacha en el mapa; una aletargada culebra de sal que despertó un día con una metraca en la frente, escuchando bandos gangosos que repetían: "Todos los ciudadanos deben guardarse temprano al toque de queda, y no exponerse a la mansalva terrorista". Sucedió los primeros meses después del once, en los jolgorios victoriosos del aletazo golpista, cuando los vencidos andaban huyendo y ocultando gente y llevando gente y salvando gente. A alguna cabeza uniformada se le ocurrió organizar una campaña de donativos para ayudar al gobierno. La idea, seguramente copiada de "Lo que el viento se llevó" o de algún panfleto nazi, convocaba al pueblo a recuperar las arcas fiscales colaborando con joyas para reconstruir el patrimonio nacional arrasado por la farra upelienta, decían las damas rubias en sus tés-canastas, organizando rifas y kermeses para ayudar a Augusto, y sacarlo adelante en su heroica gestión. Demostrarle al mundo entero que el golpe sólo había sido una palmada eléctrica en la nalga de un niño mañoso. El resto eran calumnias del marxismo internacional, que envidian a Augusto y a los miembros de la junta, porque supieron ponerse los pantalones y terminar de un guaracazo esa orgía de rotos. Por eso, que si usted apoyó el pronunciamiento militar, pues vaya pronunciándose con algo, vaya poniéndose con un anillito, un collar, lo que sea. Vaya donando un prendedor o la alhaja de su abuela, decía la Mimí Barrenechea, la emperifollada esposa de un almirante, la promotora más entusiasta con la campaña de regalos en oro y platino que recibía en la gala organizada por las damas de celeste, verde y rosa que corrían como gallinas cluecas recibiendo los obsequios.

A cambio el gobierno militar entregaba una piocha de lata, hecha en la Casa de Moneda por la histórica cooperación. Porque con el gasto de tropas y balas para recuperar la libertad, el país se quedó en la ruina, agregaba la Mimí para convencer a las mujeres ricachas que entregaban sus argollas matrimoniales a cambio de un anillo de cobre, que en poco tiempo les dejaba el dedo verde como un mohoso recuerdo a su patriota generosidad.

En aquella gala estaba toda la prensa, más bien sólo bastaba con El Mercurio y Televisión Nacional mostrando a los famosos haciendo cola para entregar el collar de brillantes que la familia había guardado por generaciones como cáliz sagrado; la herencia patrimonial que la Mimí Barrenechea recibía emocionada, diciéndole a sus amigas aristócratas: "Esto es hacer patria chiquillas", les gritaba eufórica a las mismas veterrugas de pelo ceniza que la habían acompañado a tocar cacerolas frente a los regimientos, las mismas que la ayudaban en los cócteles de la Escuela Militar, el Club de la Unión o en la misma casa de la Mimí, juntando la millonaria limosna de ayuda al ejército. Por eso, por aquí Consuelo, por acá Pía Ignacia, repiqueteaba la señora Barrenechea llenando las canastillas timbradas con el escudo nacional, y a su paso simpático y paltón, caían las zarandajas de oro, platino, rubíes y esmeraldas. Con su conocido humor encopetado, imitaba a Eva Perón arrancando las joyas de los cuellos de aquellas amigas que no las querían soltar. Ay, Pochy, ¿no te gustó tanto el pronunciamiento? ¿No aplaudías tomando champán el once? Entonces venga para acá ese anillito que a ti se te ve como una verruga en el dedo artrítico. Venga ese collar de perlas querida, ese mismo que escondes bajo la blusa, Pelusa Larraín, entrégalo a la causa.

Entonces, la Pelusa Larraín picada, tocándose el desnudo cuello que había perdido ese collar finísimo que le gustaba tanto, le contestó a la Mimí: Y tú linda, ¿con qué te vas a poner? La Mimí la miró descolocada, viendo que todos los ojos estaban fijos en ella. Ay Pelu, es que en el apuro por sacar adelante esta campaña ¿me vas a creer que se me había olvidado? Entonces da el ejemplo con este valioso prendedor de zafiro, le dijo la Pelusa arrancándoselo del escote. Recuerda que la caridad empieza por casa. Y la Mimí Barrenechea, vio con horror chispear su enorme zafiro azul, regalo de su abuelita porque hacía juego con sus ojos. Lo vio caer en la canasta de donativos y hasta ahí le duró el ánimo de su voluntarioso nacionalismo. Cayó en depresión viendo alejarse la cesta con las alhajas, preguntándose por primera vez, ¿qué harían con tantas joyas? ¿A nombre de quién estaba la cuenta en el banco? ¿Cuándo y dónde sería el remate para rescatar su zafiro? Pero ni siquiera su marido almirante pudo responderle, y la miró con dureza, preguntándole si acaso tenía dudas del honor del ejército. El caso fue que la Mimí se quedó con sus dudas, porque nunca hubo cuenta ni cuánto se recaudó en aquella enjoyada colecta de la Reconstrucción Nacional.

Años más tarde, cuando su marido la llevó a EE.UU. por razones de trabajo, y fueron invitados a la recepción en la embajada chilena por la recién nombrada embajadora del gobierno militar ante las Naciones Unidas, la Mimí, de traje largo y guantes, entró del brazo de su almirante al gran salón lleno de uniformes que relampagueaban con medallas, flecos dorados y condecoraciones tintineando como árboles de pascua. Entre todo ese brillo de galones y perchas de oro, lo único que vio fue un relámpago azul en el cogote de la embajadora. Y se quedó tiesa en la escalera de mármol, tironeada por su marido que le decía entre dientes, sonriendo, en voz baja: qué te pasa tonta, camina que todos nos están mirando. Mi-zá, mi-zafí, mi-zafífi, decía la Mimí tartamuda mirando el cuello de la embajadora que se acercaba sonriente a darles la bienvenida. Reacciona, estúpida. Qué te pasa, le murmuraba su marido pellizcándola para que saludara a esa mujer que se veía gloriosa vestida de raso azulino con la diadema temblándole al pescuezo. Mi-zá, mi-zafí, mi-zafífi, repetía la Mimí a punto de desmayarse. ¿Qué cosa?, preguntó la embajadora sin entender el balbuceo de la Mimí, hipnotizada por el brillo de la joya. Es su prendedor, que a mi mujer le ha gustado mucho, le contestó el almirante sacando a la Mimí del apuro. Ah sí, es precioso. Es un obsequio del Comandante en Jefe que tiene tan buen gusto, y me lo regaló con el dolor de su alma porque es un recuerdo de familia, dijo emocionada la diplomática antes de seguir saludando a los invitados.

La Mimí Barrenechea nunca pudo reponerse de ese shock, y esa noche se lo tomó todo, hasta los conchos de las copas que recogían los mozos. Y su marido, avergonzado, se la tuvo que llevar a la rastra, porque para la Mimí era necesario embriagarse para resistir el dolor. Era urgente curarse como una rota para morderse la lengua y no decir ni una palabra, no hacer ningún comentario, mientras veía, nublada por el alcohol, los resplandores de su perdida joya multiplicando los fulgores del golpe.

Epígrafe de De perlas y cicatrices

Golpe con golpe yo pago, beso con beso devuelvo. Esa es la ley del amor que yo aprendí, que yo aprendí.

(Canta Lucho Barrios)

A modo de presentación (De perlas y cicatrices)

Este libro está dedicado a Violeta Lemebel, Pedro Mardones P. Paz Errázuriz, Soledad Bianchi, Jean Franco y a todas mis compañeras de Radio Tierra, quienes en todo el tiempo de su mensajera elaboración, aportaron con su cariño para que este proyecto se viera realizado.

Han pasado casi dos años, desde que Raquel Olea y Carolina Rosetti me dieron un lugar en la programación de esta emisora de mujeres para que echara a volar estos textos en el espacio "Cancionero", un micro programa de diez minutos, dos veces al día, de lunes a viernes, donde este puñado de crónicas se hicieron públicas en el goteo oral de su musicalizado relato.

El espectro melódico que acompañó este deshilvanado collar de temas, es amplio y tan imprevisible como una discoteca memorial pulsada desde el control técnico por Marcia Farfán, a quien reitero mis agradecimientos. El producto de esta experiencia, no podría contenerlo la documentación letrada que en el paralelismo gráfico de este libro se imprime como muda pauta.

El resto, la puesta en escena ambiental, el gorgoreo de la emoción, el telón de fondo pintado por bolereados, rockeados o valseados contagios, se dispersó en el aire radial que aspiraron los oyentes. Así, el espejo oral que difundió las crónicas aquí escritas, fue un adelanto panfleteado de las mismas. Apenas un gesto auxiliar en la metafórica repartija de la voz. Ahora, la recolección editora enjaula la invisible escritura de ese aire, de ese aliento, que en el cotidiano pasaje poblador, alaraqueaba su disco discurseante en los retazos deshilachados del pulso escritural.

Este libro viene de un proceso, juicio público y gargajeado Nuremberg a personajes compinches del horror. Para ellos techo de vidrio, trizado por el develaje póstumo de su oportunista silencio, homenajes tardíos a otros, quizás todavía húmedos en la vejación de sus costras. Retratos, atmósferas, paisajes, perlas y cicatrices que eslabonan la reciente memoria, aún recuperable, todavía entumida en la concha caricia de su tibia garra testimonial.

lunes, marzo 06, 2006

La loca del pino

Más parecía un árbol ambulante, una rara especie de pino que pasaba todos los años a principios de diciembre, adelantando prematuramente la navidad. Y bastaba verlo para saber que el año ya estaba perdido, que todos los escuálidos proyectos de los habitantes de los blokes debían soñarse en futuro, porque la pascua se venía encima con su avalancha de gastos y preocupaciones festivas. Bastaba escuchar los gritos en la cuadra, los chiflidos de los vagos en la esquina embotados con la yerba, despertando sólo para gritar: Allá viene el maricón del pino. Y como siempre, salía todo el barrio a mirarlo pasar. A verlo todo entumido detrás de la rama, tratando de camuflarse en el vaivén mustio del ciprés. Todo tembleque llevando el pino como si enarbolara un estandarte, resistiendo la chorrera de tallas que argumentaban los volados con la escasez de neuronas dejadas por el neoprén.

Varias generaciones conocieron a la loca del pino, era un personaje que daba inicio a los festejos de los blokes. Tras su paso, venían las colectas puerta a puerta para comprar los juguetes de los cabros chicos. Las pelotas plásticas que al primer chute quedaban hechas bolsa, y esas muñecas calvas que se arrumaban como fetos en el local de la junta de vecinos. También la pintada de paredes, la típica blancura de la cal, tan barata, y que en un dos por tres convertía la mugre en un velo de novia. Un verdadero albor milagrero para tapar el óxido del orín en las murallas lloradas. Allí los volados, por única vez al año participaban en la colectiva del ornato. Con una brocha y un tarro de cal, parchaban sus propias huellas de meados y grafitis satánicos. Y con unos pitos y una caja de vino cuneteado, eran capaces de blanquear hasta el cielo apolillado de su mañana finito.

Nadie habló nunca con la Loca del Pino que pasaba dando ese campanazo, ese presagio, esa angustia feliz porque el año por fin se iba arrastrando su chatarra de ilusiones vencidas. Esa torre de esperanzas y mejoras económicas del barrio, que la loca echaba por tierra de un paraguazo. Como si fuera un reloj que acelerara las carreras al Seguro Social, por esa jubilación que, otra vez, debía esperar hasta el próximo año. Hasta vuelta de vacaciones, y que pase el siguiente, refunfuñaban las mujeres del mesón a la hilera de abuelos que debían desandar su ilusorio trámite a los tiritones del Párkinson. Hasta el próximo año, hasta que los doctores vuelvan de vacaciones, suspiraba la enfermera del policlínico soplándose la uñas recién pintadas. No hay ninguna posibilidad de atención en oncología, les decía a la masa de mujeres que esperaban tocándose sus tumores mamarios, esas semillitas que a vuelta de vacaciones serían melones cancerosos. Todos los exámenes de recuperación quedan para marzo, gritaba el profesor del liceo a los estudiantes porros que habían reprobado alguna asignatura. Esos mariguaneros rezagados que se iban "pateando la perra", sabiendo que no se mamarían el Cid Campeador en el vacilón de las vacaciones calurosas. Los péndex de última fila, que prendían un pito a la salida del colegio para brindar con humo ácido la reiteración de "otro año perdido". Total, seguirían siendo jóvenes mientras hubiera pasto que quemar. Mientras existiera la esquina para aplaudir al maricón del pino que les subía el bajón con su pasito coligüe. Con su arrogancia leñera que nunca transó con el artificio de los pinos taiwaneses. Ni siquiera esos años cuando la ecología de la dictadura prohibió la corta. Y puso milicos armados custodiando los árboles. Y era tan grave como ser comunista cortar una ramita y andar con olor a pino. Por eso la importación sembró la ciudad con árboles plateados, dorados, azules y fucsias. Algunos tan naturales, tan similares al original, tan altivos y respingones en su eterno verdor sintético. Mucho más orgullosos, por su parecido con el abeto cursi de la postal del norte. Mejores que el pino tonto y desgarbado de la foresta nacional. Y ni aún así, ni siquiera los resplandores chillones de ese mercado extranjero lograron convencer a la loca, que arriesgándose a recibir un balazo, se encaramó como un gato a la muralla de la Municipalidad y cortó una rama del pino edilicio. Y pasó por la cuadra con el raquítico gancho como si llevara la bandera de la libertad.

Así, por su osadía, se ganó el respeto del barrio y de los péndex que nunca más le gritaron insultos. Los mismos locos que en la primera navidad democrática, adornaron con cuelgas de luces la oscuridad de los blokes. Collares de ampolletas de baranda a baranda, de ventana a ventana, de sonrisa a sonrisa, perlaron de brillos los negros recuerdos del apagón. Tantas bujías alegraron el rostro fatigado de los blokes, todas de cien watts. Más de cincuenta cajas anotó el paco en el parte policial por el robo al supermarket recién instalado en la pobla. Pero nadie dijo nada, a nadie se le cayó el cassette cuando pasaron los ratis preguntando casa por casa. Total ese gringo ladrón tenía mucha plata para reponer la pérdida. Era dueño de varios supermercados que competían con el cuarto de azúcar fiado que ofrecían los boliches pulguientos. Además, después que pasaron las fiestas, los mismos volados se encargaron de borrar la evidencia del hurto, haciendo puntería con las luces a peñascazo limpio. Como si en ese gesto anticiparan la decepción del triunfo político. El radiante amanecer democrático que llegó cargado de promesas para el Chile joven, y que luego, al correr los años neoliberales, el "tanto tienes, tanto vales" de su oratoria, fue nublando el sol pendejo de la recién encielada libertad.

De pascua a pascua, los "Nuevos Tiempos" encallaron en los amarres constitucionales del blindado ayer. La justicia fue un largo show televisivo, y el boom económico le puso llantas Good Year a la carreta chilena. Aún así, culebreando los acontecimientos, la loca del pino siguió cabalgando su navideño vegetal. Por cierto, más deshilachada, menos garbosa pasó ese último año sudando frío. Incluso se detuvo varias veces para descansar y tomar aliento. Se veía tan flacuchenta cargando el madero con esa lentitud calvaría de mariposa moribunda. Se veía casi transparente con esa palidez cerosa de Cristo oriental, cumbiando la pasión de fin de siglo. Y esos ojos, y esa mirada irreversible, cargada de plumas que dejó caer sobre los vagos jugando al naipe en la esquina. Ese mirar de yegua mustia, acariciando sus cráneos rapados, sus tatuajes a gillette encostrados en la espalda, sus huilas de camisetas y pedazo de short, apenas tapándoles las verijas. ¿Y de dónde tanto dulzor? Por qué esa ojeada de ternura desordenándole el juego a los chicos, que desconcertados, sólo atinaron a levantar la caja de vino para ofrecerle un copete. Pero ella, desde la vereda del frente, sombreada por el pino como quitasol, rechazó amablemente el ofrecimiento, y con un mudo adiós que dibujó su boca, rehizo la fatigada marcha.

Desde entonces se hizo difícil ponerse las pilas para engalanar la risa torcida de la navidad. Las viejas cansadas, dejaron que el fin de año llegara con lo puesto y se fuera pilucho sujetándose a dos manos el tambembe. El maquillaje de la cal se fue ampollando, y el rostro de los blokes retomó su máscara de clown descuerado. Y diciembre se transformó en un mes más, atorado de trámites y basuras de importación. Por ahí, alguien recordó que el chiquillo del pino no había pasado ese año. También se supo que nadie lo había visto hacía meses. ¿Se habrá cambiado de barrio?. ¿Habrá plantado un árbol en su casa?. A lo mejor ya no lo gustan los pinos naturales, dijo un péndex rascándose las bolas, mirando la vereda desértica de calor, donde no era posible imaginar nunca más el verdeado frescor de su sombra.

Juan Dávila (La silicona del libertador)

Sin querer echarle leña al fuego, más bien soplando de reojo la hoguera que se armó con la pintura postal del artista Juan Dávila, donde aparecía un Bolívar tetón y ligero de cascos, mostrando las nalgas morenas de la utopía latinoamericana. Y hay que ver cómo volaron plumas y corrieron los secretarios de embajada con la postal del libertador en toples. Como si traficaran una pomo donde la historia lucía erótica y coqueta, desempolvada por el bisturí plástico de la Juani.

Ciertamente tal postal es una foto de la pintura de Dávila, que a la vez es una cita de la clásica escultura ecuestre de los héroes, donde el caballo levanta la patita como único gesto homosexual, desde donde la Juani reconstruye con ojo coliza los fantasmas mitológicos de la independencia.

Quizás a la loca siempre se le pasa la mano cuando tiene que maquillar a esa señora pulcra y latera de la historia. La mano de la loca la convierte en vedette, apuntándole el seño hipócrita, inyectándole silicona a sus tetas ralas, a su pecho macho, aplastado por el corsé militar.

Así, la versión homosexual de los próceres, traviste en carnaval maraco el privado de la independencia. Porque no todo fue guerra y jurar a la bandera, como si la patria fuera un convento benedictino. Seguramente los padres putamadres de la patria también tuvieron su noche de celebración, chimba y zamba. Quizás terminaron un amanecer borrachos, con los pantalones abajo, persiguiendo a una sirvienta mulata. Tal vez era un mulato de ojos nostálgicos por Africa, encargado de izar el pabellón en su falo azabache. Quizás Simón no era tan Simón ni Bernardo tan Bernardo, y a José se le escapaba la San Martina, cuando desfilaba la tropa erecta por la calentura de la libertad.

Quién puede impedir que la loca imagine estos bacanales patrios, acercándonos al cuerpo real y sexuado de la historia. Invitando a esas estatuas frías y solas de los héroes a calentar el cuerpo con un meneo. Para qué deprimirse con la difícil unidad latinoamericana y el triunfo del capitalismo; si aún nos queda humor, desacato y cuerda para carretear este fin de siglo. A toda bola Bolívar, a toda verga Bernardo, a la Carrera José Miguel que están sonando las vihuelas en el compact. Sin botas ni escarapelas, a cachete suelto levantando el polvo de la zamacueca.

Quién puede impedir que la mente delirante de la loca enloquezca al bello guerrillero, y se pierda con él en los zaguanes oscuros de la colonia. "O sobre la nieve ay sí, Manuel quién lo diría", cabalgando a poto pelado en una yegua, Jesús María.

Así, el imaginario libertino de la loca redobla la libertad al liberar la libido de los héroes. Devela cierta masturbación de confesionario, de quien observa esta pintura como frente a un espejo. La censura que opera con esta obra, es más bien autocensura, de quien se sorprende pillado en su secreta cochinada burguesa. Porque en última instancia, lo representado es sólo un imaginario como travesía sexual por la historia. Y en su retrospectiva pagana, quita los tules del pasado y reaviva por un instante la fiebre del cambio.

Cecilia (El platino trizado de la voz)

Como una ola fresca que trinaba en un mar de gente, era la Cecilia por entonces, cuando el teatro Caupolicán se desbordaba de niñas con poleras beatle y faldas plato que movían plumeros en las galerías gritándole: Bravo chica te pasaste. Ahí la vi por primera vez y supe que ella iba a ser la gran estrella de la canción chilena, un metal de alondras que nunca tuvo la música popular en este país, la única cantante que arrastraba multitudes de fans embrujadas por el imán terso de su garganta. Un gentío extasiado que la seguía a todos lados, esperando incansables a la salida de los teatros, para arrebatarle la foto autografiada que estrujaban en su colérico corazón.

Corrían los sesenta, y el eco de las revoluciones hacía vibrar este hilo de mundo. De norte a sur, el cancionero radial era el telón de fondo que animaba los cambios sociales, en un mundo bullante y sentimental hipnotizado por la utopía. Allí Cecilia era la reina de la engominada nueva ola, el violín mágico de los colizas que imitaban el falsete de su voz. Una voz demasiado fina, un colibrí mujer como estéreo símbolo de vaporoso traje a lo Brenda Lee, que por esos años cimbreaba su cintura de avispa chillona al compás del twist.

Pero Cecilia también era otra cosa, una diva de la juventud que llenaba coliseos cantando "el tango francés de las rosas", con letra en italiano y acento sureño. Porque la chica había llegado del sur, desde Tomé, cerca de Concepción. Se vino muy joven, y mientras viajaba en el tren a la capital, la cinta verde del paisaje corriendo en la ventana, le dio esperanzas de éxito en el concurso radial para aficionados donde iba a participar. De ahí saltó a la fama y fueron noches y noches de aplausos para ella, que nunca imaginó su nombre en marquesina de ampolletas como primera figura de la naciente nueva ola chilena.

Entonces, escotes de corazón y vestiditos de encaje arrepollaban sus caderas, prestándole el femenino encanto que hacía suspirar a la manga de admiradoras que amoldaban su lésbico andar al vaivén "Bom, bom, bom de un brillar mil estrellas". En realidad, ella era otra voz, un timbre agudo que cruzaba el aire en la vitrola tersa de su canto. Un acento plateado girando en los discos de oro que ganaba por superventas. Su voz era la nota de cristal que ganó el Festival de Viña de una plumada, y esa noche, todo Chile la vio en televisión "como una antorcha encendida en un mar de gente". Y después, el avión al Festival de Benidorm en España, donde aparecía en fotos con otros grandes de la canción. Galanes famosos que la prensa le colgaba de romances. Y ella no contestaba, solamente alzaba los hombros tímidamente en un "Quizás, quizás", que amordazaba su secreto.

Después llegaron los setenta, y la estridencia rockera desgarró la balada pop de los ya no tan jóvenes coléricos. Muchos se fueron para la casa, y otros se quedaron animando programas del recuerdo con el zapateo yea, yea de la placa de dientes. Entonces, Cecilia, aprovechó este recambio para tirar lejos los tacoaltos y las enaguas almidonadas. De la noche a la mañana apareció travestida de Elvis Presley. Con buzo plateado pata de elefante y botas texanas, enfrentó desafiante la nueva década con su look chulesco. Pero este país, engarzado en la costra de la tradición, no aceptó la estética chicana que evaporó el tul feminoide de la estrella. Así, los comentarios morales del ambiente artístico y la lengua amarilla de la prensa, la fueron desprestigiando hasta ahogar su trino en el vaso de alcohol que tomaba y seguía tomando, esperando inútil que el "teléfono callado" sonara por algún contrato. Sus fotos de niña buena se fueron ajando en las vitrinas de cabaret pobres que tuvo que compartir con vedettes de plumaje arrugado. Bellas palomas mustias que le brindaban a veces una sonrisa prohibida.

Pero allí, siempre estuvo la barra incansable, las macorinas taconeando el "Buen día tristeza" en el menguante de su luna clandestina. Las chicas "fieles de gran corazón", que embriagadas por el perfume ácido de una corista, no dejaban de gritarle otra vez chica, dale con ese "Baño de mar a medianoche". Las eternas admiradoras, aplaudiéndola borrachas en la hostia pagana de esas pistas. Ahí, en "El Clavel", con toque de queda, alguna loca retrasaba el amanecer entonando una vez más el "Bom, bom, bom de la noche en dictadura sin estrellas". Y Cecilia un poco más vieja, más golpeada por la palidez del alba, insistía en pagar la tarifa del taxi con sus fotos autografiadas, que estiraba como billetes, diciendo que ella era Cecilia, la incomparable.

Negada por años en las pantallas de los show televisivos, un empresario nostálgico juntó los vestigios de la Nueva Ola, tratando de reflotar el twist Loly Pop de aquella adolescencia. Entonces se le vio nuevamente en la tele, maquillada a la fuerza, enfundada otra vez por el ropaje recatado de la "buena crianza". Casi una señorita, casi temiendo ser pifiada por el bostezo light del neoliberalismo, los sones rasgados del "Se ha puesto el sol en mi vida sin ti", despertaron las palmas amaestradas del público en el set televisivo. Ningún desmadre, nada de alcohol y mucho tapaojeras, gritaba una productora rubia contando los minutos que faltaban para que Cecilia volviera a encontrarse con su país. Entonces, el platino trizado de su voz aligera el peso plomo de todos esos años que la estrella durmió en la calle arropada por el recuerdo de los aplausos. Todas las penurias parecen esfumarse al calor de los reflectores que tajean de color su rostro ajado, pero rejuvenecido levemente por las huellas de su canción.

Después de estas fugaces apariciones en la pantalla, Cecilia regresa a su noche de boites, donde la esperan las viejas fans que ya no tienen el equipo de fútbol, pero la buscan en los marcos de luces del barrio chino, entre las fotos de mujeres piluchas en calle San Diego, donde los pobres remueven la tristeza al son de una cumbia. Ahí la Ceci, se siente más cómoda reviviendo la flauta vidriada de su voz para las mariposas nocturnas que guardan silencio cuando el animador anuncia a la incomparable, la única, la que corona la fiesta hasta la madrugada. Hasta que se apagan las brasas de Lucifer y las parejas se pierden en algún hotel con olor a jabón barato.

A las seis de la mañana, las luces pestañean en su miseria de 25 watts, las mesas de plástico quedan engomadas por las lunas negras de los vasos, y los mozos retiran las botellas vacías con un bostezo. A esa hora, todo rastro de color se agota en la bruma tísica que baña la sala desierta donde una milonga dormita en un rincón. La falta de clientes enluta el espesor de sus pestañas y una gota de arrabal amenaza desbordar el rimel de sus ojos. Pero entonces, un foco rompe la penumbra mugrienta de la pista, y el retumbar de una música maleva la despierta. A contraluz, las botas chicanas, el buzo Presley, y un platino de garganta la invita a bailar. "Está empezando a amanecer y en la noche se ha quedado mi corazón". Un halo de dulzura le retoca el maquillaje a la mujer, cuando se pone de pie y avanza por la pista, abrazándose a esa voz que refracta pedazos de sol en los cristales rotos del canto. "Es nuestro último baile, es nuestro último encuentro, todos se han ido y quedamos solamente tú y yo".