Pin-Pón (o la luna trizada del nunca despertar)
Tal vez la televisión para los niños ha reemplazado al libro de cuentos, las hadas, las princesas y todo ese universo etéreo protegiendo a los peques de las maldades del mundo, esa cápsula que los aislaba de la dura realidad con su arqueológica miel de fantasía. Así, la caja luminosa ha impuesto tíos, madrinas y parvularias que creen entretener con su cantito bobo a los pendejos drogados hoy por los monos japoneses. Pero hace varias décadas, la memoria de una pasada niñez archivó una serie de programas a la hora de once para nuestra ingenua vida de enanos pegados a la tevé. Por entonces, en la Unidad Popular, estaban los mimos de Noisvander animando la matiné izquierdista en ese clima alterado por el cambio social. También Pin-Pón, el muñeco saltarín que se empequeñecía sobre el piano de Valentín Trujillo, entonando su pegajoso canto. Pero Pin-Pón era un símil de Pinocho, una marioneta viva que enseñaba a jugar pintando, a jugar haciendo la cama, a jugar tomándose la sopa, a jugar haciendo las tareas, quizás como una disfrazada forma de hacer productivo el ocio infantil. Y entonces, uno se la creía, y «cuando las estrellitas comenzaban a salir», nos íbamos a la cama sin reclamar, arrullados por la balada hipnótica de Pin-Pón. Tierna infancia, dulces sueños de aventurarnos en un jardín como una selva gigante de la mano del muñeco, estremecidos por el zumbido de un helicóptero que resultaba ser un moscardón. Lejana ingenuidad de mirar el mundo desde abajo, conmovidos por el globo plateado de la luna en nuestro cielo verdejo, donde unos astronautas habían llegado sin toparse con los marcianos. Más bien, los marcianos eran otros niños pequeños que soñaban con nosotros, terrícolas en su pesadilla espacial. Y algún día, cerca del 2000, podríamos conocerlos. Qué lejano e inalcanzable estaba el 2000, la esperada Odisea del espacio.
Por allá, a comienzos de los setenta, el conocido Marcelo, de Cachureos, era un cantante del montón que aparecía en los actos de izquierda apoyando a la Unidad Popular, pero después, con la violenta llegada de los bototos, se acomodó al nuevo régimen, inventándole a la niñez de la dictadura el mofletudo Tío Marcelo y la tropa de personajes de Cachureos. Y en realidad, lo mejor de este programa es el nombre, que identifica la basura angelical que reparte el guatón en su show de monstruos buenos y chistes torpes. No se sabe si a los niños les gusta tanto, o simplemente se acostumbraron al griterío simplón del «corre que te pillo». Casi en la misma época, un set de parvularias cuicas crearon el grupo Mazapán, insertando en la televisión la didáctica del kindergarten para alegrar a los pitufos. Eran cinco o seis tías rubias que conquistaron la teleaudiencia pendeja con su guitarreo pirulín. En ese edén de cabros buenos y niñitas rosadas, no cabían las brujas indias, ni las princesas chulas y feas. Todo era de dulce mazapán, que es un tipo de golosinas consumidas en el barrio alto, donde estas hadas regias y flacuchentas repartían encanto y fantasía para la ricachona niñez. Demasiada bondad de reinas sin drama tenían estas niñas universitarias de tierno mirar. El complejo espacio de la niñez aparecía reducido nada más que a un cielo de merengue, donde las tías Mazapán trinaban su catecismo de pequeña moral para los niños atontados de tanto tirulí y cuchuchú. Ya casi a mediados de los ochenta, la pareja del Tío Memo y la Tía Pucherito pegaron fuerte en el corazón pichintún con su «Vamos de paseo en un auto feo, pero no me importa porque como torta». Era un show similar a los anteriores con la misma musiquita reduccionista del Colorín Colorado, con las mismas caras pintadas de payasos festivos que hacían bailar estadios llenos. Pero esto duró hasta la separación de la pareja, y después el oscuro incidente donde se vio implicada la amorosa Tía Pucherito. Pero en fin, estas hadas y tías madrinas de la tele también son de carne y hueso, también viven divorcios, abortos, prontuarios penales y exilios políticos, como el querido Jorge Guerra, el recordado Pin-Pón, que al regresar al país, quiso reponer su personaje sin ningún éxito, sin lograr conmover el alma indiferente de la niñez tecno en los noventa. Y quizás, el arrugado «muñeco con cuerpo de aserrín» actualmente sólo pueda afectar a los niños cuarentones de esa generación maltratada por la dictadura, que hoy antes de dormir, evocan en esta nostálgica marioneta humana la luna trizada de un lejano despertar.
1 Comments:
qué pelotudeces escribes pedro!!!! Yo era un niña ochentera del montón y jamás percibí de Mazapan un ápice de dictadura... jamás. Sólo eran bailes y canciones entretenidas que hablaban de los más chicos, de los papás, de los animales... creo que tu delirio de izquierdista extremo va muuuuy lejos... viste el the clinic hace un par de años, ahí entrevistan a una de las mazapán y ella dice que decidieron irse de la tv porque no querían cantar en los jardines infantiles de la Lucía Hiriart... lo viste? Parece que a ti sí que te faltó mazapán!!!! Y otra cosa, mi hijo de 8 años sabe hacer mazapán porque es lo más simple que hay: almendras y azúcar molidos... nada más simple, nada más lejos del resentimiento.
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