El Metro de Santiago (o "esa azul radiante rapidez")
Con esa música de clínica privada y esos azulejos de carnicería que empapelan los túneles, el Metro santiaguino es la evidencia disciplinada que nos dejó la dictadura. Un Metro tan limpio, tan brillante como cocina de ricos. Tan pulcro como si nunca se usara, como esos juguetes caros que las mamás no dejan que los niños rayen o ensucien. Un Metro que a tantos años de construido, se ve como nuevo en su azul celeste y radiante rapidez.
Tal vez el pasajero que día a día va y viene en la cinta de metal bajo la tierra, no sabe que al comprar el boleto una cámara lo sapea haciendo la fila, cruzando la máquina. Una cámara lo sigue bajando la escalera, lo mira sentado esperando el carro en esas estaciones donde no hay nada que mirar, excepto esos murales abstractos y geométricos que los cuidan como Capilla Sixtina, o la propaganda de las teleseries donde la estética publicitaria vende colegialas a medio vestir con una frutilla en la boca. Nada que mirar, salvo esos informativos culturales atrasados, o esos aparatosos diarios murales que muestran vida y obra ae poetas del año de la pera, vitrinas de la cultura nacional que la gente mira distraída para matar el tiempo, mientras viene el tren, la culebra plateada del orgullo nacional que cruza la ciudad del Barrio Alto a la periferia.
Así, viajando por la línea uno se recorre el mapa social de la urbe que va desde la estación Escuela Militar, llena de boliches pirulos y ventas de comida diet para perros, hasta la Estación Neptuno, la última del recorrido, el terminal donde las tiendas pitucas son puestos de empanadas y sopaipillas en la vereda. El destino final de los trabajadores, que bajan del Metro bostezando, para hundirse en el olvido de su rutina laboral.
El Metro de Santiago no se parece a otros trenes urbanos de Latinoamérica. Su travesía de intestino subterráneo es mucho más impersonal, mucho más fría la relación que nunca se establece entre los pasajeros sentados uno frente a otro evitando mirar al de enfrente, tratando de hacerse el orgulloso con la vista fija en la ventana tapiada por la oscuridad del túnel. Como si la paranoia ambiental evitara el cruce de miradas, bajara la vista al periódico, al libro latero que se finge leer solamente para no contaminarse con otros ojos, igual de esquivos, igual de temerosos por la camisa de fuerza donde todo gesto está controlado por la mirada sospechosa de los guardias, por el ojo invisible que mantiene el orden en esa voz de aluminio repitiendo por los parlantes "Se ruega no sentarse en el piso". Pero los estudiantes no están ni ahí con esa orden, y se instalan a pata suelta en el suelo, alterando la compostura acartonada del Metro con su pendeja transgresión.
La única vez que el Metro fue desbordado por la pasión ciudadana, ocurrió durante una concentración por el NO en el Parque O'Higgins. Entonces los carros se repletaron de cantos y gritos y banderas por el retorno a la democracia. Todo el mundo cantando, saltando con: "el que no salta es Pinochet". Y el tren también brincaba como conejo en sus ruedas de goma. El fino tren se zangoloteaba como micro pobre con el vaivén del "Y va a caer". El tren ya se reventaba de cabros revoltosos rayando con spray, escribiendo "Pico pal Pinocho, Muerte al Chacal", ante los horrorizados ojos de los guardias que no podían controlar esa tormenta humana.
Esa fue la única vez que el Metro cobró vida, la única vez que cruzó la ciudad como una pizarra del descontento, como un tren de juguete escapado de la intocable vitrina, porque luego, lo lavaron, lo lustraron, volviéndolo a su flamante hipocresía vehicular.
Quizás, el higiénico fantasma del Metro refleje falsamente la educada mueca que atrae la plata y el turismo, quizás es un espejo reluciente donde se puede ver un Santiago engominado por el trapo municipal. Tal vez lo único que altera su delicada travesía son los cuerpos suicidas que manchan con sus tripas el pulcro escenario del subterráneo nacional.
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