La caleta de Horcones
De cara al mar turmalino y al gavioteo rumoroso que alborota la caleta del mítico y carreteado Horcones. El caserío que emerge pulguiento por la bajada de autos, negocios y veraneantes que hacen turismo en esta playa donde se bambolean volados los botes en la medialuna de arena y los pescadores se pasean en camisetas con signos de la paz. Los viejos habitantes de este medio puerto, medio pueblo, media agua del corazón artesa y su güeviado sobrevivir. Porque aquí se cruzaron los oficios en el proyecto arte-vida de crear un microclima lanudo y rockerón. Una aldea hipposa, sucursal pilila de Woodstock que se financiara independiente, al borde del libre mercado, en la utopía somnolienta del laburo sin patrón, de la pega sin marcar tarjeta, no usar terno ni corbata, vivírsela con lo puesto como uniforme libre de un payaseo laboral.
Claro pues, hermano, en la caleta se vende lo que se puede, desde la pulserita de lapislázuli, pasando por las velas de la purificación, los móviles de Conchitas, hasta las pilchas teñidas con estampado o batik flotando al sol, más una que otra chuchería hindú o japonesa para surtir el stock. Así no más, en este circo de intercambio biográfico, el pescador aprendió de la artesanía, y el artesano alguna noche falto de money para el tinto, se hizo pescador. Como el artista joyero que pasa día y noche puliendo con un trapito la turquesa engarzada en el anillo de plata, pero goza de doble oficio, traficando bajo el mesón la yerba dulce que aplaca con su olor el yodo mohoso del Pacífico.
En Horcones, el reloj habitual es sólo una referencia mecánica de cómo transcurre el calendario en este tiempo floripondio y sin edad. Se sabe que es viernes o sábado, porque de temprano comienza a descolgarse la fiebre veraneante y su consumismo langosta. Y parece que la miniferia de la playa, que recién cuelga sus estandartes psicodélicos bostezando, asume la contradicción de vender y odiar al mismo tiempo la mano cliente que da de comer. Algunos clásicos habitantes de la caleta piensan que para ellos, para la onda, el peor tiempo es enero y febrero, plagado de bañistas con sus bronceadores, tangas y toallas, riendo ociosos, salpicando eufóricos las carcajadas de su descanso banal. Los horconinos añoran marzo, cuando se despide esta fiebre mosquito, y se van cerrando los locales de juegos luminosos, y los puestos de papas fritas apagan sus letreros, y se retiran las pizarras que ofrecen pescado frito con agregado a 1.500, Fanshop a 700 y completo más bebida a 1.000.
Y en esta partida, del último pullman que sube la cuesta repleto de cansados veraneantes, un vaho de serenidad se desprende del mar, arropando con su bruma el ranchal de la caleta, mientras un remanso de olas barre la estela de desperdicios tirados en la costa. Entonces los habitantes de Horcones respiran tres veces y despiden tranquilos el carnaval bullicioso del verano. Algunos vuelven a ocupar sus casas y cabañas arrendadas durante las vacaciones a algún artista o gringo poeta, y luego se preparan a resistir el invierno frío y azul que vendrá luego, con calcetines chilotes, cuando la caleta de Horcones apague la vela salada de su acuario invernal.
4 Comments:
Hoy iba en el metro leyendo esa crónica muy buena. Me recordó a mis pocos dias en Horcón, y a cómo es la gente allá.
Excelente blog; esperaba ver cosas de Lemebel por aca =D
Saludos
Gracias. Saludos.
ke lindoo el blog.
pedro sabe de esto?
saludos
No sé.
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