Sola Sierra (O «uno está tan solo en su penar»)
Y fue hace tanto que la conocí, recién se había efectuado una gran marcha en el aniversario del Informe Rettig por la Alameda, repleta de organizaciones sociales, sindicatos y federaciones universitarias que apoyaban el mitin. Y en ese contexto el recién inaugurado Movimiento de Liberación Homosexual (Móvil) pidió autorización a los convocantes para sumarse al grito de la justicia. Pero tal vez por la inexperiencia política de los homosexuales y el oportunismo de un conocido militante, el ramillete de locas en procesión se había pintado y engalanado como si fuera a un carnaval. Todo el folclor maricueca se dio cita esa tarde de marzo para desfilar por una Alameda vociferante que gritaba «justicia, justicia, queremos justicia». Por cierto, el grupo de homosexuales y travestis enfiestados era un claro contrapunto con los familiares de detenidos desaparecidos que sobriamente portaban en su pecho las fotos del dolor. Y era claro que la prensa convocada al acto se vio seducida por el zoológico coliza que distorsionaba la seriedad de la manifestación gritando: «Rispeto-rispeto-quirimos rispeto.» Al otro día todos los diarios le dieron cobertura a la marcha homosexual que tapó con su escandalera la denuncia sobre la impunidad.
Por ese tiempo, yo escribía en la desaparecida revista Página Abierta, y ante la distorsión de publicidad que ocasionaron los homosexuales en la marcha del Informe Rettig, tal vez por cierta decepción que tenían las madres y familiares de detenidos desaparecidos con el incidente, la directora de la revista me propuso entrevistar a Sola Sierra para conocer su opinión. Así, una tibia mañana de otoño, me encaminé por la Alameda hacia Las Rejas, hasta el domicilio de Sola. Y después de recorrer calles y pasajes que caracolean las poblaciones del Santiago poniente, después de esquivar algunas patotas de volados que a esa hora se fumaban su «mañanero», luego de preguntarle a alguna vecina del barrio que regaba cardenales con una tetera, me encuentro frente a la sencilla casita de Sola, custodiada solamente por una pesada puerta de reja, que ella abrió con un tintineo de llaves. «Es por seguridad», me dijo. «Una nunca sabe qué puede pasar en este país.» Al entrar al pequeño living, observé la foto de su esposo desaparecido que coronaba la escena. Un conjunto de muebles simples, una radio, un televisor y algunos adornos multicolores y artesanales que seguramente ella había recibido de regalo. Ése era el habitar de Sola Sierra en este Santiago que tantas veces fue testigo de sus caminatas pidiendo justicia. En eso consistía su pequeño nido doméstico donde ella me invitó a sentarme, y luego de ofrecerme una taza de té, nos pusimos a conversar de la situación del país, del nuevo fraude para los derechos humanos llamado democracia, de la reciente marcha por el Informe Rettig y de lo apenada que estaba porque en esa fecha la prensa había utilizado la demanda homosexual para invisibilizar la causa de los detenidos desaparecidos. «Quisieron hacer risa de nuestro dolor», me dijo. «Nosotros con buena fe, aceptamos que los homosexuales se incorporaran a la marcha porque no estamos de acuerdo con ninguna discriminación. Pero después toda la prensa sólo mostró esa parte y a nosotros nadie nos entrevistó.» Un grave silencio se interpuso entre Sola y yo. Y sin saber qué contestarle, tuve la intención de darle explicaciones, decirle que no era culpa de los homosexuales, que la prensa era así, pero ya no importaba porque todo había pasado y poniéndome de pie, me dispuse a marcharme. «Ojalá que usted como escritor sea respetuoso de todo lo que le dije», me insistió antes de despedirme y cerrar la puerta de fierro que protegía su aflicción. Ya era mediodía cuando salí por el pasaje de Las Rejas, pensando que tal vez en el futuro no iba a necesitar preguntar por el domicilio de Sola, porque quizás ese pasaje llevaría su nombre.
Al pasar los años, muchas veces me encontré con ella en otras marchas, en otros actos, en múltiples lugares de Santiago donde era necesario aunar voces contra la violación de los derechos humanos. Nunca más conversé con ella del asunto, pero su notoria distancia con la cuestión homosexual se fue evaporando por la costumbre de encontrarnos tantas veces en lo mismo. La última vez que la saludé sentí en su mano un calor especial, cuando me dijo que le había gustado algo que yo había escrito. Y me quedó chispeando en el aire su risa cansada de activista pobladora. Me quedó sonando su último discurso en el estadio Nacional, que se alargaba demasiado y la cabrería de la galera empezaba a intranquilizarse. Entonces pensé, recordando la Sola de aquella lejana entrevista, qué manera de crecer esta mujer a lo largo de su lucha. Cómo fue que desde aquella simple señora que me recibió en su casa, ella se hizo tan grande como un discurso musicalizado por el eco de su constancia. Ahora, después de que la muerte temprana la invitó a dormir con su cuerpo agotado, cuando su grandioso funeral quedó estampado en la retina patria, recién me entero de que a ella le gustaba el tango, cuando uno de los organizadores del homenaje que se le rindió en el estadio Nacional, me pidió que le escribiera algo, unas palabras, un verso, una pequeña carta-tango que nunca le llegó, que por algún imprevisto nunca se leyó en ese apoteósico acto. Pero no importa, aquí van en su memoria algunas rezagadas letras.
Y si era el tango la campanada musical que alegraba los ojos de nuestra Sola. Si era ese ritmo añejo lo único que lograba abrir la cortina enlutada de su corazón. Si en su pecho de pobladora, abuela, militante, ella supo cargar con amor el corazón disecado de tantos muertos, y en su batallar por la justicia, fue sembrando la ausencia de esos nombres en el jardín pisoteado de la patria. Si la historia la eligió como era, con esa sencillez de provincia, con esa infatigable porfía de llevar a los desaparecidos anclados en su memoria. Aquí y ahora, junto a todos los que faltan, invocamos tu nombre Sola Sierra para flamearlo como una bandera contra el silencio. De aquí y para siempre, brillarán como estrellas las cuatro letras de tu nombre. Eternamente Sola, pero nunca más solitaria, querida amiga, porque la ética de tu presencia en nuestra historia será el abrazo generoso a todos los oprimidos, a todos los hambrientos de justicia. Pero más que nada, a la sombra extraviada de nuestros desaparecidos, a quienes el crimen oficial les quebró la voz.