"Chocolate amargo"
Paseando la tarde por Bellavista en compañía del fotógrafo Álvaro Hoppe, después de recorrer el tranco disparejo de sus veredas tibias por el relumbro añoso del ocaso, luego de evocar sin nostalgia el tiempo vertiginoso de los ochenta y la dictadura, cuando Hoppe sudaba la gota espesa del aire lacrimógeno sacando fotos en medio de la trifulca callejera. Justo cuando le pregunto con relajo democrático: «¿Extrañas la agitación peluda de aquellos días?» Y Alvaro casi no me alcanza a responder, por el vibrante aleteo de un helicóptero que zumba sobre nuestras cabezas y pasa directo al puente Pío Nono, donde una multitud de curiosa agitación se arremolina en las barandas del Mapocho, corriendo, cruzando la esquina con luz roja, empujándonos hasta el río lleno de pacos y patrullas aullando con el relámpago de sus linternas también rojas. Cientos de ojos mirando las aguas, gritando: Allá se ve. Allá viene flotando un zapato, un pie, una pierna, una mano y una cabeza que se asoma en la corriente mugrosa y luego se hunde en la bocanada del chocolate amargo. Es un hombre. Es un niño. No, es una mujer, dice el público cuando los bomberos y los pacos en un acto de rescate, sacan ese cuerpo lacio y lo suben al puente donde un improvisado equipo de salvavidas procura arrebatárselo a la muerte, dándole respiración boca a boca, estrujándole el pecho para que expulse el agua, subiéndole y bajándole sus brazos que se derrumban en la vereda exhaustos. Allá viene otro. Allá reaparece un momento como una marioneta que el agua baila, y pasa sumergido bajo el puente y todos nos trasladamos de baranda para ver el zangoloteo de un zapato infantil que lo chupa el caracolear del torrente. En la otra acera, la mujer ha muerto, y las mujeres policías, de traje pantalón, acordonan la escena con esas cintas de emergencia que encuadran el cadáver cubierto de plástico funerario. En la multitud, aglomerada en el puente, un ánimo festivo y cruel murmura: Esto se parece al 73. Gana premio quien descubre un muerto. Son saldos de las Torres Gemelas. A lo lejos los bomberos intentan detener los destartalados bultos, que raudos, se pierden en la mortaja rizada del Mapocho. Y sólo entonces me acuerdo de que tengo que realizar un trámite, y me despido de Álvaro Hoppe, quien se queda un minuto más extasiado por el acontecimiento.
En la noche, al regresar a mi casa y prender la tele, la noticia apresurada no alcanza a ser conmoción, se la tragan los últimos comunicados desde Afganistán y la captura del psicópata que en el norte chileno asesinó a siete niñas. La voz, profesionalmente afectada de la conductora del TV noticias, dice que una mujer de nombre Nadia Retamal Fernández se arrojó a las aguas del Mapocho junto a sus dos pequeños hijos Daniela y Brian. Los tres habrían fallecido por inmersión. Vamos a una pausa comercial y continuamos con las noticias. Entonces un mareo de situaciones me nubla la pantalla, y creo haber percibido en la voz televisiva una condena moral sobre la decisión suicida de esta mujer, de aquel cuerpo desinflado que vi en la tarde y ahora conozco su nombre: Nadia Retamal Fernández, quizás joven, tal vez arrastrando un saco de penas que no la dejó titubear al momento de dar el salto. Y es posible que en ese último segundo quiso ver una ráfaga de futuro para detener el impulso. Un imaginario y tibio porvenir que cerrara la boca hambrienta de Daniela y Brian, sus hijos. Tal vez, en ese filo del abismo, no quiso escuchar los ecos del discurso presidencial, hablando del despegue económico y las migajas económicas que la patria reparte a la pobreza. Quizás en ese fin de ruta, abrazó a sus niños y lo único que se llevó de ellos fue la nerviosa agitación de sus corazoncitos. Y es posible que cualquier juicio que se emita sobre el infanticidio que cometió esta mujer, no alcance a imaginar sus motivos y menos aún tocar su desesperanza, que como una bandera de naufragio, se hundió en la tarde ribereña un minuto antes de que el fulgor patrio ocultara el sol.