El barrio Bellavista
Sin más ni más, en la noche hueca del sopor santiaguino, de vuelta y vuelta por las calles remozadas de Bellavista, el barrio cultural, el caserío semiturístico, semilumpen, semiartístico que inauguró la democracia entre el cerro y la Alameda, a un costado de Plaza Italia, justo en el vértice que divide la ciudad entre los de arriba y los de abajo. Casi una zona de reconciliación social disfrazada de bohemia parisina que congrega a picantes y pitucos los fines de semana. Mangas de jóvenes que vienen al reventón del Bella, la fiesta cuneta de Pío Nono, la feria principal donde los artesanos instalan su culebra mercante que trafica imágenes de Violeta Parra en lana, de Pablo Neruda en cuero, de Salvador Allende en cobre, del Che Guevara en pañuelos y poleras, como si la historia corriera más rápido panfleteada en otros materiales, la historia sin asunto, sin referente en el collage gitano y artesa. La historia traspapelada, confundida entre una cuna de mimbre y el brazalete con clavos de un punga-punkie. Todo junto, todo confundido y disperso al ritmo disco que pestañea en la cabeza de los pendejos que buscan desesperadamente la disco para zangolotear su caprichosa urgencia.
Así, el barrio Bellavista se ha hecho memoria a costa de propaganda y consumo, aunque antes de la avalancha comercial de cafés, pubs, restoranes, bares y bailongos, este lugar ya tenía olores de puerto, rugidos de zoológico, picadas y clandestinos donde bigoteaban el pipeño los intelectuales del sesenta. Ya existía el Venecia en el corazón del Bella, donde llegaban poetas famosos atraídos por su amable languidez parroquiana. Tal vez el único sitio que permanece medianamente como era, el único restorante que no transó con el artificio plástico de las shoperías y barcitos decorados con buen gusto, amueblados con esas mesas de tren, absolutamente incómodas y apretadas para que uno consuma rápido y se vaya luego. El Venecia ya es tradición en el Bella con su comida local y sus vinos con frutas que refrescan las acaloradas tardes de enero. Por ahí transitan los viejos vecinos que se quedaron en Bellavista, resistiendo la ocupación de sus tranquilas veredas por el circo underground y su teatro callejero. Se quedaron en sus casonas viejas, a pesar de los millones que les ofrecieron para venderlas y poner restorantes de corruda internacional. Permanecieron fieles a la sombra del cerro mirando cómo el barrio cambiaba; donde vivía la señora Rosita pusieron comida italiana, al lado del maestro gásfiter una salsoteca y, casi en la esquina, un local con juegos de video.
Varias décadas han pasado por el barrio alterando su cotidiano paisaje, pero sólo en los noventa las casas añejas fueron tomando su actual colorido. Talleres de pintores, academias de teatro y salas de espectáculos pintaron de tornasol la decadencia del muro de adobe. Y por poco el sombrío Bella se confunde con el barrio La Boca o San Telmo de Buenos Aires. Entrecerrando los ojos podría ser el Soho de Nueva York o Montmartre de París. Pero al abrirlos sobre la humareda de sopaipillas y chucherías japonesas y esa música cascarrienta que endulza el aire de Pío Nono, nuestro Bellavista tiene más que ver con la terraza de Cartagena, con esa aglomeración de pueblo que chancletea en las ferias artesanales gastándose las escasas chauchas del presupuesto familiar, en golosinas y chucherías brillosas, que alegran un poco el paisaje postizo de la tímida recreación nacional.
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