I love you Mac Donald (o "el encanto de la comida chatarra")
Y no hace tanto que estas cocinerías de la gula yanqui se instalaron en la ansiedad del mastique chileno. No hace mucho, pero prendieron como pólvora inundando la ciudad con sus luces, neones, slogans, olores y fritangas gringas que atraen a la masa urbana con el aroma plástico de la comilona chatarra.
Desde fines de los setenta, cuando se instaló en Santiago la cadena Burguer Inn, la colonización del causeo con ketchup perfuma los paseos peatonales alterando el metabolismo nacional, acostumbrado al cocimiento caldúo de la porotada tricolor. Porque la dieta nutritiva y costumbrista de cada territorio, tal vez interviene en el desarrollo de las razas. Quizás acentúa sus diferencias, dependiendo la cantidad de carne, verduras o cereales que se consuman. Entonces, cada pueblo refuerza una identidad culinaria para conservar sus rasgos físicos, síquicos y sociales según las proteínas animales, marinas o vegetales que su tradición aliña en el ritual de la cocina. Así, un saber popular seduce y congrega a la mesa familiar con la herencia de las recetas. El traspaso del charquicán, la carbonada, o el caldillo que preparaba la abuela, lo aprende la madre quien se lo enseña a la hija y ésta a la nieta. Pero hasta ahí no más llega, porque a la bisnieta de tres años, le fascinan las hamburguesas del Mac Donald. Y cada vez que la familia sale al centro, a pajarear la tarde de domingo en el Paseo Ahumada, el pataleo de la cabra chica frente al local ha transformado en una costumbre obligada el consumo de la "cajita feliz" que humea de hamburguesas, papas fritas y el balón de Coca Cola para eructar la grasa rancia del tufo importado. Y pareciera inevitable caer en el hechizo de esos platos que ofrecen las fotografías luminosas, alertando las tripas y los jugos gástricos de la tribu pioja, que no puede regresar a la pobla sin pasar al Mac Donald a zamparse el Mac Combo uno, dos, tres o la "cajita feliz" que, más mil quinientos pesos, da derecho a un reloj con dinosaurio. Aquí, al interior de este boliche empaquetado de acrílico, todo respira y transpira una mantecosa felicidad. Como si el hambre fuera la excusa para ser atrapado en la cadena de los placeres desechables, las chucherías plásticas que reparten según el negocio del cine Walt Disney; que la Bella y la Bestia, que Anastasia, que la Barbie voladora, todo un mugrerío de muñecos y juguetes para engatusar la fiebre consumista del buche Mac Donald. El limpio autoservicio, donde un payaso con peluca colorada ofrece la comida al paso que preparan los chicos del mesón, los empleados jóvenes que contrata la cadena sin garantizarles la estadía laboral. "Si hay clientes, hay trabajo", les repite diariamente el encargado jefe. "Y si ustedes hacen méritos, si compiten por ser el mejor, la empresa los condecora con la chapa de "I love you Mac Donald". Y a fin de año, si juntan puntaje, los mejores viajan a Miami para conocer la hamburguesa reina de los grandes locales. Entonces, en esta escuela de la competencia funcional, los cabros aprenden la traición, cuando acusan al compañero de robarse la mostaza, o lo delatan por no usar ese ridículo sombrero que obliga la empresa. Cuando se transforman en peones sumisos de una multinacional que arrasa con las costumbres folclóricas de este suelo. Una maquinaria del engorde fofo y la manteca diet que droga a las multitudes, la distraída masa que se deja enamorar por el estómago, con la hediondez del plástico.
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