Flores plebeyas (o "el entierrado verdor del jardín proleta")
Entre piedras, gangochos y basuras, las plantas pobres resisten la impiedad del territorio suburbano que empalidece su aridez de paisaje desolado. Por allí, por las torres, por la cancha de fútbol, por Carrascal, Pudahuel o La Victoria, la vegetación escasa es apenas algunas manchas de polen plebeyo que pintonea el jardín popular, la reja de tablas coronada por los fieles cardenales, esas plantas carne de perro que alumbran de colores la rancha mal hecha, las barandas de los bloques tiritones, donde cuelgan tarros, bacinicas y ollas rebalsantes de rayitos de sol, la enredadera carnosa que las vecinas se reparten en patillas y ganchos de ramas, multiplicando el fulgor de sus brotes.
Así, los tierrales desérticos que rodean Santiago parecieran alérgicos a la fiebre ecológica y a su propaganda de naturaleza fértil y bosque feliz. Difícilmente sobreviven los yuyos, las chinitas o los mantos de Eva en el eriazo polvoriento. A pesar que los alcaldes instalan plazas y siembran árboles durante su campaña a la reelección, la poblada arrasa con la botánica ordenada del jardín municipal, los cabros chicos quiebran los endebles arbustos, los volados se mean en las ligustrinas y las viejas terminar Tal vez, este paisaje callampa, poco generoso con la vegetación, contrasta con los parques y arboledas que refrescan el barrio alto de la capital, donde los jardineros cuidan los heliotropos, las camelias y magnolias que decoran con clase el vergel húmedo de las terrazas y pérgolas en que se enreda orgullosa la flor de la pluma, donde campanea fragante el jazmín del cabo, y toda la gama de flores finas cultivadas con abonos y tierras especiales para verdear la jungla tropical del condominio privado. Pero este cuidado invernadero que divide la ciudad en metros de pasto recortado y callejones de tierra seca, pareciera un prado de hojas plásticas y ramas sintéticas, demasiado cuidado, demasiado fumigado por la mano burguesa que encarcela y educa sus bellas flores tristes. Flores que nacieron para competir con la azalea del jardín vecino. Flores obligadas a ser bellas y orgullo del palacete donde crecen y se multiplican con el permiso del jardinero. En cambio, las otras, las que crecen porque sí en el piedral inhóspito de la pobla, plantuchas que parecen reptiles agarradas al polvo, ramas que trepan por los andamios de la pobreza, para producir el milagro que acuarela de color el horizonte blanco y negro del margen, con sus porfiadas flores de fango.
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