Nevada de plumas sobre un tigre en invierno
Como si bastara estirar la mano para tocar los penachos de los Andes, pero no es así, porque esas cumbres emblemas de la patria están lejos, y sólo se reparten para la plebe en la mínima postal de la caja de fósforos. Ese murallón que en invierno se pone toca de novia para recibir el halago turista. Los cucuruchos empolvados que le dan a esta ciudad ese aire europeo, ese charme alpino, tan altivo, tan elegante, tan albo, que contrasta con la periferia de latas y barriales. Ese biombo de seda blanca donde los ricos se deslizan como cisnes, y se sacan cresta y media aprendiendo a esquiar. Un mundo Diners con gafas Ray Ban y piscinas temperadas con solarium para el cuerpo aeróbico, el cuerpo sano pero lateado, chamuscándose por horas bajo ese sol antártico, con la mente vacía como un cheque en blanco, para agarrar ese tono triunfal que distingue las pieles regias en pleno junio, las pieles radiantes con ese exquisito bronceado Canela-ice.
La cordillera nacional, tan alta, tan inalcanzable para la piojada santiaguina que nunca ha subido a Valle Nevado. Que jamás pensó tener vacaciones en invierno, anegados con la lluvia hasta el cogote. La masa oscura que siempre ha mirado ese paisaje ajeno, como de otro país. Un país donde la navidad es eterna para los niños rubios que dan volteretas en sus trillos. Un paraje de pinos escarchados que sólo conocen por las tarjetas de pascua y la serie de Heidi en la televisión. Un jardín de hielo donde los tigres de la economía lucen sus parkas Montana, su ropa fosforescente y todo ese colorinche optimista que vende el mercado del ski. Como Suiza o Montreal. "-Te cachái galla que no tenis que ir pa' llá. Porque en el Colorado te encontrái con todo el mundo. Hasta con esos retornados que le agarraron el gusto a la nieve allá en Moscú. Aquí no más, fijaté, a una hora de Santa María de la Nieves encontrái a toda la gente taquillando en el andarivel. Hasta algunos picantes de fin de semana que contrastan por lo negros, que parecen esquimales dando diente con diente, entumidos en las pilchas de la ropa americana. Ay Pili, da una pena, por suerte son pocos".
Así, las plumas nevadas sólo decoran la falda cordillerana donde anida la burguesía. Rara vez se extiende ese algodón clasista al resto de Santiago. Y cuando ocurre, cuando el aliento infantil humea bajo cero en la pobla lluviosa, cuando esos enanos boquiabiertos contemplan el milagro de las pelusas que deshilachan el cielo, cuando salen a la calle para ver en directo el espectáculo de las nubes pelechando, no hay quién los detenga corriendo, jugando, comiendo esos hilos helados que van cubriendo la miseria con su capa de gasa. Esa pelusilla mezquina que recogen las manitas moradas juntándola con barro para hacer sus monos sucios. Sus monos torpes, vestidos con bolsas de basura y sombreros de tarros. Sus monos grotescos, como garabatos del obeso referente nórdico. Monos desnutridos, arropados con los trapos de su tierna estética bizarra. Muñecos ordinarios que jamás serán promoción de Chile en el mercado turista. Muñecos pobres, entristecidos por la lluvia que sigue cayendo. La lluvia que no para, la lluvia que se lleva rápido el milagro de la nieve. Porque sigue lloviendo y esa agua mugrienta derrite el relámpago de la fiesta. Y por suerte, dicen las viejas entrando a los niños y cerrando la puerta. Por suerte no siguió nevando, repiten con sabiduría. Porque si sigue, la sorpresa blanca será tragedia cuando se manda guarda abajo el techo de fonolas con el peso del hielo. Por suerte la nieve es del Barrio Alto y que siga nevando allá que tienen techos firmes. Porque aquí ya es mucho soportar los aguaceros, las alcantarillas tapadas y los mojones chapoteando en el chocolate de la inundación. Ya es mucho barro y la lluvia deja de ser poética, cuando se desborda el canal y arrastra los cuatro palos de la rancha y hay que salvar el televisor a color, al menos para ver a Don Francisco calientito allá en Miami. Después vienen las visitadoras y las encuestas, y las cámaras de la televisión metiendo su ojo copuchento, sapeando, mostrando a todo el país nuestra intimidad de cachivaches mojados.
Y es como un segundo aluvión de luces y reflectores que ni siquiera piden permiso, y se meten así no más con todos sus aparatos. Con sus parkas gruesas y su acento universitario dando órdenes, diciendo que ni siquiera nos peinemos, que así estamos bien, sucios, feos y chascones, para salir en el noticiario de la compasión pública. Y más encima la nieve. Para qué queremos nieve, aunque sea bonita, si deja todo estilando y después vienen las toses y la bronconeumonía de los cabros chicos. Total para la pascua llenamos de algodón el arbolito y ya está.
Entonces el festejo nevado varía de acuerdo a la latitud territorial donde se reparte. Como también a las posibilidades habitacionales y calefactoras para recibirlo. Lo que en una parte de la ciudad es un maná estético y gratitud deportiva, en otra se transforma en drama y destrucción. El mismo aletazo helado que arranca de cuajo el techo de algunos, para otros es un cubo de hielo que cruje en el whisky entibiado por la chimenea. El mismo sobresalto de las goteras, en La Parva es un bostezo felino que mira con cristales ahumados caer los copos tras la ventana. Los ve caer como si fueran monedas de reserva en un país que triunfa en su economía. Por suerte la TV está apagada, porque allá abajo la ciudad se rebalsa de inundaciones y damnificados que deprimen la afelpada tibieza de su letargo invernal.
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