El test antidoping (o "vivir con un submarino policial en la sangre")
Será que para el Estado los ciudadanos siempre seremos cabros chicos, a quienes se les revisan las uñas, el pelo y las orejas por si encuentran una mugrecita, un rastro de farra, una colilla de pitos, o un simple tufo a alcohol para echar a andar su maquinaria represora. El pulpo de mil ojos que implemento la democracia como custodio de la libertad.
Tal vez, aún no se evaporan los sistemas opresivos que enfermaron de paranoia a este país y por lo mismo, los alcaldes andan poniendo cámaras de vigilancia a la pesca de algún desliz, al cateo de alguna subversión, para justificar los mil ojos fumadores que sapean la aburrida vida de los chilenos. Así, nos fuimos acostumbrando a los guardias de seguridad hasta en los baños, contestamos educadamente las encuestas preguntonas que indagan sobre qué comimos ayer y de qué color era el condón que usamos, por quién vamos a votar y si preferimos la cuidadosa programación del Canal Nacional o el zaping con Diazepán para soñar en colores. Día a día, los sistemas de vigilancia agudizan su microscopio acusete, acostumbrándonos a vivir en un zoológico alambrado de precauciones, para proteger el tránsito sin emoción de la lata nacional.
Es posible que muchos se sientan cómodos en la castidad fichada de estos sistemas. Quizás, les acomoda el paisaje enrejado de sus condominios, la música chillona de las alarmas y el trato indiferente de los porteros automáticos. Tal vez, siempre fueron niños protegidos por nanas e institutrices que reemplazaron al paco de turno. En fin, los ricos siempre tuvieron cajas de seguridad, rejas y candados para proteger sus alhajas y títulos de dominio. Pero y los otros, los picantes arribistas que no quieren llamarse pobres, que le ponen alarma hasta a las bicicletas. Los pobladores que envuelven de rejas sus pobres pasajes remedando los condominios del riquerío. Como si el televisor de 23 pulgadas y el mini-compact, que todavía no se paga, valieran la pena de vivir enjaulados transformando el cotidiano pasaje en una galena de cárcel. Principalmente cuando este segmento social es el más sospechoso, la piel morena más perseguida, esa timidez de poblador que no se disimula con un jean Levis. Esa inestabilidad social del crédito que obliga a ponerse corbata y buscar trabajo, enfrentarse continuamente con la ficha social de los busca pegas. Los jóvenes de terno que madrugan para hacer la cola frente a esas oficinas que ofrecen empleo en el diario: Y cuando todo está bien, cuando la secretaria le dijo que el puesto era suyo, cuando le aseguró que el currículo había sido aceptado por la gerencia, cuando le repitió que todos sus papeles de estudio, honorabilidad y antecedentes cumplían los requisitos; después que el gerente en persona, un rubio un poco mayor que él, le dio la mano y lo miró con aprobación de arriba abajo, justo ahí, aparece la sorpresa; la secretaria con el lápiz en la boca diciendo que lo único faltante es el test antidrogas y el test del sida para que se haga cargo del puesto. Y ahí mismo se evaporan todas la ilusiones de trabajo, porque hace unos meses él estaba en un reventón de deprimido que de seguro va a salir a todo cinerama en el examen del pelo. Porque ese análisis es como una radiografía al pasado, y vaya a saber uno qué le sale o qué le inventan.
Así, nuevas disposiciones laborales exigen el humillante test antidrogas. Como si no bastaran los sistemas de control montados para inhibir la pasión urbana, ahora introducen en la sangre la araña intrusa del empadronamiento. El ojo voraz que persigue linfocitos drogos o células ebrias de carrete para satisfacer la alba moral de la patria democrática. La caza de brujas reguladora, que apunta con su uña sucia la tímida matita de mariguana. La inocente yerba del volado que amortigua la pena y hace más soportable la misa feudal de la moralina chilena.
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