De ella poco se sabe en su destierro «al este del paraíso». Tampoco las cartas son aves bienvenidas para la brutal prohibición que tiene de leer o escribir en su mudo castigo. Cada año, el seco invierno limeño escarcha de polvo la pequeña cuenca enrejada de su ventana penal, amenazando derribar el temple de su pensar libertario. Pero ha pasado en manadas el tierral de las décadas y ella sigue sin volver, enjaulada en esa fría celda como un pájaro peligroso, mientras la eterna espera mutila el tedio de su orgullosa soledad. Y es que de siempre, Sybila fue así, ya de niña remarcada en el perfil de su desmelenado gesto, ya de joven fresca y en su alborotado afán de creer en un mundo justiciero y novelesco, ya de mujer cuando los verdes años le revoloteaban en las páginas de los libros, conviviendo con la literatura, alternando día a día con los grandes personajes que visitaban su casa. Los amigos de su madre, Matilde Ladrón de Guevara, escritora y yunta de Pablo Neruda con Matilde Urrutia. Tal vez por eso, la literatura fue un reino paralelo que espejeaba su cotidiano, un sueño de mundo posible, discurseado en la lírica ebria de los poetas. Una utopía de mundo impulsada por los versos de Jorge Teillier, susurrados en su oído en los eructos del alba. Y así el amor la encadenó al corazón de ese joven sonámbulo de trenes, el lánguido poeta Teillier, un adolescente flacuchento cargando pesados libros que contrapesaban el culebreo etílico de su pendejo vaivén. Y quizás, para Sybila, ese primer matrimonio enmarcó de rosas sepias su primer enlace con la literatura, cuando de tan jóvenes, las tardes de domingo campaneaban en los brindis con Enrique Lihn, y tantos amigos de la pareja que retozaban los almuerzos en la mesa del patio, en esas doradas tardes riendo y jugando con Sebastián y Carolina, los pequeños hijos que resultaron de esa florida pasión.
Algún eco de esas risas vuelve a retratar a la Sybila de ese tiempo, castaña y altiva con un chispazo de gallarda ética en su mirar risueño. Ese mismo gesto que descubrió José María Arguedas, el escritor peruano, cuando la conoció en una conferencia que vino a dictar en la Universidad de Chile. Por entonces, ya el matrimonio con Jorge Teillier había sucumbido y Sybila trabajaba en la Librería Universitaria, a un costado de la casa de Bello, por esa Alameda de marchas y mítines obreros, entre Arturo Prat y San Diego. «Por esa veredita de oro con luz de luna o de sol», llegaba José María a buscar a Sybila, bastante más joven que él, para pololearla con el fulgor mestizo de su bella pluma. Él ya era famoso y reconocido entre los grandes de las letras latinoamericanas. Pero junto a Sybila, al fuego vital de su indómita presencia, Arguedas se acurrucaba como un tímido zorro falto de cariño.
Así la pareja decidió anudar las cintas lacres de sus vidas en la dupla amorosa y americanista que desde ese momento embanderaría su destino. Juntos partieron a Lima donde establecieron su hogar y su trabajo cultural en la ciudad de los virreyes. Pero esa Lima de entonces, con calles de adoquines y «sonrisas con rubor», una ciudad tajeada por el crudo contraste social de indígenas a medio cubrir por los harapos y pituquines del embeleso limeño, los soberbios paseantes del Miraflores palogrueso y tradicional, esa clase que se sentía dueña del talento de Arguedas por haberle entregado las claves de la literatura occidental. Esos limeños de tez clara, descendientes del yugo español, nunca aceptaron que una chilena se casara con Arguedas, su mayor escritor, y menos que lo fuera politizando hacia lugares tan extremos que incluían la revolución armada y la confrontación social.
Y es que este país ya está confrontado, ya está escindido por la injusticia, le comentaba Sybila a José María mientras caminaban por los verrugosos callejones de la Lima criolla. Mira esta ciudad de esclavos y niñeras incas de uniforme, sirviéndoles el té a toda esa clase patricia de lisuras intelectuales y aristócratas, le repetía ella con una brasa de rabia en sus ojos de fuego azuceno. Aquí la gran masa de indios y pobres es humillada y explotada por unas cuantas familias burguesas. Tú eres un cholo, y sólo te aceptan como indio ilustrado.
Y no pasó mucho tiempo hasta que los pasos de Sybila se encaminaron junto a la bronca indigenista de la izquierda peruana. Eran épocas de nacimientos y desates armados, de guerrillas y brotes insurrectos en toda la América plebeya. Y Sybila se sumó a ese derrame como ayudista, correo y protectora de jóvenes, estudiantes y mujeres indígenas que militaban en el proscrito Sendero Luminoso. Una guerrilla con tendencia maoísta, el movimiento revolucionario más fuerte y numeroso organizado en Perú, y que durante mucho tiempo puso en riesgo la estabilidad conservadora de esa nación. Y fueron varios los personajes políticos e intelectuales que adhirieron a esa causa, principalmente del ámbito académico, de la Universidad de San Marcos en Lima, donde Arguedas ejercía su labor docente. El escritor, ya bastante mayor, y afectado de una oscura depresión, visitaba continuamente Chile para atenderse con la psiquiatra Lola Hoffman, pero aun así, nunca logró salir de ese negro pozo que más tarde lo llevaría al suicidio en la misma casa de Chosica que compartía con Sybila.
A la muerte de Arguedas, Sybila esperaba un hijo de un militante de Sendero, hecho afectivo y quizás compartido por José María, que el tribunal peruano utilizó suciamente en su contra cuando fue presa y condenada duramente por su participación en la guerrilla. Desde allí el cielo se nubló para Sybila Arredondo, condenada por traición a la patria, ya que ella había adoptado la nacionalidad peruana al casarse con Arguedas. Luego de varios años, la solidaridad de conocidos escritores latinoamericanos que abogaron por Sybila, logró su libertad, pero pronto volvió a caer presa al descubrirse sus contactos con antiguos amigos de Sendero Luminoso. Sybila no supo entonces que era vigilada por los perros de la inteligencia militar y sin saberlo, contribuyó a la captura de varios senderistas.
Desde ese momento, tal vez por la dura represión que recibió Sendero Luminoso, su accionar se tornó más violento, más explosivo, al incendiar la sierra peruana con su senda dinamitera. Y en esa escalada suicida cayeron inocentes, muchos campesinos que fueron pasados por el paredón tras el paso acosado de la guerrilla. Y en Lima, los continuos bombazos dejaron una estela trágica de niños y mujeres reventados por la pólvora. Y sin duda, el glorioso movimiento maoísta que alguna vez hizo soñar a las multitudes proletarias e indigenistas, decepcionó incluso a muchos que en los inicios habían apoyado y participado de esa armada ilusión.
Por hoy, la suerte de Sybila Arredondo no ve futuro, ni siquiera cuando la presión de su madre ante el gobierno de Aylwin logró que Fujimori le concediera la expatriación a cambio de que ella renunciara a la nacionalidad peruana. Pero Sybila se negó y eligió prolongar su condena en esa polvorienta prisión de Chorrillos, cerca de Lima. Y ahí está todavía, su larga trenza nevada se ilumina de sol media hora cada día, el único tiempo que le permiten salir al patio para ver el sol, y en esos contados 30 minutos de vigilancia extrema, Sybila enseña francés y filosofía a sus compañeras de prisión. Pero el sol cruza fugaz, como un cometa navideño para ella, y luego la retorna a la oscuridad de su mazmorra, donde borda el silencio de su injusta relegación. Así transcurre su larga noche tras las rejas en el desolado paisaje de Chorrillos, esperando como una niña el regalo mezquino de esa tajada de sol que le otorga la justicia peruana. El tiempo lento se desplaza como una cuncuna enferma por el desierto horizonte que ven los ojos de Sybila envejecida, pero aún de pie, aún resistente tras los altos muros de esa cárcel para presos políticos de Perú, otro socavón sin alma donde la crueldad judicial deja amohosarse el esqueleto vivo de Sybila Arredondo; una flor cautiva, una amapola canosa, privada del mundo en ese mortal escalofrío de tinieblas y desamor.
NOTA: Sybila Arredondo fue liberada en el 2003, cinco años después de que se publicara por primera vez esta crónica en la revista Punto Final.