El Paseo Ahumada (o "la marea humana de un caudaloso vitrinear")
Y si no fuera el calor, y si fuera otra cosa que nos anda asorochando a las tres de la tarde, con la cabeza abombada tratando de tirar unas ideas para hilar esta crónica, unas reflexiones novedosas sobre la urbe y esa fiebre pegajosa que hace del verano en la ciudad un horno irrespirable. Sobre todo si hay que pasar por el centro, bajarse justo en la estación Universidad de Chile del Metro. Treparse en esas escaleras de metal, donde sube y baja la marea apurada de gente que se mira de reojo cuando se cruzan cara a cara. Pero esa mirada no alcanza a ser un gesto de comunicación, apenas visualizar pañuelos que secan la frente y limpian maquillajes descorridos por la gota grasa del sudor, un ascensor de carne mojada en el trotar sofocante de la masa que evapora sus trámites y compras en la aglomeración del Paseo Ahumada. La calle restregón y pugna por salir del atolladero de cuerpos que se atajan, que se chocan, que se amasan calientes en el traqueteo nervioso del paseo público.
Así, esta arteria mercantil del centro de Santiago es el espacio peatonal estrujado por el vaivén de los sobacos que gotean miles de olores, cientos de transpiraciones de distintas marcas, de diferentes aromas que en el apretón se mezclan, que en el cumbión callejero hacen una hediondez común, una tregua de calor y cansancio para soportar mutuamente, tanto los hedores a cebolla de la plebe, como el tufo floral de los economistas que corren del banco a la financiera con las tarjetas de crédito en la mano. Los contados pitucos del Master Card, del Visa Card, del Life Card que se aventuran en la cuncuna plural del sobajeo humano.
Y si a esto le llaman pacto social, paz ciudadana o pichanga entre clases, seguramente por la concertación variada de status económicos que forman el tumulto en la estrechez del paseo público. Como si fuera lo mismo subir al centro desde Pudahuel o bajar desde Santa María de Manquehue. Con este calor y con tanto perraje suelto. "Hay que tener estómago Macarena para resistir el impacto. Te lo digo. Te insisto linda que si puedes evitarlo tanto mejor". Tanto peor si la cuica de traje Brancoli y cartera Gucci tiene que caminar por el Paseo Ahumada aterrada, evitando los apretones del populacho. Como si no escuchara los piropos de los rotos que venden mote con huesillos. Como si no viera a ¡a señora pobla que casca al cabro chico porque no se queda tranquilo colgado de su mano. Y cómo el niño se va a quedar tranquilo, si esa avalancha de zapatos lo asusta en su pequeña atalaya infantil. Cómo se va quedar tranquilo, si a su lado otro cabro le saca pica chupando un helado con su langüeteo gozoso. Y el niño sabe que la mamá le dirá que no tiene plata para un barquillo, cuando la mira hacia arriba con sus ojitos resecos de pena. El peque sabe que le dirá que no moleste, que nunca más lo traerá al Paseo Ahumada si sigue portándose así, que se espere y cuando lleguen a la casa le va a comprar un cubo de hielo que vende la vecina. Y el niño tiene que conformarse con mirar de lejos esos colores verde menta, morado mora, rosa frutilla o amarillo bocado que ofrecen las heladerías. Muy adentro, en su enano corazón, él ya sabe que pertenece a esa muchedumbre conformista que mira las vitrinas tocándose las monedas para el Metro. El conoce la palabra confórmate y no la comprende, pero trata de entenderla cuando va de la mano con su mamá por el Paseo Ahumada, mirando la fanfarria chillona de las vitrinas, chupándose con los ojos ese resplandor publicitario, hipnotizado por las carreras de los comerciantes ambulantes arrancando de los pacos, recogiendo las mercaderías desparramadas por el suelo en el apuro; con niños chicos, como él, que ayudan a recoger las peinetas chinas, los calcetines de a tres en mil, las chucherías de Taiwán que ruedan por el piso. Todo esto lo ve el niño con ojos de fiesta, justo cuando la mamá le da un tirón para que siga caminando y se pierda con ella en la multitud apurada. Cuando ya ha pasado el calor y comienzan a prenderse las luces de neón y una leve ventisca refresca el agotamiento de los vendedores que miran el reloj para cerrar las tiendas al caer la noche. Al variar el público del Paseo Ahumada que se deja caer en los asientos esperando los shows callejeros; los humoristas, cantantes y oradores evangélicos que ocupan la calle con su teatro de paso, con su circo limosna que alegra la ciudad, cuando se relaja el tráfico de un agitado día y Santiago finge que duerme para que aflore la noche despelucada del escote putinga y su lunfardo resplandor.
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