lunes, julio 24, 2006

Los ojos achinados de la ternura mongólica

Delicadamente, a Karin

Al parecer, estas sociedades automatizadas en su cuadratura dominante privilegian únicamente el aparato de la razón que pueda mantener en orden los sistemas de control. Así, se establecen categorías de «lo sano y lo enfermo», a partir de un patrón generalizado por leyes de conducta. La psiquiatría, la psicología y otros boliches de la mente simulan aceptar las variables del género humano con cierta compasión, con algo de superioridad lumínica que comprende y trata de reparar con terapias, electroshock, lobotomías y psicoanálisis los desvíos delirantes de las mentes con problemas. Pero hay casos que escapan a todo tratamiento, mundos paralelos que vienen liberados de la lógica pensante, universos autónomos que intentan compartir la ternura irracional de su mongólica mirada, sin tratar de adaptarse. Más bien, subrayando con sus ojillos achinados el desastre banal de la actual lucidez.

En este sentido, el llamado síndrome de Dawn agrupa, excluyendo, a una parte de los ciudadanos que viven esta característica. Les pone etiqueta de tontos sin retorno, suavizando la agresividad de la palabra mongólico con la ficha clínica de «síndrome de Dawn», como si se bautizara a la comunidad entera con el apellido del científico que aisló y catalogó la enfermedad en el extremo intratable de la locura.

Recuerdo, hace un tiempo, en la presentación de mi libro Loco afán, se me acercó una señora con su hija de alrededor de 12 años, y le decía a la niña: «Mira, él es la persona que habla por la radio. Él es Pedro Lemebel, salúdalo.» La niña me deslizó su visión chinesca sin verme, o viéndome con la misma indiferencia que miraba al público de la sala. «Ella lo escucha todos los días, don Pedro», me comentó la mujer, «y me obliga a prender la radio a la hora de su programa. Por eso la traje para que lo conozca.» Pero la niña estaba más entretenida mirando cómo el humo de los cigarros temblaba, subía y tomaba formas con el reflejo de la luz. «Salúdalo, dale la mano», la tironeó suavemente la madre. «No se preocupe, déjela, si ella quiere me saluda», le contesté. Entonces, al escucharme hablar, su mirada divagante me sintonizó en un punto de su infantil atención. Me sentí invadido por la presencia de la niña, que transformó todas las líneas horizontales de su cara en una emotiva sonrisa. Y me abrazó bruscamente, estrujándome con la tensión de una fuerza impensable para sus cortos años. «Ellos son así», me comentó la señora como disculpándose, al tiempo que se retiraba y desde lejos la pequeña me miró por última vez, proyectando su dulce diferencia entre la multitud ansiosa que llenaba el lugar.

Allí, esa niña me enseñó una lección o reafirmó ciertos discursos que yo había leído sobre lo minoritario. Ella era la minoría entre todos mis lectores homosexuales, mujeres, proletarios con rasgos indígenas y militantes de izquierda que me estiraban el libro para autografiarlo. Ella, allí, era un desvío de la emoción, proponiendo otras formas quizás más oblicuas de comunicarse. Tal vez proposiciones más primitivas, más directas y también más descalificadas por los cerebros elocuentes que superaron la niñez y hoy como corruptos adultos, solamente se saludan con un sudor de manos.

En la actualidad, la inteligencia formal y exacta desprecia otras formas de coexistencia. Pero cree reparar esta segregación sometiendo a estos niños a la utilidad práctica de su enfermedad. Los contrata de mozos para atender cócteles, usando su descolocamiento social para situarlos en el lugar domesticado de la servidumbre. Por cierto, al parecer ésta sería la solución más lógica y mercantil para integrar con piedad al mongolismo a una civilidad que no lo soporta. Pero allí, en el salón del cóctel, ridiculamente disfrazados de mozos, llevando bandejas y copas, parecen ser más atractivos o exóticos para la burguesía que continuamente reemplaza a su servidumbre. Lo mismo que en una teleserie de Televisión Nacional, donde pusieron a un chico Dawn para que se represente a sí mismo, reiterando la crueldad de ponerlo frente a su propio espejo.

Es fácil encontrar a estos chicos y verlos habitar la ciudad casi siempre de la mano de un familiar a quien ellos colman de besos, sin ningún pudor, sin ninguna vergüenza. Como si en esta fiesta de caricias, develaran el cortinaje de cinismo que educa nuestros afectos. Ellos son así de libres, y van esparciendo su zigzagueante mirar por los viaductos de la urbe controlada, quizás proponiendo un paréntesis o una ruptura a la lógica civilizada de nuestro tedioso pasar.

1 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Por fin!! encontrè este artìculo de Lemebel. Ahora que en todos los colegios quieren insertar a los niños con Necesidades Educativas Especiales a lo laboral aduciendo autonomìa y autogestiòn...por Dios, sì sabemos que la integraciòn es una mentira...solo que igual se aplica...al parecer solo desde la plataforma del trabajo podemos insertar e integrar...sabemos que esas son exentricidades que Chile importa de paises como España y que no piensa dar resultado. Ojalà todos tuvieran el entendimiento de Pedro y captar lo leve.

Profesora de escuela especial y con sobrina down

7:50 p. m.  

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