miércoles, mayo 31, 2006

Presagio dorado para un Santiago otoñal

Hay algo de fracaso en esa luz dorada que atardece temprano cuando llega el otoño, cuando las pintas coloridas de los santiaguinos van tomando el apagado gris ratón o café tierra de la ropa invernal. Y en este cambio de uniformes las dueñas de casa corren a la lavandería a limpiar los abrigos, parkas e impermeables para afrontar los hielos que se avecinan. Porque este año hizo tanto calor, hasta abril los cabros andaban en manga de camisa. Con treinta grados en Semana Santa, como si fuera acabo de mundo las viejas miran con desconfianza el calorcillo tardío que aún mantiene verdes las hojas de los árboles, cuando otros años los contados parques de la capital estaban alfombrados de oro viejo.

Así, con la amenaza del apocalipsis, catástrofes y desastres, las mujeres observan con desconfianza las bondades de este otoño tropical. Extrañan la suave lluvia que en esta estación arrastra tristemente los recuerdos del ardiente verano. Echan de menos la ventisca polar que trae el romadizo, las toses y gripes que se resguardan con bufandas, chales y gorros de lana. Sienten nostalgia del olor a tierra mojada, del barro y la escarcha que entume el paisaje social de una ciudad que no siente suyo este clima ocioso y templado. Requieren del olor a parafina de la estufa, que nos recuerda que somos pobres, aunque la economía diga que estos calores son producto de las ventajas del modelo neoliberal.

Quizás la capital necesite de estas estaciones intermedias como el otoño, para prepararse a resistir la crudeza del invierno. Para encontrarle alguna justificación al tejido punto canutón, punto araña, punto panal de abejas, punto arroz, punto garbanzo, punto argolla, punto maíz, punto coliflor, jersey y correteado en las mangas de la chomba, para la Jacqueline que este año va al colegio. En lana palo de rosa, calipso, verde agua, verde nilo, amarillo pato o celeste Jacinto, que son los colores chillones con que los pobladores arropan su pobreza. Porque las diferencias sociales del otoño, también se dividen por colores. Así, los tonos jaspeados tipo Cachemira o Shetland, demarcan el status de abrigarse con clase, de recibir el frío con buen gusto, con tejidos a máquina que parezcan artesanales, como se usan, dice la cuica, "para la Francisquita que este año también va al college".

Tal vez, la delicada ternura que ponen las mujeres pobladoras en sus tejidos a mano, entibia como una caricia los tiritones húmedos que acechan a los niños al llegar el frío. Y quizás no es sólo eso, también es una excusa para intercambiar informaciones sobre sus vidas, de juntarse a compartir puntos y tejidos del un, dos, tres al derecho y un, dos, tres al revés. Con doble hebra para mi marido que llega tarde todas las noches, vecina. Con puños reforzados para el Ricardo que pasa día y noche con la patota de la cuadra, vecina. Con calados en el pecho para mi hija de dieciocho, que llega con plata cuando va tanto al centro y nadie sabe para qué doña Juana. Con cuello de tortuga para mi hijo menor, que lo han echado de todos los colegios y ya no sé qué hacer señora Kika.

En fin, pareciera entonces que el tejido colectivo de mujeres urdiendo al sol, en la puerta de sus casas, cumpliera otros propósitos además del fin práctico del chaleco, la bufanda o los guantes. Es una organización que hilvana experiencias y dolores al traqueteo de los palillos, al baile sin censura de la lengua que transmite el pelambre informativo de la cuadra. Es una manera oblicua de hacer política en ausencia del macho. Al igual que el famoso barrido de la vereda, que puede durar horas pasando la escoba en la misma baldosa, limpiando el mismo lugar, como si fuera la terapia pensante que las mantiene unidas, en el rito de armar y desarmar la sociología del barrio y el país. A puro escobazo despellejan a esa pituca de la tele que no les gusta. A puro trapeado de piso cacarean sobre el precio del pan. A puro lustre de cera comentan la mentira encorbatada de los políticos, y ese metro volador que costó tanta plata y no sirve pa ná, porque igual hay que tomar otra micro para llegar a la pobla.

Por eso, a estas alturas del año, ellas echan de menos el otoño tradicional que no llega. Y no es sólo por romanticismo. Por eso andan presagiando un terremoto y extrañan la basura otoñal que otros años en esta fecha cubre las aceras, la lluvia de hojas tristes que las obliga a barrer una y otra vez la vereda, para armar su política parlanchina, su breve espacio camuflado de orden y aseo donde ellas, todas juntas, todas cómplices con el otoño, fingen amontonar hojas secas urdiendo la política hablantina de su doméstica conspiración.

lunes, mayo 29, 2006

La bruma del verano leopardo

Patinando la tarde que bordea un Mapocho arrebolado por jirones de sol, cuando caen en las aguas cristales dorados que alhajan la corriente mugrienta, la marea fecal, rota por gaviotas despistadas que se zambullen a la caza de un pez mojón en el Támesis santiaguino. Pájaros de mar que traicionan el horizonte azulado por la nube rancia del smog, emigrando corriente arriba, picoteando los desechos de la urbe. Acaso espantadas por las risas transandinas que todos los veranos se toman las playas con sus matecitos y gamulanes y esa ironía che que se jacta de tener balcón a Europa. Pero sin embargo, cruzan la cordillera atraídos por el esplendor del verano leopardo. Argentinos de mediopelo, que vienen desde sus pueblitos pampinos y tirados de guata al sol en Reñaca, se pasan la película del Marbella chilensis, soñando que La Serena es la Costa Azul del Pacífico; la prima hermana de Viña del Mar, igual de cuica, tradicional y pretenciosa. El balneario nortino que levantó una escenografía lujosa de hoteles cinco estrellas, piscinas vip's para no toparse con el perraje y playas privé, decoradas con paraguas de totora, único vestigio folclórico que recuerda el techo de paja de la economía nacional.

Kilómetros de mar azul y arenas blancas para leer la fofa "nueva novela", el petardo literario de la transición. La narrativa acartonada que fue escrita para leerse en estas playas del relax neoliberal. Como si escritura y paisaje, ficción y bronceador, libro y toalla se compraran en un solo paquete. En el mismo mall que promueve la rutilancia Miami Vice del surfing, el yatching y el polo acualung, en short, tangas y zungas con palmeras, para el "transculturalismo" de la rotada chilena.

Así, variados escenarios y múltiples ofertas tensionan el alma veraniego la hacen sudar corriendo por los shoppings, echándose aire con el abanico de las tarjetas de crédito. Buscando los pasajes y el bote inflable para los lagos del sur, donde los ricos, atorados por las truchas, desinflan sus flatos escuchando a Pavarotti. ¡Ay el sur!, ese calipso inigualable de sus aguas, la postal colorinche que vende el mercado a la gringada ecológica. Los fanáticos rubios del retorno a lo natural que llegan hambrientos de aire verde, agua verde, tierra verde que se compra a dólar verde. Gringos que aman el mariscal latinoamericano y resoplan colorados el picante del pebre chileno, alabando hasta las lágrimas la hospitalaria bondad de este suelo. ¡Ay el sur!, el sueño Nafta rodando por la carretera austral que hizo el dictador, en su mayor delirio de infinito. Bajo las hileras de araucarias que miran el futuro con ojos orientales. ¡Ay el sur!, variedad de paisajes; desde la obesa aldea kuchen, la maqueta bávara que levantó sus palos cruzados en Frutillar, hasta la culta Concepción, que quiso ser ciudad imitando caracoles y paseos peatonales de Santiago. Pero se quedó provinciana y sola, embriagada por las petunias universitarias que en la capital son de plástico. ¡Ay el sur!

Más allá, casi al borde del continente, los andamios podridos recortan el cielo nublado de Puerto Montt, el final de los mochileros que zarpan de Santiago con las patas y el buche. Los neo-hippies que florecen en verano como "la yerba de los caminos", con sus pitos y cajas de vino que dejan regadas en la carretera en el "loco afán" de la aventura sureña. Quizás el verano es sólo para ellos, los únicos que enfrentan el calor a torso descuerado, haciendo dedo con las zapatillas rotas de la nostálgica errancia juvenil. Los únicos que creen en algún sur, como utopía libertaria para ensayar la fuga del hogar, el filo con la familia y sus comidas calientes que transan por el personal stereo. Su cama limpia y estirada que cambian por los pastizales, sólo por ver el horizonte amplio y soñar con un futuro emancipado, antes de ser tragados por la máquina laboral. ¡Ay el sur!

En estos meses nadie puede escapar a la vorágine veraniega que publicita sus modas y estilos de ocio. La piel pálida es sinónimo de pobreza, sida o derrotismo. A nadie le falta un rayito de sol para tostar las carencias con el bronce triunfal que impone el look leopardo. Hasta los más pobres, encaramados en las latas rascas de sus micros, tendrán su día de playa en la arena oscura de algún balneario que los acepte. Allí despliegan sus toldos de frazadas al viento deshilachado de las toallas, esparciendo huesos de pollo y cáscaras de sandías, alborotados por las escasas horas que disponen para mojarse el poto, quemarse como jaivas y regresar ampollados a la campana afiebrada de Santiago. En fin, el verano leopardo no brilla para todos con el mismo oro solar, igual su efervescencia taquillera atraviesa los status y pinta de color hasta las causas perdidas.

sábado, mayo 27, 2006

Nevada de plumas sobre un tigre en invierno

Como si bastara estirar la mano para tocar los penachos de los Andes, pero no es así, porque esas cumbres emblemas de la patria están lejos, y sólo se reparten para la plebe en la mínima postal de la caja de fósforos. Ese murallón que en invierno se pone toca de novia para recibir el halago turista. Los cucuruchos empolvados que le dan a esta ciudad ese aire europeo, ese charme alpino, tan altivo, tan elegante, tan albo, que contrasta con la periferia de latas y barriales. Ese biombo de seda blanca donde los ricos se deslizan como cisnes, y se sacan cresta y media aprendiendo a esquiar. Un mundo Diners con gafas Ray Ban y piscinas temperadas con solarium para el cuerpo aeróbico, el cuerpo sano pero lateado, chamuscándose por horas bajo ese sol antártico, con la mente vacía como un cheque en blanco, para agarrar ese tono triunfal que distingue las pieles regias en pleno junio, las pieles radiantes con ese exquisito bronceado Canela-ice.

La cordillera nacional, tan alta, tan inalcanzable para la piojada santiaguina que nunca ha subido a Valle Nevado. Que jamás pensó tener vacaciones en invierno, anegados con la lluvia hasta el cogote. La masa oscura que siempre ha mirado ese paisaje ajeno, como de otro país. Un país donde la navidad es eterna para los niños rubios que dan volteretas en sus trillos. Un paraje de pinos escarchados que sólo conocen por las tarjetas de pascua y la serie de Heidi en la televisión. Un jardín de hielo donde los tigres de la economía lucen sus parkas Montana, su ropa fosforescente y todo ese colorinche optimista que vende el mercado del ski. Como Suiza o Montreal. "-Te cachái galla que no tenis que ir pa' llá. Porque en el Colorado te encontrái con todo el mundo. Hasta con esos retornados que le agarraron el gusto a la nieve allá en Moscú. Aquí no más, fijaté, a una hora de Santa María de la Nieves encontrái a toda la gente taquillando en el andarivel. Hasta algunos picantes de fin de semana que contrastan por lo negros, que parecen esquimales dando diente con diente, entumidos en las pilchas de la ropa americana. Ay Pili, da una pena, por suerte son pocos".

Así, las plumas nevadas sólo decoran la falda cordillerana donde anida la burguesía. Rara vez se extiende ese algodón clasista al resto de Santiago. Y cuando ocurre, cuando el aliento infantil humea bajo cero en la pobla lluviosa, cuando esos enanos boquiabiertos contemplan el milagro de las pelusas que deshilachan el cielo, cuando salen a la calle para ver en directo el espectáculo de las nubes pelechando, no hay quién los detenga corriendo, jugando, comiendo esos hilos helados que van cubriendo la miseria con su capa de gasa. Esa pelusilla mezquina que recogen las manitas moradas juntándola con barro para hacer sus monos sucios. Sus monos torpes, vestidos con bolsas de basura y sombreros de tarros. Sus monos grotescos, como garabatos del obeso referente nórdico. Monos desnutridos, arropados con los trapos de su tierna estética bizarra. Muñecos ordinarios que jamás serán promoción de Chile en el mercado turista. Muñecos pobres, entristecidos por la lluvia que sigue cayendo. La lluvia que no para, la lluvia que se lleva rápido el milagro de la nieve. Porque sigue lloviendo y esa agua mugrienta derrite el relámpago de la fiesta. Y por suerte, dicen las viejas entrando a los niños y cerrando la puerta. Por suerte no siguió nevando, repiten con sabiduría. Porque si sigue, la sorpresa blanca será tragedia cuando se manda guarda abajo el techo de fonolas con el peso del hielo. Por suerte la nieve es del Barrio Alto y que siga nevando allá que tienen techos firmes. Porque aquí ya es mucho soportar los aguaceros, las alcantarillas tapadas y los mojones chapoteando en el chocolate de la inundación. Ya es mucho barro y la lluvia deja de ser poética, cuando se desborda el canal y arrastra los cuatro palos de la rancha y hay que salvar el televisor a color, al menos para ver a Don Francisco calientito allá en Miami. Después vienen las visitadoras y las encuestas, y las cámaras de la televisión metiendo su ojo copuchento, sapeando, mostrando a todo el país nuestra intimidad de cachivaches mojados.

Y es como un segundo aluvión de luces y reflectores que ni siquiera piden permiso, y se meten así no más con todos sus aparatos. Con sus parkas gruesas y su acento universitario dando órdenes, diciendo que ni siquiera nos peinemos, que así estamos bien, sucios, feos y chascones, para salir en el noticiario de la compasión pública. Y más encima la nieve. Para qué queremos nieve, aunque sea bonita, si deja todo estilando y después vienen las toses y la bronconeumonía de los cabros chicos. Total para la pascua llenamos de algodón el arbolito y ya está.

Entonces el festejo nevado varía de acuerdo a la latitud territorial donde se reparte. Como también a las posibilidades habitacionales y calefactoras para recibirlo. Lo que en una parte de la ciudad es un maná estético y gratitud deportiva, en otra se transforma en drama y destrucción. El mismo aletazo helado que arranca de cuajo el techo de algunos, para otros es un cubo de hielo que cruje en el whisky entibiado por la chimenea. El mismo sobresalto de las goteras, en La Parva es un bostezo felino que mira con cristales ahumados caer los copos tras la ventana. Los ve caer como si fueran monedas de reserva en un país que triunfa en su economía. Por suerte la TV está apagada, porque allá abajo la ciudad se rebalsa de inundaciones y damnificados que deprimen la afelpada tibieza de su letargo invernal.

viernes, mayo 26, 2006

Los albores de La Florida (o "sentirse rico, aunque sea en miniatura")

Y no hace tanto que esa comuna era un pastizal de parcelas y viñedos aledaños a Santiago. No hace mucho que esos terrenos orillaban Vicuña Mackenna con peladeros silvestres y arboledas flacas que mantenían la nota campestre de una ciudad recostada en la cordillera. Sin ser nostálgico, los aires de La Florida eran oxígeno verde para tanto poblador que transitaba a Puente Alto mirando la cinta rural que corría en la ventana de la micro. Y esa película del entierrado paisaje chilensis, era la única postal de naturaleza accesible para los obreros, que dormitaban en el letargo de álamos y queltehues rumbo a su mediagua.

Y de un día a otro, como quien pestañea despertando al paso de unos años, el paisaje bucólico se fue a las pailas. En su reemplazo, la modernidad expansiva de la urbe hizo de La Florida una comuna de cartón, poblada de villas y condominios a la rápida, con nombres elegantes de San Jorge, La Alborada, Las Praderas, Las Torcazas; para oficinistas, profesionales, yuppies y profesores que refundaron estas pampas con los vicios pequeño-burgueses de una nueva clase social. Mejor dicho, la poblaron con estatus medio pelo de la copia ricachona, pero todo en chiquitito. Es decir, el bungalow del barrio alto pero reducido a un espacio donde la sala, la biblioteca, el porche, la despensa y la pieza de empleada, equivalen a una casa de muñecas. Sentirse rico, aunque sea en la miniatura de esos chalecitos iguales, con tejitas y un jardincito donde el perro doberman parece un elefante. Porque no hay casa de La Florida que no tenga un doberman, que son los únicos perros que cumplen fieros su trabajo de guardianes mochos de las porquerías electrodomésticas que alhajan estos hogares de pobres ricos. Asalariados que a fin de mes hacen milagros para pagar las deudas, las calillas y letras del auto japonés que lo lavan y lustran en los pasajes cada sábado. Cada tarde de fin de semana, cuando toda la familia Florida se pone buzo deportivo, todos iguales, todos de zapatillas y viseras para trotar como pelotas en esas callecitas con pasto recortado y rejitas bajas, igual que en las películas yanquis.

La planificación urbana tiende cada vez más a la expansión centrífuga del centro tradicional, crear nuevas comunas, nuevos barrios que descongestionen el corazón metropolitano ya aglutinado por la explosión demográfica. Pero en esta redistribución del espacio social, el mercado del hábitat va copiando recetas urbanísticas donde la arquitectura modular del desarrollo optimista incluye tipos de vida, formas estereotipadas del desarrollo doméstico que moldean la libertad del ciudadano. Así, junto a "la casita en la pradera de La Florida", viene incluida la educación de los cabros chicos en el jardín infantil que tiene la Villa. Junto al plano de la vivienda, viene la entretención para los adolescentes en la disco-matiné que casualmente queda a media cuadra del condominio. Y como si fuera poco, casi no hay que desplazarse a ningún otro barrio, porque en la rotonda de La Florida se levanta fanfarrón el Super Mall, donde usted encuentra todo lo imaginable, desde una aguja hasta una casa rodante para un feliz week-end. Allí se matan todas las neuras con la droga del consumo. Ahí usted se relaja mirando vitrinas, comprando o simulando que compra cuando se encuentra con la vecina. Y lo mejor, sin los cabros chicos entretenidos, zangoloteándose como títeres en esos hipopótamos de plástico que les revuelven las neuronas. En La Florida usted es feliz, dice la propaganda, tomando el sol en su metro cuadrado de césped, y mojándose el poto en su piscinita no más grande que un lavaplatos. En La Florida usted es feliz, le recita el corredor de propiedades, sumándose a la ópera mercantil de estos barrios instantáneos sin historia, sin pasado que pueda arrastrar un trauma futuro. En La Florida usted puede sentirse en Chinatown porque hacen nata los restorantes chinos y también abunda la comida chatarra, como en Miami. ¿Se da cuenta? En La Florida no hay depresión, porque el oleaje de ofertas es la terapia comunal que compite con cualquier liquidación de temporada. En La Florida usted puede estar contento, si amontona sus ilusiones de rico en esta comuna Liliput, donde los deseos de prosperidad ordenan su vida familiar de acuerdo al prospecto inmobiliario que le promete felicidad en colores. A cambio, usted tiene que jibarizar su arribismo de magnate caluga y creerse afortunado de vivir en un Edén irisado de neones y carteles que transforman el paisaje en un juego de Metrópolis.

jueves, mayo 25, 2006

El Metro de Santiago (o "esa azul radiante rapidez")

Con esa música de clínica privada y esos azulejos de carnicería que empapelan los túneles, el Metro santiaguino es la evidencia disciplinada que nos dejó la dictadura. Un Metro tan limpio, tan brillante como cocina de ricos. Tan pulcro como si nunca se usara, como esos juguetes caros que las mamás no dejan que los niños rayen o ensucien. Un Metro que a tantos años de construido, se ve como nuevo en su azul celeste y radiante rapidez.

Tal vez el pasajero que día a día va y viene en la cinta de metal bajo la tierra, no sabe que al comprar el boleto una cámara lo sapea haciendo la fila, cruzando la máquina. Una cámara lo sigue bajando la escalera, lo mira sentado esperando el carro en esas estaciones donde no hay nada que mirar, excepto esos murales abstractos y geométricos que los cuidan como Capilla Sixtina, o la propaganda de las teleseries donde la estética publicitaria vende colegialas a medio vestir con una frutilla en la boca. Nada que mirar, salvo esos informativos culturales atrasados, o esos aparatosos diarios murales que muestran vida y obra ae poetas del año de la pera, vitrinas de la cultura nacional que la gente mira distraída para matar el tiempo, mientras viene el tren, la culebra plateada del orgullo nacional que cruza la ciudad del Barrio Alto a la periferia.

Así, viajando por la línea uno se recorre el mapa social de la urbe que va desde la estación Escuela Militar, llena de boliches pirulos y ventas de comida diet para perros, hasta la Estación Neptuno, la última del recorrido, el terminal donde las tiendas pitucas son puestos de empanadas y sopaipillas en la vereda. El destino final de los trabajadores, que bajan del Metro bostezando, para hundirse en el olvido de su rutina laboral.

El Metro de Santiago no se parece a otros trenes urbanos de Latinoamérica. Su travesía de intestino subterráneo es mucho más impersonal, mucho más fría la relación que nunca se establece entre los pasajeros sentados uno frente a otro evitando mirar al de enfrente, tratando de hacerse el orgulloso con la vista fija en la ventana tapiada por la oscuridad del túnel. Como si la paranoia ambiental evitara el cruce de miradas, bajara la vista al periódico, al libro latero que se finge leer solamente para no contaminarse con otros ojos, igual de esquivos, igual de temerosos por la camisa de fuerza donde todo gesto está controlado por la mirada sospechosa de los guardias, por el ojo invisible que mantiene el orden en esa voz de aluminio repitiendo por los parlantes "Se ruega no sentarse en el piso". Pero los estudiantes no están ni ahí con esa orden, y se instalan a pata suelta en el suelo, alterando la compostura acartonada del Metro con su pendeja transgresión.

La única vez que el Metro fue desbordado por la pasión ciudadana, ocurrió durante una concentración por el NO en el Parque O'Higgins. Entonces los carros se repletaron de cantos y gritos y banderas por el retorno a la democracia. Todo el mundo cantando, saltando con: "el que no salta es Pinochet". Y el tren también brincaba como conejo en sus ruedas de goma. El fino tren se zangoloteaba como micro pobre con el vaivén del "Y va a caer". El tren ya se reventaba de cabros revoltosos rayando con spray, escribiendo "Pico pal Pinocho, Muerte al Chacal", ante los horrorizados ojos de los guardias que no podían controlar esa tormenta humana.

Esa fue la única vez que el Metro cobró vida, la única vez que cruzó la ciudad como una pizarra del descontento, como un tren de juguete escapado de la intocable vitrina, porque luego, lo lavaron, lo lustraron, volviéndolo a su flamante hipocresía vehicular.

Quizás, el higiénico fantasma del Metro refleje falsamente la educada mueca que atrae la plata y el turismo, quizás es un espejo reluciente donde se puede ver un Santiago engominado por el trapo municipal. Tal vez lo único que altera su delicada travesía son los cuerpos suicidas que manchan con sus tripas el pulcro escenario del subterráneo nacional.

miércoles, mayo 24, 2006

El Festival de Viña

De año en año, febrero, Viña y Chile son el Festival, el evento de música popular que reemplaza los carnavales que por estas fechas se dan en otros suelos de América Latina. Y debe ser porque este país, más blancucho y menos zandunguero, eligió la competencia comercial de la música para alegrar formalmente su descolorido verano. Sobre todo si este sencillo espectáculo se transformó en un megaevento donde viene a probar suerte la cabrería cantora del cono sur, los anónimos baladistas que llegan hipnotizados con el éxito monetario nacional, y esperan vivir el resto del año con las ganancias de su participación en el show. Si es que el monstruo les da la pasa. ¿Pero qué es el monstruo, qué es esa congregación de gente que más que las votaciones políticas levanta o destroza artistas según su estado de ánimo, según la propaganda de promoción que le arma el tráfico de la tele, las revistas de la tele, las copuchas de la tele, y toda esa faramalla mentirosa que cree manejar la opinión pública del país? Pero nada es tan simple, porque el público festivalero sabe que en cualquier momento del espectáculo puede ejercer su incontrolable desenfado, sobre todo la galería encaramada en el cerro. Por eso año a año se necesitan más pacos para mantener a raya a la manga revoltosa que pifia sin miedo lo que no le gusta, el bochinche popular que aplaude, baila y corea lo que ama. Entonces, la opinión gritona de esta barra es un cómputo en vivo y en directo de lo que es Chile, de sus afectos sentimentales o sus rencores que hacen sudar al animador, el inolvidable canoso que junio al director de orquesta se quedaron piola, haciéndose !os lesos después que llego la democracia. Quizás estos personajes son los únicos que recuerdan otros festivales más reaccionarios, donde los cantantes que amaban el perfume de los bototos eran los únicos invitados,, los favoritos del régimen, más uno que otro cómico que cuando se salía del libreto lo cortaban con el "Vamos a comerciales".

El populoso Festival de Viña, más que una tarima musical, también ha sido un escenario donde la situación política del país se ha reflejado a toda pantalla. Así, se ha hecho costumbre descubrir en la platea a algún político taquilla en tenida sport, moviendo la panza al compás de la orquesta. Así, promueven sus campañas pasando por "juveniles cuarentones buena onda". También algún ministro y hasta el mismo presidente han llegado a la Quinta Vergara enfamiliados, con niñi-tas, pololos de las niñitas, primos y amigos, representando la foto familiar de la Patria Feliz. Han llegado planificadamente de sorpresa, justo cuando la orquesta entona los acordes de la canción nacional a todo tarro, para acallar la rechifla de la galería. Algo de esto ocurrió en 1974, en el festival realizado después del golpe. En medio de un blindado batallón de seguridad, Pinochet llegó con su capa de vampiro pisando fuerte. ¿Y quién se iba a atrever a mirarlo feo? Sobre todo en Viña, que fue la ciudad que más apoyó el golpe. En esa oportunidad la cantante española Mari Trini, seguramente franquista, le rindió un emocionado homenaje al dictador, tirándole una rosa blanca que al caer en sus manos se manchó de sangre. De ella nunca más se supo, y el olvido fue un merecido pago a su tenebrosa adhesión. Como la del cómico Bigote Arrocet, que en el mismo festival y aprovechándose de la reciente muerte de Nino Bravo, interpretó la canción "Libre", del fallecido cantautor español. De rodillas y con lágrimas en los ojos, el oportunista Bigote Arrocet, hizo de esa balada el himno triunfal de la dictadura, la marcha gloriosa de la masacre, que después adaptaron marcialmente los orfeones militares. Seguramente por este desatino, el cómico se fue de Chile con su chabacano "Juístete, juístete y por suerte no gorviste".

Así, este circo viñamarino ha retratado la historia política y cultural del país en todos estos años. Por el anfiteatro veraniego han desfilado los Iglesias, los Rodríguez, los Raphaeles, los Chayanes y toda la fauna de la música comercial y su aguado discurso amoroso. Porque el festival privilegia el ritmo y las letras que no dicen nada, fue el caso del grupo Police que lo pifiaron, a diferencia de otros bellos tontorrones que se llevaron la gaviota y el recuerdo de los aplausos y las antorchas estrellando la noche. El triunfo o la derrota tienen algo de impredecible en este escenario, pero las ausencias y las censuras son cálidamente ovacionadas por la galería. Así, figuras largamente esperadas en la Quinta, tuvieron su noche de emoción. Fue el caso de Mercedes Sosa, Illapu, Serrat, Los Prisioneros y Patricio Manns, con quienes la democracia saldó su deuda en el escenario de la Quinta. Pero fue sólo el gesto, porque luego el evento musical retomó su mercado bailable. El negocio cancionero que une al país por las pantallas de la tele, con los mismos huasos de ballet en la coreografía inaugural, con los mismos humoristas que hacen de la imitación a Pinochet casi un gesto de cariño, en lo imitado siempre hay admiración, reivindicación, lavado de memoria y cuenta nueva. Más bien un país nuevo, casi instantáneo, que despliega cada febrero el cacareo orgulloso en su noche de anfetaminas y festival.

martes, mayo 23, 2006

La ciudad con terno nuevo (o "un extraño en el paraíso")

Como si de un paraguazo nos hubieran borrado el recuerdo, andamos por ahí, deambulando en un paisaje extraño, tratando de recuperar la ciudad perdida donde crecimos. La ciudad amada y odiada en sus rasmillones de clase. La ciudad puta y santa, desguañangada en sus tiritones de arrabal huachuchero. La ciudad conflicto y cementada contradicción que nos enseñó el duro oficio de creernos habitantes de sus calles resecas de smog y cansancio.

Así, todavía andamos por este mapa tratando de recuperar los rincones, las esquinas, los barrios Franklin, Matta, Independencia, Gran Avenida, Estación Central, Mapocho o Vivaceta. Cuadras antiguas, pero grises en su media suela social, sin la importancia histórica que las hubiera salvado de la demolición. Barrios familiares, cercanos al centro, cruzados por cités, conventillos, almacenes y veredas quebradas, donde las vecinas y gatos esperaban la tarde despulgándose al sol. Barrios como de provincia, enmohecidos por el yodo del orín en sus murallones de adobe. Cuadras largas con veredas sin jardín, casas planas, todas iguales, todas de fachadas altas y alineadas en la simpleza de otra urbe menos pretenciosa, pero condenada a la desaparición por no ostentar los joropos estéticos de la arquitectura clásica que protege los barrios pudientes. Ese otro Santiago clasista, recuperado, remozado y afirulado por los urbanistas municipales que preservan solamente la memoria aristócrata. Para que el turismo vea esos palacetes sin alma y piense que no siempre fuimos pobres, que alguna vez Santiago se pareció a Europa, a París, a Inglaterra en esas cáscaras barrocas, llenas de ratones, que las cuidan y pintan como porcelanas chinas, porque allí anidó la crem del 900. El resto, no tiene importancia, no hay estilo que justifique su conservación. Por eso la arquitectura moderna arrasa sin piedad con la memoria de los pobres. Con su monstruosa maquinaria demoledora, hace polvo el perfil evocado de la cuadra, la casa con corredor y su mampara, la pieza de alquiler y su colectiva promiscuidad, donde a pesar de la estrechez, madres solteras, hijastros, padrastros, tías, madrinas, abuelas y sobrinos allegados, amancebaron la leva conviviente bajo la luz cagada por moscas de una parda ampolleta. Ahí, a pesar de la difícil convivencia, los vecinos celebraban sus ritos festivos del casorio, el santo, el cumpleaños o el bautizo, para después agarrarse de las mechas, gritándose la vida en el embriagado amanecer.

Tal vez, este travestismo urbanero que desecha la ciudad ajada como desperdicio, pretende pavimentar la memoria con plástico y acrílico para sumirnos en una ciudad sin pasado, eternamente joven y siempre al instante. Una ciudad donde sus peatones se sienten caminando en Marte, perdidos en el laberinto de espejos y metales que levanta triunfal el encatrado económico. Aunque a veces, en la orfandad de esos paseos por Santiago actual, nos cruza fugaz un olor, un aire cercano, un confitado dulzor. Y nos quedamos allí, quietos, sin respirar, como drogados tratando de no dejar escapar ese momento, reteniendo a la fuerza la sensación de un espacio conocido. Tal vez, los restos de un muro, el marco de una puerta tambaleándose a punto de caer. Quizás, el sabor del aire que tenía una cuadra donde quisimos quedarnos para siempre, agarrados al árbol en que escuchamos por primera vez un te quiero. Donde, otra vez, nos quedamos esperando a ese compañero que nunca llegó a la cita, o al contacto para sacarlo del país, esos años de gasa negra. Nos quedamos por un momento en silencio, atrapados en la fragilidad cristalizada del instante. Como sumergidos bajo una campana de vidrio, raptados por otra ciudad. Una ciudad lejana, perdida para siempre, cuando al pasar ese minuto, el estruendo del tráfico la desbarata, como un castillo de naipes, al cambiar el semáforo.

lunes, mayo 22, 2006

El test antidoping (o "vivir con un submarino policial en la sangre")

Será que para el Estado los ciudadanos siempre seremos cabros chicos, a quienes se les revisan las uñas, el pelo y las orejas por si encuentran una mugrecita, un rastro de farra, una colilla de pitos, o un simple tufo a alcohol para echar a andar su maquinaria represora. El pulpo de mil ojos que implemento la democracia como custodio de la libertad.

Tal vez, aún no se evaporan los sistemas opresivos que enfermaron de paranoia a este país y por lo mismo, los alcaldes andan poniendo cámaras de vigilancia a la pesca de algún desliz, al cateo de alguna subversión, para justificar los mil ojos fumadores que sapean la aburrida vida de los chilenos. Así, nos fuimos acostumbrando a los guardias de seguridad hasta en los baños, contestamos educadamente las encuestas preguntonas que indagan sobre qué comimos ayer y de qué color era el condón que usamos, por quién vamos a votar y si preferimos la cuidadosa programación del Canal Nacional o el zaping con Diazepán para soñar en colores. Día a día, los sistemas de vigilancia agudizan su microscopio acusete, acostumbrándonos a vivir en un zoológico alambrado de precauciones, para proteger el tránsito sin emoción de la lata nacional.

Es posible que muchos se sientan cómodos en la castidad fichada de estos sistemas. Quizás, les acomoda el paisaje enrejado de sus condominios, la música chillona de las alarmas y el trato indiferente de los porteros automáticos. Tal vez, siempre fueron niños protegidos por nanas e institutrices que reemplazaron al paco de turno. En fin, los ricos siempre tuvieron cajas de seguridad, rejas y candados para proteger sus alhajas y títulos de dominio. Pero y los otros, los picantes arribistas que no quieren llamarse pobres, que le ponen alarma hasta a las bicicletas. Los pobladores que envuelven de rejas sus pobres pasajes remedando los condominios del riquerío. Como si el televisor de 23 pulgadas y el mini-compact, que todavía no se paga, valieran la pena de vivir enjaulados transformando el cotidiano pasaje en una galena de cárcel. Principalmente cuando este segmento social es el más sospechoso, la piel morena más perseguida, esa timidez de poblador que no se disimula con un jean Levis. Esa inestabilidad social del crédito que obliga a ponerse corbata y buscar trabajo, enfrentarse continuamente con la ficha social de los busca pegas. Los jóvenes de terno que madrugan para hacer la cola frente a esas oficinas que ofrecen empleo en el diario: Y cuando todo está bien, cuando la secretaria le dijo que el puesto era suyo, cuando le aseguró que el currículo había sido aceptado por la gerencia, cuando le repitió que todos sus papeles de estudio, honorabilidad y antecedentes cumplían los requisitos; después que el gerente en persona, un rubio un poco mayor que él, le dio la mano y lo miró con aprobación de arriba abajo, justo ahí, aparece la sorpresa; la secretaria con el lápiz en la boca diciendo que lo único faltante es el test antidrogas y el test del sida para que se haga cargo del puesto. Y ahí mismo se evaporan todas la ilusiones de trabajo, porque hace unos meses él estaba en un reventón de deprimido que de seguro va a salir a todo cinerama en el examen del pelo. Porque ese análisis es como una radiografía al pasado, y vaya a saber uno qué le sale o qué le inventan.

Así, nuevas disposiciones laborales exigen el humillante test antidrogas. Como si no bastaran los sistemas de control montados para inhibir la pasión urbana, ahora introducen en la sangre la araña intrusa del empadronamiento. El ojo voraz que persigue linfocitos drogos o células ebrias de carrete para satisfacer la alba moral de la patria democrática. La caza de brujas reguladora, que apunta con su uña sucia la tímida matita de mariguana. La inocente yerba del volado que amortigua la pena y hace más soportable la misa feudal de la moralina chilena.

viernes, mayo 19, 2006

Viña del Mar (o "un jardín en huelga de aburrimiento")

Hay ciudades que son paréntesis en la desmembrada costa social del paisaje chileno. Lugares que se apellidan de ciudad sólo por tener la concurrencia veraniega que llena sus pubs, discoteques, paseos, hoteles y callecitas recortadas por la foto turista. Balnearios donde anidó la nata cursi del novecientos, la crema fragante de lirios, peonías y quintas de reposo donde se doraba la guata floja el pituquerío nacional. Los Vergara, los Echaurren, los Concha Cazzote, los rucios colorados de etiqueta que pasaban medio año en Europa y unos meses en la Viña del Mar de sus amores. Casi Punta del Este, casi Biarritz, casi Acapulco, a no ser por el charchazo helado del Pacífico, siempre violento, siempre recordándoles que estaban en una lombriz de país sudamericano con cierto aire europeo.

Y cuesta un poco ubicar a los viñamarinos clásicos en el zoo local, Cuesta entender su chouvinismo de provincia, donde el reloj florido de Caleta Abarca es la insignia ordinaria que marca la hora del té en el Samoiedo. La hora del típico paseíto de los hijos de marinos con sus pololas lánguidas por la calle Valparaíso. El boulevard viñamarinense siempre concurrido, siempre chismoso en el cotorreo jaibón de las viejas con perros y empleadas de uniforme almidonado llevándoles los paquetes. Las señoras viñamarisinas, de pelo lila, comentando: te fijaste Lucrecia en la cirugía estética hecha bolsa de la Perla. Poco le duró el dineral que le pagó a Pitanguy. Mejor se hubiera quedado con el saco de arrugas. Da tanta pena verla, que mejor hacerse como que uno no la ha visto. Mejor seguir recorriendo las riendas de Viña que nada tienen que envidiarle a las boutiques de Providencia, tan grasientas de smog.

Desde Santiago, este balneario con clase y tradición sólo existe en plenitud en la época del festival en la Quinta Vergara. Pero entonces, los finos viñamaricuicos abandonan sus paseos atestados de rotaje y fans pelientas que aullan frente al Hotel O'Higgins por un autógrafo. Ellos emigran a Cachagua o a los lagos del sur, hasta que pase la ava lancha plebeya y festivalera. Sólo regresan en marzo, para matricular a los niños en los Padres Franceses, y retomar la plácida modorra de sus vidas con olor a Flaño y café cortado. En realidad, el tiempo en la ciudad jardín nunca pasa, porque en ese invernadero marino nunca pasa nada. Nunca cruzó la historia por el ocio de sus avenidas. Jamás hubo protestas ni trifulcas en la dictadura, nunca hay manifestaciones, ni tomas de colegios, ni huelgas, ni paros, porque allí siempre todo está en huelga de aburrimiento, como detenido, como esperando ser fotografiado en el remojo burgués del recuerdo turista.

Por Viña no pasó la historia del 73, porque quizás el golpe de Estado se planificó en alguna de sus terrazas con vista al mar, como lo muestra la película «Missing» de Costa Gavras. De ahí que todos sus antiguos moradores se conocen, y sus hijos hombres siguen la ruta de Prat, aporreándose las güevas en los ejercicios instructivos de la Escuela Naval. Por eso en toda familia viñamarisina de respeto, hay un almirante (venga el bu...), un capitán de fragata, un patrono milico que inyecta la jerarquía facha en sus descendientes. Y si por ahí alguno le sale descarriado, lo meten en la Escuela de Arquitectura de Valparaíso, el templo esotérico que experimentó la estética del ranchal patrio en los andamios de Ritoque, vecino de aquel campo de concentración.

Es posible decir que Viña es una ciudad jardín sembrada por la derecha, y su rancia parentela conserva un tramado social fundado en la moral y la tradición difícil de encontrar en el resto del país, con excepción de La Serena. No es casual entonces que el último Encuentro Nazi del Continente se realizara en el Palacio Rioja. Tampoco es sorpresa que existan grupos cultores del Tercer Reich bajo la tibia sombra de sus parques. Pero esta Viña del Mar que retrata esta crónica, es sólo una parte, quizás el centro cercano a la hediondez del estero que cada año se desborda y adorna de mojones las alfombras y petunias de Avenida Libertad. Tal vez más alejado, bordeando la periferia de los cerros, un cordón humilde rodea las mansiones y da cuenta de otra parte de la ciudad, más desconocida y sin la altanera techumbre que sombrerea los palacetes. Pero eso no es Viña, le escuché decir a una chica dorada en la playa Casino, enredándose el chicle en su dedo fino, con la baba clasista de su orgullo viñamarino.

jueves, mayo 18, 2006

El barrio Bellavista

Sin más ni más, en la noche hueca del sopor santiaguino, de vuelta y vuelta por las calles remozadas de Bellavista, el barrio cultural, el caserío semiturístico, semilumpen, semiartístico que inauguró la democracia entre el cerro y la Alameda, a un costado de Plaza Italia, justo en el vértice que divide la ciudad entre los de arriba y los de abajo. Casi una zona de reconciliación social disfrazada de bohemia parisina que congrega a picantes y pitucos los fines de semana. Mangas de jóvenes que vienen al reventón del Bella, la fiesta cuneta de Pío Nono, la feria principal donde los artesanos instalan su culebra mercante que trafica imágenes de Violeta Parra en lana, de Pablo Neruda en cuero, de Salvador Allende en cobre, del Che Guevara en pañuelos y poleras, como si la historia corriera más rápido panfleteada en otros materiales, la historia sin asunto, sin referente en el collage gitano y artesa. La historia traspapelada, confundida entre una cuna de mimbre y el brazalete con clavos de un punga-punkie. Todo junto, todo confundido y disperso al ritmo disco que pestañea en la cabeza de los pendejos que buscan desesperadamente la disco para zangolotear su caprichosa urgencia.

Así, el barrio Bellavista se ha hecho memoria a costa de propaganda y consumo, aunque antes de la avalancha comercial de cafés, pubs, restoranes, bares y bailongos, este lugar ya tenía olores de puerto, rugidos de zoológico, picadas y clandestinos donde bigoteaban el pipeño los intelectuales del sesenta. Ya existía el Venecia en el corazón del Bella, donde llegaban poetas famosos atraídos por su amable languidez parroquiana. Tal vez el único sitio que permanece medianamente como era, el único restorante que no transó con el artificio plástico de las shoperías y barcitos decorados con buen gusto, amueblados con esas mesas de tren, absolutamente incómodas y apretadas para que uno consuma rápido y se vaya luego. El Venecia ya es tradición en el Bella con su comida local y sus vinos con frutas que refrescan las acaloradas tardes de enero. Por ahí transitan los viejos vecinos que se quedaron en Bellavista, resistiendo la ocupación de sus tranquilas veredas por el circo underground y su teatro callejero. Se quedaron en sus casonas viejas, a pesar de los millones que les ofrecieron para venderlas y poner restorantes de corruda internacional. Permanecieron fieles a la sombra del cerro mirando cómo el barrio cambiaba; donde vivía la señora Rosita pusieron comida italiana, al lado del maestro gásfiter una salsoteca y, casi en la esquina, un local con juegos de video.

Varias décadas han pasado por el barrio alterando su cotidiano paisaje, pero sólo en los noventa las casas añejas fueron tomando su actual colorido. Talleres de pintores, academias de teatro y salas de espectáculos pintaron de tornasol la decadencia del muro de adobe. Y por poco el sombrío Bella se confunde con el barrio La Boca o San Telmo de Buenos Aires. Entrecerrando los ojos podría ser el Soho de Nueva York o Montmartre de París. Pero al abrirlos sobre la humareda de sopaipillas y chucherías japonesas y esa música cascarrienta que endulza el aire de Pío Nono, nuestro Bellavista tiene más que ver con la terraza de Cartagena, con esa aglomeración de pueblo que chancletea en las ferias artesanales gastándose las escasas chauchas del presupuesto familiar, en golosinas y chucherías brillosas, que alegran un poco el paisaje postizo de la tímida recreación nacional.

martes, mayo 16, 2006

I love you Mac Donald (o "el encanto de la comida chatarra")

Y no hace tanto que estas cocinerías de la gula yanqui se instalaron en la ansiedad del mastique chileno. No hace mucho, pero prendieron como pólvora inundando la ciudad con sus luces, neones, slogans, olores y fritangas gringas que atraen a la masa urbana con el aroma plástico de la comilona chatarra.

Desde fines de los setenta, cuando se instaló en Santiago la cadena Burguer Inn, la colonización del causeo con ketchup perfuma los paseos peatonales alterando el metabolismo nacional, acostumbrado al cocimiento caldúo de la porotada tricolor. Porque la dieta nutritiva y costumbrista de cada territorio, tal vez interviene en el desarrollo de las razas. Quizás acentúa sus diferencias, dependiendo la cantidad de carne, verduras o cereales que se consuman. Entonces, cada pueblo refuerza una identidad culinaria para conservar sus rasgos físicos, síquicos y sociales según las proteínas animales, marinas o vegetales que su tradición aliña en el ritual de la cocina. Así, un saber popular seduce y congrega a la mesa familiar con la herencia de las recetas. El traspaso del charquicán, la carbonada, o el caldillo que preparaba la abuela, lo aprende la madre quien se lo enseña a la hija y ésta a la nieta. Pero hasta ahí no más llega, porque a la bisnieta de tres años, le fascinan las hamburguesas del Mac Donald. Y cada vez que la familia sale al centro, a pajarear la tarde de domingo en el Paseo Ahumada, el pataleo de la cabra chica frente al local ha transformado en una costumbre obligada el consumo de la "cajita feliz" que humea de hamburguesas, papas fritas y el balón de Coca Cola para eructar la grasa rancia del tufo importado. Y pareciera inevitable caer en el hechizo de esos platos que ofrecen las fotografías luminosas, alertando las tripas y los jugos gástricos de la tribu pioja, que no puede regresar a la pobla sin pasar al Mac Donald a zamparse el Mac Combo uno, dos, tres o la "cajita feliz" que, más mil quinientos pesos, da derecho a un reloj con dinosaurio. Aquí, al interior de este boliche empaquetado de acrílico, todo respira y transpira una mantecosa felicidad. Como si el hambre fuera la excusa para ser atrapado en la cadena de los placeres desechables, las chucherías plásticas que reparten según el negocio del cine Walt Disney; que la Bella y la Bestia, que Anastasia, que la Barbie voladora, todo un mugrerío de muñecos y juguetes para engatusar la fiebre consumista del buche Mac Donald. El limpio autoservicio, donde un payaso con peluca colorada ofrece la comida al paso que preparan los chicos del mesón, los empleados jóvenes que contrata la cadena sin garantizarles la estadía laboral. "Si hay clientes, hay trabajo", les repite diariamente el encargado jefe. "Y si ustedes hacen méritos, si compiten por ser el mejor, la empresa los condecora con la chapa de "I love you Mac Donald". Y a fin de año, si juntan puntaje, los mejores viajan a Miami para conocer la hamburguesa reina de los grandes locales. Entonces, en esta escuela de la competencia funcional, los cabros aprenden la traición, cuando acusan al compañero de robarse la mostaza, o lo delatan por no usar ese ridículo sombrero que obliga la empresa. Cuando se transforman en peones sumisos de una multinacional que arrasa con las costumbres folclóricas de este suelo. Una maquinaria del engorde fofo y la manteca diet que droga a las multitudes, la distraída masa que se deja enamorar por el estómago, con la hediondez del plástico.

lunes, mayo 15, 2006

Un país de récords (o "el mojón más largo del mundo")

Así había que demostrar el milagro económico chileno en las veinte mil piruetas del Libro Guinness, el despertar de un país que se levanta con orgullo de garrapata triunfal que dejó atrás al tercer mundo. Una fonda del extremo sur que renovó su escabeche tricolor por el pollo Roast Beaf y las hamburguesas sintéticas de los mall, pub, shopping, donde se remata el hambre consumista. Una hilacha de país que mira sobre el hombro a sus vecinos pobres. La Meca Dólar del continente que habla de tú a tú con el Mercado Común Europeo. El ejemplo de prosperidad para los indios piojosos de Latinoamérica; aquellos peruanos, bolivianos, paraguayos, que aún no conocen a la Claudia Schiffer, que nunca podrán competir en el libro Guinness como lo hace Chile, demostrándole al mundo que aquí sobra la comida. Por eso se hizo el completo más largo que medía veinte kilómetros de tula alemana por la carretera. Casi de mar a cordillera, el Hot-Dog gigante dividió al país entre chucrut y ketchup. Y se necesitaron tantos huevos para la mayonesa, que se llevaron camionadas de gallinas a Investigaciones donde las picanearon con electricidad para que pusieran más rápido. Y para qué hablar de la vienesa, esa tripa que salía y salía de una máquina como intestino interminable. Después, se vendió por metros esa porquería hecha a la rápida, y la cagada diarrea fue tan grande, que Chile se hubiera ganado otra medalla en el Libro Guinness, pero por desgracia no tenía esa churreteada especialidad.

Así, en el fragor de esta fiebre competitiva por querer ser el mejor, el primero, la marca más alta de la carrera a la fama, cada ciudad, cada pueblucho perdido entre cerranías y lontananzas, se organizó para elaborar el producto más espectacular que dejara chica la tontera gringa. En Chiloé, se juntaron mariscos por toneladas para cocer un histórico curanto, el plato típico de la zona. Y fueron miles de choros zapatos, machas, almejas, piures, erizos y chapaleles que un ejército de viejas preparó con enjundia sureña, agregándole a escondidas un chorro de meados para el condimento. Total ellas no lo iban a comer, porque el alcalde llegó a cucharear con un montón de concejales, jefes de bomberos, árbitros deportivos y cuanta autoridad rural que se lamia los bigotes con el "buqué" orinado de ese Mar Muerto. Y cuando se fueron, después de recitar discursos y oratorias entonadas por el chacolí y la promesa de entregar las platas recaudadas a una causa benéfica, quedó un conchai pudriéndose como testimonio de la gran hazaña.

Para no ser menos, otra aldea famosa por los dulces empolvados, se inscribió con un alfajor monumental donde se ocupó todo el azúcar que necesita una población para endulzar su desayuno por un mes. Todo sea por no quedar chicos frente a tanto récord extranjero del canapé ciclópeo o del wantán espectacular. Por eso vamos amasando, vamos juntando carne molida y aceitunas y pasas para anotarnos el poroto de una empanada tan grande como una casa, donde se podían meter tres vacas adentro. Lo difícil fue cocinarla, porque cada vez que se intentaba levantar esa bolsa, la masa se rajaba y caían chorros de pino al suelo, que se recogían con palas, barro y piedras que se volvían a echar dentro para intentarla cerrar. Al final, luego de tanto accidente, después que el orfeón municipal entonara el himno nacional, se izaran las banderas, y los camarógrafos inundaran de reflectores el escenario de esa apoteósica presentación, vino la grande, la reina madre de todas las empanadas salió del horno orgullosamente dorada. Y entre los aplausos y lágrimas de emoción que regaron el suelo patrio, vino la repartija de ese manjar a las autoridades y parlamentarios que habían sido invitados junto a toda su familia. Aquel fue un día memorable, solamente estropeado por el desmayo de la esposa de un concejal UDI, cuando encontró el collar de su perro en el trozo de empanada que cariñosamente le sirvieron los lugareños.

De norte a sur, estas kermesses de la gula y la prepotencia, han exagerado gastos, mano de obra y producción, por adelantar al pueblo vecino y entrar a la famosa biblia del cronómetro y la carrera finisecular. No se miden costos ni esfuerzos, tampoco la crueldad de hacer recular a un toro tres kilómetros, estableciendo otro récord, porque estos animales no retroceden, sólo avanzan, al igual que el triste puma chileno. También en el norte, auspiciado por una conocida marca del alcoholes, se batieron litros y litros de pisco sour como para emborrachar la decadencia del Imperio Romano. Fue un container de limones que se estrujó con babas, transpiración, y más de algún gargajo que por descuido cayó en la espumante batea.

Para justificar los aires fanfarrones de estas competencias, se dice que la venta del producto va en ayuda de la Teletón, algún hogar de huérfanos, algún asilo de ancianos, que reciben las cuatro chauchas de esta limosna publicitaria. Todo se ha vendido, trozado, repartido y consumido por el apetito grosero que proclama su eructo populista de amor a la patria. Más bien casi todo, menos el colosal chaleco que tejieron las mujeres de La Ligua, como irónico aporte a los excesos del fanfarroneo económico. Un chaleco imposible de llenar con el cuerpo desnutrido del flaco Chile. Un chaleco tan enormemente inútil como vacío, quedó colgado en la torre de la iglesia como un estandarte de lana que se burla de nuestra entumida nacionalidad.

viernes, mayo 12, 2006

La comuna de Lavín (o "el pueblito se llamaba Los Condes")

Como un merengue enrejado, Las Condes es la comuna que da el ejemplo de un vivir pirulo, económicamente relax, modelo de organización y virtud con sus jardincitos recortados y sus veredas limpias donde pasean el ocio los habitantes de este sector de Santiago, el vergel clasista dirigido por su alcalde que lleva el pandero en la organización feudal del condominio chileno.

Así, desde "el pueblito llamado Las Condes, que está junto a los cerros y lo baña un estero", la postal musical que hizo famosa Chito Faró, la canción turística que mostraba una capital de tonadas y gente sencilla, poco queda que comparar con la actual comuna de Las Condes. El emperifollado Barrio Alto, sembrado de torres y experimentos arquitectónicos, edificios cuadrados y piramidales, como maquetas de espejos para saciar la imagen narcisa y garantizada del Chile actual.

Entonces este idilio de comuna, donde todo el mundo es feliz, recuerda un lindo país de cuentos, tal vez el reino de Oz donde el mago es su alcalde, un derechista con sonrisa eucarística que hizo la primera comunión en el Opus Dei. Un alcalde con cara de hostia, el colmo de santurrón, el colmo de buena gente, preocupado de regular el canto de los pájaros para que no molesten la modorra ensiestada de los ricos que apoyaron su candidatura, los vecinos pitucos que besan las manos al edil por la lluvia milagrosa que hizo caer solamente en Las Condes, para limpiar el cielo, cuando Santiago era un pantano espeso de smog, por allá en el invierno seco que mató tanta guagua pobre con su aire irrespirable. Entonces Don Lavín, con su optimismo de boy scout de plaza, se asomó a la ventana y cayó en depresión porque la nube rancia del smog no lo dejaba ver la escenografía Walt Disney de su gloriosa comuna. Hay que hacer algo, le dijo a su secretaria preocupada en retocarse la sonrisa que, por orden del jefe, todos llevaban en la municipalidad. Es el colmo que esta cochinada de aire ensucie hasta la cara del Señor. Porque el cielo es el rostro de Dios, le repitió Don Lavín a su secretaria que lo miraba con la boca abierta como quien contempla una santa aparición. Por supuesto Señor Alcalde, pero la solución está en su mano, ya que usted habla con Dios por teléfono le puede pedir una lluvia con detergente. Cómo se le ocurre que voy a molestar a Dios por una lluvia, para eso está el dinero que en esta comuna sobra. Todo se puede comprar con plata, hasta una simple lluvia. No faltaba más. Comuníqueme rápido con mis amigos de la Fuerza Aérea para pedirles que nos bombardeen el cielo con lluvia deshidratada.

Y así los vecinos de Las Condes vieron caer la lluvia por metro cuadrado que les regaló su alcalde, la vieron caer con los ojos húmedos, como un maná para el pueblo elegido, y reiteraron su apoyo a la gestión edilicia que en las siguientes elecciones se tradujo en la votación más alta de la historia. Pero no fue sólo por eso que lo reeligieron con honores y retretas de triunfo, también por la organización del tránsito que le puso semáforos hasta a los coches de guaguas, también por la seguridad antidelictual que les puso alarmas a las flores de los jardines. Por contar en la comuna con un paco por habitante, por las misas de matiné, vermut y noche realizadas en colegios, parques y supermercados para agradecer al altísimo el poder vivir en este cielo de comuna. Lo volvieron a elegir porque sólo los ricos se merecen tener un santo de alcalde, un hombre tan bueno que perfectamente podría ser el próximo Papa, declaró un general que lo conocía de niño. Además por la gran fiesta que preparó para el año nuevo, los miles de fuegos artificiales que encendieron el cielo comunal como una gran noche de gala para la nobleza.

Así, la fruncida comuna de Las Condes es una reina rubia que mira por sobre el hombro a otras comunas piojosas de Santiago, la estirada y palo grueso comuna de Las Condes, prima hermana de Providencia y compañera de curso en las monjas con Vitacura y La Dehesa, marca un alto rating en el firulí del status urbano. Es el ejemplo de un sistema económico que se pasa por el ano la justicia social, es la evidencia vergonzosa de un nuevo feudalismo de castillos, condominios y poblaciones humildes que hierven de faltas y miserias, de habitantes tristes y habitantes frivolos y cómodos que lucen el esplendor de sus perlas cultivadas por el exceso neoliberal.

miércoles, mayo 10, 2006

Flores plebeyas (o "el entierrado verdor del jardín proleta")

Entre piedras, gangochos y basuras, las plantas pobres resisten la impiedad del territorio suburbano que empalidece su aridez de paisaje desolado. Por allí, por las torres, por la cancha de fútbol, por Carrascal, Pudahuel o La Victoria, la vegetación escasa es apenas algunas manchas de polen plebeyo que pintonea el jardín popular, la reja de tablas coronada por los fieles cardenales, esas plantas carne de perro que alumbran de colores la rancha mal hecha, las barandas de los bloques tiritones, donde cuelgan tarros, bacinicas y ollas rebalsantes de rayitos de sol, la enredadera carnosa que las vecinas se reparten en patillas y ganchos de ramas, multiplicando el fulgor de sus brotes.

Así, los tierrales desérticos que rodean Santiago parecieran alérgicos a la fiebre ecológica y a su propaganda de naturaleza fértil y bosque feliz. Difícilmente sobreviven los yuyos, las chinitas o los mantos de Eva en el eriazo polvoriento. A pesar que los alcaldes instalan plazas y siembran árboles durante su campaña a la reelección, la poblada arrasa con la botánica ordenada del jardín municipal, los cabros chicos quiebran los endebles arbustos, los volados se mean en las ligustrinas y las viejas terminar

Tal vez, este paisaje callampa, poco generoso con la vegetación, contrasta con los parques y arboledas que refrescan el barrio alto de la capital, donde los jardineros cuidan los heliotropos, las camelias y magnolias que decoran con clase el vergel húmedo de las terrazas y pérgolas en que se enreda orgullosa la flor de la pluma, donde campanea fragante el jazmín del cabo, y toda la gama de flores finas cultivadas con abonos y tierras especiales para verdear la jungla tropical del condominio privado.

Pero este cuidado invernadero que divide la ciudad en metros de pasto recortado y callejones de tierra seca, pareciera un prado de hojas plásticas y ramas sintéticas, demasiado cuidado, demasiado fumigado por la mano burguesa que encarcela y educa sus bellas flores tristes. Flores que nacieron para competir con la azalea del jardín vecino. Flores obligadas a ser bellas y orgullo del palacete donde crecen y se multiplican con el permiso del jardinero. En cambio, las otras, las que crecen porque sí en el piedral inhóspito de la pobla, plantuchas que parecen reptiles agarradas al polvo, ramas que trepan por los andamios de la pobreza, para producir el milagro que acuarela de color el horizonte blanco y negro del margen, con sus porfiadas flores de fango.

Memorias del quiltraje urbano (o "el corre que te pillo del tierral")

Y se llaman Boby, Cholo, Terry, Duke, Rin-tín-tín-Campeón o Pichintún, y al escuchar su nombre, ladran, corren y saltan desaforados lengüeteando la mano cariñosa que les soba el lomo pulguiento de quiltros sin raza, de perros callejeros, nacidos a pesar del frío y la escarcha que entume su guarida de trapos y cartón. Y ya de cachorros, aprenden a menear la cola choca para ganarse el hueso descarnado, los restos de la porotada familiar, o el trozo de pan añejo, que mascan sonriendo, agradecidos de poder compartir la dieta obrera. Porque para ellos no existen esos alimentos químicos del mercado canino, esas galletas y cereales sintéticos que venden los mall, junto con collares, cadenas y cepillos especiales para perros de clase. Esas comidas para perros etiquetadas con nombre de caricatura gringa; los Dogo, Dogi, Dogat, Masterdog, Champion o Pedigree con forma de hueso comprimido y vitaminizado como si fuera comida para astronautas. Y vaya a saber el perro qué mierda está comiendo, si lo único que le queda claro es el tufo a pescado molido y la sed insaciable que los tiene todo el día con la lengua afuera.

Al parecer, la ciencia veterinaria por fin puso en marcha la sociología animal que educa y distribuye por status el mercado de las mascotas. Y este kárdex pulguero que existía desde los galgos egipcios de Cleopatra, dejó de ser un exotismo de la realeza, y pasó a formar parte del arribismo colectivo que invierte parte del presupuesto en la adquisición de un perro hecho a la medida. El complemento perruno de la escalada económica que aspiran los chilenos, entonces, raza, color y pelaje deben combinar con la alfombra y el tapiz de los muebles si es un perro de interior, por cierto un animalito fino y valioso, que se puede conseguir a precio de huevo, si es robado, en las ofertas del mercado persa. Ahora, si la propaganda de la seguridad ciudadana aconseja una fiera, doberman para el jardín, un lustroso guardia para las casitas de villas o condominios, adiestrados «sólo como perros», para mostrarle los dientes y destripar a los malvestidos que se acercan a la reja. Así, lo más cercano al esencialismo del adjetivo «perro», es el doberman mocho, de cola y orejas cortadas, cercenadas cruelmente para aumentar su imagen de ferocidad, o los ovejeros alemanes, más conocidos como perros policiales, preparados como pacos para perseguir y morder sospechosos.

Tal vez, la dualidad amo y perro es el espejo perverso donde el animal duplica mañas y modales. Como esos quiltros pitucos, los galgos afganos, los cocker spaniel, o lo poodles que los bañan, peinan y perfuman en peluquerías especiales para ellos. Y cuando salen de allí, ridiculamente recortados, afirulados como ikebanas con moños y rosas de cintas, con la nariz bien parada sin mirar a nadie, igual que las viejas cuicas que los adoran y gastan fortunas en veterinario, bálsamos y manicure para la Fify, el Chofy, la Luly, el Puchy, el Pompy, animales con heráldica que no juegan ni ladran, y parecen estatuas, educados como adorno en la decoración del riquerío. Son las mascotas de sangre azul, que miran sobre el hombro al perraje suelto que vaga por las calles, los otros, los quiltros sin ley que hacen suya la ciudad en el patiperreo de la sobrevivencia. Perros que hurguetean la basura y comen lo que encuentran, adaptándose fácilmente al calor humilde del ranchal obrero. Porque la pobreza y los perros son inseparables; entre más pobres hay más perros. Como si en la precariedad siempre hubiera un rincón donde amparar otro quiltro. Uno más, como el Moisés que llegó cojeando, medio pelado de arestín y con la oreja ensangrentada por alguna mocha canina. Llegó así, patuleco de hambre y con esos ojazos de huacha soledad. Y al mes parecía otro, sanado y alimentado por la generosidad de una mano amiga. Le pusieron Moisés por sobreviviente, y a puras sobras de comida recuperó el pelo y su ladrido infantil de peluche juguetón. En poco tiempo el Moisés se había integrado a la patota perruna del campamento, y corría libre con los cabros chicos alborotando el corre que te pillo del tierral. Perseguía a las micros ladrándole a las ruedas, hasta que un violento rechinar apagó para siempre el bullicio de su fiesta. Y allí quedó patas pa arriba en la cuneta, hasta que los niños lo enterraron en un hoyo cercano al basural. Quién sabe por qué los pobres lloran a sus perros con esa amargura, como si sus Bobys, Terrys, Mononas, Pirulines y Cholas, fueran una parte única de la familia, y ningún otro perro que llegue podrá reemplazar la memoria optimista de sus gracias. Nadie sabe por qué queda un vacío en el coro de perros que siguen ladrando en la noche santiaguina, cuando la ciudad duerme y cantan tristes los aullidos de su quiltraje funeral.

viernes, mayo 05, 2006

El cumpleaños del Ricacho Polvorín

Si tengo que decir algo, me lo contaron, lo supe por allá en los 80, en los mejores años de la mordaza milica. Cuando un magnate chileno sembraba dólares como flores con su negocio armamentista. Como una fábrica de chocolates explosivos, fabricaba balas, tanques, bazucas y bombas racimo sin ninguna moral, sin culpa, el ricacho polvorín era un viejo pascuero que proporcionaba los petardos y juguetes bélicos con que el régimen asustaba a los ciudadanos. Y le fue bien a este platudo de la guerra, tan bien, que pasó a formar parte del jetset carretela que armaron las revistas de moda en esos años de alcurnia fascista y rotaje apaleado.

El cuento lo agarré una de esas noches de pisco y conversa en el Circo Timoteo. Aquel Circo travesti del cual ya hablé anteriormente, pero nunca se agota mi enamorada admiración por sus personajes. En este caso es la Rosita Show, la bomba latina que se abanicaba de aplausos en las funciones nocturnas de la carpa piojenta. Con su mano en el cuello, como si acariciara un valioso collar, me dijo: en la semana, cuando no hay función, nos entretenemos jugando a las cartas en la carpa de la Vanessa. Nunca falta un traguito o alguna loca amiga que cae de visita. Y ahí estamos hasta el amanecer, dale con el chiste, la talla y el conchazo; cuando apareció un cabro chico diciendo que un caballero quería hablar conmigo, que me estaba esperando en un auto, en la calle. Y qué auto niña, casi me caigo de culo al ver el medio Mercedes con chofer buscando a esta princesa. Y yo en esa facha, pero igual me acerqué a la ventanilla del auto y les dije: ¿Ustedes buscan a Rosa Show? Yo soy, qué se les ofrece. Entonces los reconocí al tiro, era ese locutor de la tele que daba las noticias, andaba con otro, un cómico medio pelao que se rió y me dijo: pero usted no es la Rosita Show. Claro que sí. Lo que pasa es que ando de civil. Bueno, sucede que nosotros la queremos contratar para el cumpleaños de un amigo. Le pagamos 20 mil pesos y usted le canta cumpleaños feliz, le menea un poco el queque y eso es todo. ¿Y dónde queda esto? No se preocupe, la llevamos y la traemos cuando usted quiera. Y sin pensarlo dos ni tres veces les dije que bueno, porque uno anda a patas con el águila en el negocio del circo. Lo que sí, van a tener que esperarme una media hora para armar a la Rosa. Ningún problema, tenemos tiempo. En una hora estamos aquí. Y el auto salió soplao en una nube de tierra, y yo corrí a la carpa a maquillar, peinar y vestir a la Rosa. Cuando volvieron ya estaba lista. Se quedaron con la boca abierta los huevones. No lo podían creer. ¿Cómo estoy?, les pregunté mostrándoles el bikini de lentejuelas negras, los tacos, la boa de plumas, la peluca y un abrigo que me puse encima porque hacía frío. Diez puntos me dijo el cómico abriéndome la puerta del auto. Yo no tenía miedo porque eran personajes de la tele y en el camino me fueron explicando lo que tenía que hacer en la fiesta. El auto cruzó el centro, subió por Alameda, Providencia, Apoquindo, Las Condes y siguió subiendo. Por lo misteriosos me parecía estar en una película de gángsters porque el pelao jalaba un polvo blanco como loco, con el otro, el locutor. ¿Quiere un poquito para los nervios?, me dijeron. No, muchas gracias, les contesté tiritando, entumida en el abrigo. ¿Tiene frío? Ya vamos a llegar, allá se toma un traguito para que entre en calor. Cuando llegamos se abrió una reja como de cementerio y un guardia se asomó adentro del Mercedes y nos dio la pasá. Hasta ese momento yo no sabía dónde estaba, porque había árboles y más árboles que iban pasando mientras el auto seguía por el camino. Entonces oí la música y ví las luces, y me acordé del circo al ver esas carpas blancas y toda esa gente fina copeteándose y riéndose, tan feliz. Vamos a entrar por la cocina para que sea una sorpresa, me dijo en la oreja el pelao y me metieron por un pasillo hasta una cocina que era enorme, como un salón de baile. ¿Cómo será el resto de la casa?, pensé entre los curados que me aplaudían cuando yo pasaba. De ahí me dejaron en una pieza y me trajeron whisky y una bandeja con tragos y canapés, jamones, quesos y pavos. Y a mí con lo que me gusta el pavo. Claro que estaba un poco desabrido, pero encontré un platillo con sal en polvo, y justo cuando le estaba echando entró el pelao y se puso a reír y me dijo que eso no era sal. Pero que no me preocupara, porque podían traerme los pavos que yo quisiera. Y me dejó sola en esa pieza donde me quedé escuchando la música y al locutor de la tele que anunció a una cantante, después al humorista y luego dijo que había un regalo sorpresa para el cumpleañero. Y me sacaron corriendo, sin el abrigo, por los pasillos alfombrados de la casa hasta donde estaba reunida toda la gente. "Aquí todos son famosos menos yo", le dije al pelao que me empujó al micrófono para que cantara el cumpleaños feliz. Pero no sé el nombre del festejado le dije. Se llama Carlos y es ése de terno azul. Pero no fue un buen dato porque casi todos andaban de temo azul, y ni supe a quién le dediqué la canción, y por eso los saludé uno por uno, y todos me decían cochinadas, y todos me daban agarrones, y todos me desarmaban la esponja de las tetas, y todos me metían la mano por ahí y la sacaban mirando pal lado, y todos andaban amasando re cufifos cuando me encuentro al pelao que andaba repartiendo su bandeja de sal. Y con ese frío, y con ese romadizo de mierda que me dio, atchís, que le estornudo encima y adiós a esa hueva blanca que todos chupaban por la nariz, a la chucha ese polvo que los tenía a todos tiesos y hablando babosos, habiendo tan buena música. Puta qué cagada, decían los famosos en cuatro patas, olfateando como perros el suelo.

Y parece que de ese talco no había más, porque casi me tiraron las veinte lucas super enojados, y me envolvieron los pavos, los jamones, los quesos y una botella de whisky. Y a empujones me subieron al auto que se vino hecho un peo por la Alameda, y luego por el centro hasta llegar a estos tierrales abajo, hasta el circo, donde la Rosita Show, ebria, de noche se ríe contando la aventura, diciéndole a las locas que coman y tomen no más, que el whisky es de primera, que los quesos son super finos y el pavo está rico rico, claro que le falta un poquito de sal.

jueves, mayo 04, 2006

Bárbara Délano (o "una perla de luna que naufragó con el sol")

La noche de Valparaíso era una parranda rumorosa cuando encontré a la Bárbara esa última vez que me regaló el cielo iluminado de sus ojos. Estaba feliz, como si un carrusel de carnaval la girara por dentro en el bailongo del Cinzano que amenazaba lujuria, tango, bolero y la cumbia putinga asomando el ruedo del encaje porteño. Estaba contenta, como si un ramillete de luces la chispeara en la pista ebria de abrazos y encuentros con amigos que no veía hacía tanto tiempo. Porque ella era así, un pájaro nómade siempre dispuesto a levantar el vuelo de Chile a México, a Perú, a donde la viajara su inquieto corazón de poeta.

La Bárbara se había formado en la errancia del exilio, cuando junto a su familia tuvo que dejar este suelo. Y por años fue ejerciendo el oficio de poeta en los continuos cambios que sufría su vida de joven comunista. Formada en la Jota, su cabellera dorada resaltaba en los cuadros de camisas amaranto que vestían los muchachos del partido. Y la Bárbara era tan bella, una verdadera muñeca nacida para una corona, por eso fue elegida reina de las juventudes comunistas, cuando los chicos jotosos se daban tiempo para jugar en medio del apuro contingente de esos días.

Ella se había casado tan joven con el marxismo, y tan pendeja ofreció la diadema de su juventud a la causa del proletariado. Se saltó las páginas más frescas de su agitada existencia en reuniones, mítines, emergencias y discursos serios que prohibían los cosméticos en el partido, que prohibían la marihuana en el partido, que miraban con reprobación el rock en el partido. Y era una época difícil para ser joven militante, donde la libertad personal estaba al servicio de la panfleteada causa social. Acaso por eso, la Bárbara decidió casarse nuevamente, esta vez con un compañero de fila, su marido que la acompañó por varios años en su político y poético peregrinar. La pareja se veía tan unida a comienzos de los ochenta, en las peñas, en el Coordinador, en la Sociedad de Escritores, donde usábamos la chapa cultural para contagiar el desacato. Tal vez por esa imagen, cuando la encontré en Valparaíso en los noventa, le pregunté por su marido. Y ella echándose aire con una servilleta me dijo con soltura estoy libre. Por fin estoy libre. Y yo entendí en esas palabras que por fin la Bárbara había soltado sus amarras militantes y conyugales, y se disponía a recuperar las flores ajadas de su adolescencia. Todavía estoy bien, me dijo coqueta, al tiempo que sus ojos soñadores se vidriaban azules en el brindar de las copas. Y era cierto, aún era una chiquilla, quebrada, pero dispuesta siempre a los filos trasnochados del verbo amor. Esa noche en el Bar Cinzano, la Bárbara era sólo ojos y una soltura menguante la desmadejaba en la pista rumbera, donde se cimbreaba la proeza de esperar el amanecer en el humo ciego del puerto cachero.

Desde entonces la encontré una vez más en la Feria del Libro, y luego, tan pronto y de improviso, la noticia amarga de su partida en el vuelo sin retorno de Aero-Perú. Entre las víctimas de aquel accidente estaba nuestra Bárbara, venía de México, pero un devenir fatal le cambió el itinerario y la hizo detenerse en Lima. Y luego, cuando despegó el Boeing hacia Chile, ella pensó que en algunas horas la nube rancia de Santiago le daría la bienvenida, pero no fue así, porque el aparato se hundió en el Pacífico sepultando a todos los pasajeros en la profundidad de las aguas celestes.

Hasta hoy, el cuerpo de Bárbara no ha sido encontrado ni la mar mezquina lo ha devuelto, y es posible que navegue por los acantilados submarinos, buscando su perla lunera que en el vuelo de aquella tarde naufragó con el sol.

miércoles, mayo 03, 2006

Las Amazonas de la Colectiva Lésbica Feminista Ayuquelén

Y fue tan sorpresivo ver en esos años de dictadura el rayado lésbico moroso del grupo Ayuquelén. Casi impensable imaginarlas bravas, feministas y combativas dando la pelea, en ese tiempo de concentraciones en el Parque O'Higgins, donde sus graffitis tenían el leve desenfado de la militancia sexual que dibujaba corazones partidos de mujer a mujer. Era raro pensarlas pioneras de un movimiento libertario de minorías sexuales, a la Su y a la Lily, dos jóvenes puntudas que habían Iniciado este peregrinar de macorinas, a partir del asesinato de Mónica Triones, la bella Mónica, como recordaba la Su entre cervezas y fotografías de mujeres y la voz incansable de Chabela Vargas que timbraba de boleros el testimonio horroroso de aquel asesinato.

La Mónica era una artista, sobreviviente del hippismo, el Parque Forestal y de tantos cafés utópicos que humeaban las tardes de la Unctad, en la lejana Unidad Popular. Y a pesar del golpe, del toque de queda y la rnilica represión, todavía le quedaban ganas para soñar noches en ese Santiago amordazado por el toque de queda. Aún le quedaba pasión, esa fecha del setenta y algo para brindar por la esperanza en el Bar Jaque Mate de la Plaza Italia. Y la Mónica hablaba tan fuerte, no tenía pelos en la lengua para manifestar su rabia frente al machismo, la repre, y todas las fobias que alambraban de púas su prohibido amor. La Mónica era así, voluptuosa, desenfrenada, cuando escuchó risas de machos en otra mesa, burlas de macho al ver mujeres bebiendo en la noche sólo para hombres. Y no se pudo contener, y algo les dijo, y los dos tipos se pararon desafiantes, y la Mónica desde su pequeña estatura no se quedó chica, y vino un puñetazo y otro, y a patadas la sacaron a la calle, a ia vereda, donde la siguieron golpeando, donde le partieron el cráneo y la sangre de la pequeña Mónica les manchó los puños, y ese color aumentó la brutalidad de la golpiza. Y ellos no se cansaban de golpearla, como en éxtasis le rebotaban su cabeza en el cemento. Y cuando se fueron, caminando tranquilos por la oscuridad macabra de la dictadura, la Mónica quedó hecha un guiñapo estampado en el suelo. Y cuando llegó la policía, nadie había visto nada, nadie se atrevía a dar informaciones sobre esos monstruos, seguramente CNI, que se desplazaban libremente en el Santiago de las botas.

Este horrendo crimen sigue impune hasta el momento, y solamente sus amigas lesbianas lo reflotan políticamente como bandera de lucha. Así, la Colectiva Lésbica Feminista Ayuquelén, por muchos años llevó el estandarte menstrual de Mónica Briones como punto de partida por la justicia de sus demandas. Especialmente la Su, y también la Lily, mis viejas amigas militantes, extraviadas hoy en el calendario de los acontecimientos. De aquel grupo, sólo quedó el nombre araucano tizado en la memoria de un muro. Sólo quedó el recuerdo valeroso de aquellas amazonas, que intentaron dignificar su mundo raro en la intolerancia de este país.

Tal vez esta agrupación, doblemente segregada por ser mujeres y además lesbianas, no sólo recibió la agresión del patriarcado, también fueron expulsadas del feminismo de la Casa de la mujer La Morada, en aquellos años, cuando no convenía mezclar las cosas, y que se confundiera feminismo con lesbianismo. Ahora casi no importa, ya que las dos causas están igualmente estigmatizadas.

El amor sexuado entre mujeres es más reprimido en estos sistemas donde a veces lo gay hace de florero en la fiesta eufórica neoliberal, pero en fin, de aquellas amazonas de la Colectiva Ayuquelén casi no tengo noticias, solamente alguna viajera lesbiana me dice que divisó la cabellera flotante de la Su "yirando" sin prisa en algún mercado de Tailandia, o posando con una copa en la mano junto a la sirena de Copenhague; por ahí, por allá, irá libre la hermosa Su, donde su corazón divagante anide lésbico en el ala de otra mujer.

martes, mayo 02, 2006

La muerte de Condorito (o "recuerdos de Pelotillehue")

Archivado en el álbum de las caricaturas que intentaron describir con dibujo y letra al conocido rotito chileno, hermanado con el Perejil, el Verdejo, y tantos monos tirillentos pintados por la mano cruel que despedaza la pobreza, Condorito vivió sus años de gloria en las décadas del sesenta-setenta, cuando la revista de tiras cómicas era el pasatiempo de los pasajeros de micros, que acortaban el viaje leyendo el Condorito de pascua, el número especial que año a año vendía miles de ejemplares, con tapa a color y páginas coloreadas de naranjo y negro, donde el pájaro-pobre, el hombre-pájaro, o el cóndor-queltehue, exponía su triste vida de incansable cesante, eterno vago picaflor enamorado de la Yayita, la tetuda Yayita, la curvilínea Yayita con cuerpo de corazón, su amor negado por la diferencia social.

Por aquellos años, Chile se reconocía en la eterna mala pata de este personaje, siempre errándole a la suerte, de por vida condenado a la rancha meada por el perro Washington, la mediagua que compartía con el sobrino Coné, un cóndor niño sin procedencia, que retrataba moralmente a Condorito como tío soltero igual al Pato Donald. Porque, al parecer, la familia de Condorito venía del campo, ya que usaba ojotas y el pantalón arremangado como peón. Entonces se podría deducir que Condorito era un allegado a la capital, uno de tantos afuerinos que, por esos años, dejaron el sur para conformar la clase obrera; el proletariado de las primeras poblaciones y, más adelante, la clase media o el medio pelo chileno. Pero Condorito nunca arribó en su emergencia de pájaro piojo. Menos su tropa de amigotes güenos para el trago, como el cumpa Don Chuma, siempre salvando a Condorito con un billete de maestro chasquilla, o el Comegatos, su yunta cara de mapuche felino, inseparable de Garganta de Lata, prócer de la garrafa, cuando los pobres se reventaban de cirrosis con la nariz de rojo farol.

En verdad, por aquel entonces, no había mucho que elegir en la entretención lectora del folletín urbano, y Condorito llenaba ese vacío, entre los Super Héroes de las revistas extranjeras y el folclórico cómic nacional, donde la mano de Pepo, el autor dibujante, explotaba la errancia depresiva del sector popular, señalizando la vida gris del barrio chusco donde el argentino Che Copete era el odiado rival de Condorito, un dandy triunfador que enamoraba a la Yayita con su tollo porteño. Casualmente esta revista era muy conocida en Argentina, Perú y otros países vecinos, que creían reconocer a los chilenos a través de este pájaro atorrante y sus aventuras en una ciudad-pueblo rayada por todos lados con el graffiti de "Muera el roto Quezada". Nunca nadie supo quién era el roto Quezada, pero quedó en la memoria social como un personaje populista odiado por la burguesía.

Condorito fue el relator de otro país, desaparecido bajo las latas del tercer mundo. Un Chile sencillo y provinciano que reía del chiste blanco rematado por el ¡Plop! que paraba las patas con el conocido "Exijo una explicación". Condorito fue la caricatura del pililo buscavidas, la representación entumida de la gloriosa ave-símbolo del escudo patrio, el gran cóndor amo de las alturas. Tal vez por eso, su desnutrida parodia tocó fin al llegar la yuppiemanía de los ochenta. Las águilas doradas del mercado que le abrieron la puerta al neoliberalismo. Para entonces, el humilde Condorito ya no representaba una buena imagen para estos Nuevos Tiempos, y aunque trataron de traspasar la historieta a la televisión, la caja luminosa le quedó grande al depresivo queltehue. Algo en la voz resultaba falso, ya que la tira cómica jamás tuvo audio. Tampoco han resultado las gestiones empresariales que intentan reponer un Condorito con zapatillas de marca y pinta newyorker. Nada de esto ha resucitado el cadáver del querido pajarillo que murió de muerte comercial, y fue enterrado con su jaula de fonolas en el lomaje azul de Pelotillehue.

lunes, mayo 01, 2006

La historia de Margarito

Tendría que arremangarme los años para recordar a Margarito, tan frágil como una golondrina crespa en la escuela pública de mi infancia. La escuelita Ochagavía, «nuestro norte luz y guía», voceaba el himno de la mañana escolar, ya borroso por los tierrales secos en la zona sur de Santiago, en esas nubes de polvo donde los niños machos pichangueaban el recreo; los hombrecitos proletarios, jugando juegos de hombres, brusquedades de hombres, palmetazos de hombres. Tan diminutos y ya ejercían las ventaja del machismo burlón, humillando a Margarito, riéndose de él porque no participaba del violento rito de la infancia obrera. Porque se mantenía distante mirando de lejos al cabrerío revoltoso revolcándose en el suelo, mancornados a puñetazos en la competencia matona de esa enana virilidad.

Y parecía que Margarito, vaporoso, despreciaba profundamente la prepotencia de sus compañeros, esa única forma bruta de comunicarse que practican los hombres. Por eso se aislaba de los grupos en la soledad mocosa de anidarse un rincón lejos del patio. Margarito nunca reía en la bandada jilguera que animaba la mañana. Margarito no era feliz, como todos los niños a esa edad cuando el mundo es una pelota de barro azul. Margarito tenía los ojos grandes, siempre anegados a punto de llorar, al borde lagrimero de su penita; por cualquier cosa, por el chiste más insignificante soltaba la muda catarata de su llanto. Margarito era así, un pajarillo sentimental que regaba la tierra seca de mi escuela pobre. Margarito era el hazmerreír de la clase, el juego preferido de los cabros grandes que le gritaban «Margarito maricón puso un huevo en el cajón». No lo dejaban en paz con la letanía cruel de ese coro que no paraba hasta hacerlo llorar. Hasta que sus ojazos nerviosos se vidriaban con el amargo suero que hería sus mejillas.

Margarito era así, un pétalo fino y lluvioso en medio de la borrasca pioja del piñén estudiantil. A esa edad, cuando la niñez asume la perversión como un entretenido juego torturando al más débil, al más diferente del colegio, que escapaba al modelo masculino impuesto por padres y profesores. Y ese era el caso de Margarito, nombrado así, burlado así, por los pailones del curso que, groseros, imitaban su caminar de pichón amanerado, sus pasitos coligües cuando tenía que salir a la pizarra transpirando, como pisando huevos en su extraño desplazamiento de cigüeña cachorra rumbo a la patriarcal educación.

Lo recuerdo tan solo, en ese tristísimo exilio de princesita traspapelada en un cuento equivocado. Lo veo así, al borde de la crisis esa mañana del sesenta cuando Caritas-Chile regaló un montón de ropa norteamericana para la escuelita Ochagavía. Eran fardos gigantes de pantalones, poleras, zapatos, camisas y casacas que los curas habían seleccionado para los niños varones. Tiras usadas que el imperio repartía a Sudamérica para tranquilizar su conciencia. Trapos multicolores, que los chiquillos se probaban entre risas y tirones. Y en medio de esa alegre selección, apareció un vestido, un largo y floreado camisón que los cabros sacaron calladamente del bulto. Lo extrajeron mirándose con maldadosa complicidad. Margarito, como siempre, flotaba más allá del bullicio en la balsa expatriada de su lejano navegar. Por eso no se percató cuando lo rodearon sujetándolo entre todos, y a la fuerza le metieron el vestido por la cabeza, vistiéndolo bruscamente con esa prenda de mujer. Creo que nunca olvidaré esa escena de Margarito con los ojos empañados, envuelto en la percala floral de su triste primavera. Lo veo a pesar de los años, interrogando al mundo que se cerraba para él en una ronda de carcajadas. Lo sigo viendo acurrucado, como una palomita llorona mirando las bocas burlescas de los niños, desfiguradas por el océano inconsolable de su amargo lagrimal.

Han pasado los años, llorosos, terribles, malvados, y jamás se me forró ese cuadro, como tampoco la chispa agradecida que brilló en sus pupilas cuando, compartiendo las burlas, me acerqué para ayudarlo a quitarse el vestido. Nunca más vi a Margarito desde ese final de curso, tampoco supe que pasó con él desde esa violenta infancia que compartimos los niños raros, como una preparatoria frente al mundo para asumir la adolescencia y luego la adultez en el caracoleante escupitajo de los días que vinieron coronados de crueldad. Es posible que su pasar de alondra empapada haya naufragado en esa travesía de intolerancia, donde el trote brusco del más fuerte, estampó en sus suelas el celofán estropeado de un ala colibrí.