Un país de récords (o "el mojón más largo del mundo")
Así había que demostrar el milagro económico chileno en las veinte mil piruetas del Libro Guinness, el despertar de un país que se levanta con orgullo de garrapata triunfal que dejó atrás al tercer mundo. Una fonda del extremo sur que renovó su escabeche tricolor por el pollo Roast Beaf y las hamburguesas sintéticas de los mall, pub, shopping, donde se remata el hambre consumista. Una hilacha de país que mira sobre el hombro a sus vecinos pobres. La Meca Dólar del continente que habla de tú a tú con el Mercado Común Europeo. El ejemplo de prosperidad para los indios piojosos de Latinoamérica; aquellos peruanos, bolivianos, paraguayos, que aún no conocen a la Claudia Schiffer, que nunca podrán competir en el libro Guinness como lo hace Chile, demostrándole al mundo que aquí sobra la comida. Por eso se hizo el completo más largo que medía veinte kilómetros de tula alemana por la carretera. Casi de mar a cordillera, el Hot-Dog gigante dividió al país entre chucrut y ketchup. Y se necesitaron tantos huevos para la mayonesa, que se llevaron camionadas de gallinas a Investigaciones donde las picanearon con electricidad para que pusieran más rápido. Y para qué hablar de la vienesa, esa tripa que salía y salía de una máquina como intestino interminable. Después, se vendió por metros esa porquería hecha a la rápida, y la cagada diarrea fue tan grande, que Chile se hubiera ganado otra medalla en el Libro Guinness, pero por desgracia no tenía esa churreteada especialidad.
Así, en el fragor de esta fiebre competitiva por querer ser el mejor, el primero, la marca más alta de la carrera a la fama, cada ciudad, cada pueblucho perdido entre cerranías y lontananzas, se organizó para elaborar el producto más espectacular que dejara chica la tontera gringa. En Chiloé, se juntaron mariscos por toneladas para cocer un histórico curanto, el plato típico de la zona. Y fueron miles de choros zapatos, machas, almejas, piures, erizos y chapaleles que un ejército de viejas preparó con enjundia sureña, agregándole a escondidas un chorro de meados para el condimento. Total ellas no lo iban a comer, porque el alcalde llegó a cucharear con un montón de concejales, jefes de bomberos, árbitros deportivos y cuanta autoridad rural que se lamia los bigotes con el "buqué" orinado de ese Mar Muerto. Y cuando se fueron, después de recitar discursos y oratorias entonadas por el chacolí y la promesa de entregar las platas recaudadas a una causa benéfica, quedó un conchai pudriéndose como testimonio de la gran hazaña.
Para no ser menos, otra aldea famosa por los dulces empolvados, se inscribió con un alfajor monumental donde se ocupó todo el azúcar que necesita una población para endulzar su desayuno por un mes. Todo sea por no quedar chicos frente a tanto récord extranjero del canapé ciclópeo o del wantán espectacular. Por eso vamos amasando, vamos juntando carne molida y aceitunas y pasas para anotarnos el poroto de una empanada tan grande como una casa, donde se podían meter tres vacas adentro. Lo difícil fue cocinarla, porque cada vez que se intentaba levantar esa bolsa, la masa se rajaba y caían chorros de pino al suelo, que se recogían con palas, barro y piedras que se volvían a echar dentro para intentarla cerrar. Al final, luego de tanto accidente, después que el orfeón municipal entonara el himno nacional, se izaran las banderas, y los camarógrafos inundaran de reflectores el escenario de esa apoteósica presentación, vino la grande, la reina madre de todas las empanadas salió del horno orgullosamente dorada. Y entre los aplausos y lágrimas de emoción que regaron el suelo patrio, vino la repartija de ese manjar a las autoridades y parlamentarios que habían sido invitados junto a toda su familia. Aquel fue un día memorable, solamente estropeado por el desmayo de la esposa de un concejal UDI, cuando encontró el collar de su perro en el trozo de empanada que cariñosamente le sirvieron los lugareños.
De norte a sur, estas kermesses de la gula y la prepotencia, han exagerado gastos, mano de obra y producción, por adelantar al pueblo vecino y entrar a la famosa biblia del cronómetro y la carrera finisecular. No se miden costos ni esfuerzos, tampoco la crueldad de hacer recular a un toro tres kilómetros, estableciendo otro récord, porque estos animales no retroceden, sólo avanzan, al igual que el triste puma chileno. También en el norte, auspiciado por una conocida marca del alcoholes, se batieron litros y litros de pisco sour como para emborrachar la decadencia del Imperio Romano. Fue un container de limones que se estrujó con babas, transpiración, y más de algún gargajo que por descuido cayó en la espumante batea.
Para justificar los aires fanfarrones de estas competencias, se dice que la venta del producto va en ayuda de la Teletón, algún hogar de huérfanos, algún asilo de ancianos, que reciben las cuatro chauchas de esta limosna publicitaria. Todo se ha vendido, trozado, repartido y consumido por el apetito grosero que proclama su eructo populista de amor a la patria. Más bien casi todo, menos el colosal chaleco que tejieron las mujeres de La Ligua, como irónico aporte a los excesos del fanfarroneo económico. Un chaleco imposible de llenar con el cuerpo desnutrido del flaco Chile. Un chaleco tan enormemente inútil como vacío, quedó colgado en la torre de la iglesia como un estandarte de lana que se burla de nuestra entumida nacionalidad.
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