Los tiritones del temblor (o ''afirma la tele niña")
Como si fueran pocas las desconocidas del monstruo natural donde fue plantado este país. Que la sequía, el rebalse o la marea borracha del suelo que cada cierto tiempo nos aporrea con un terremoto. Cuando parece estar todo bien, cuando casi estamos tranquilos, mirando la tele, tomando té a la hora de once. Más bien, un poco más tarde por ese calorcillo de presagio que hace aullar a los perros, a los gallos cantar a deshora y picarle los sabañones a la vieja que preocupada se asoma al apocalipsis violáceo del atardecer, pensando: no vaya a ser cosa que venga un remezón. Porque hace tanto tiempo que el Señor no nos mueve la payasa. Y no termina de pensarlo, cuando los platos empiezan a castañetear en la cocina, la ampolleta pestañea, y al grito de: está temblando, todos contienen la respiración con tranquilo terror diciendo: ya va a pasar, ya va a pasar. No se preocupen.
Y ese primer grito, se multiplica como un eco-pánico por los barrios de la ciudad que se paraliza oscilante. Desde el junior al gerente, la inestabilidad del piso los une en la misma gota de tensión, sudando el miedo, contando los eternos segundos que dura ese primer tiritón, ese primer meneo que detiene hasta las reuniones de ministros, presidentes, economistas y centros de madres, que con el poto a dos manos, esperan que pase ese pequeño vaivén. Ese primer vals que pilla a los cuicos a la hora del aperitivo en la torre diez. Y al cristalino tintineo de las copas, la palta reina social se pone seria, manteniendo el nerviosismo con la mueca helada de la formalidad. Tranquilos, total del suelo no vamos a pasar, bromea un paltón haciéndose el simpático, mirando con horror el vértigo de la altura que cuncunea en el suelo tan abajo, tan lejos, que es inútil pensar en el ascensor y menos en la escalera, que es lo primero que se desarma en esos rascacielos-rascas, esos edificios antisísmicos que oscilan como monos porfiados al hacerse más cumbianchero el remezón. Al bambolear de un lado a otro la coctelera del zangoloteo burgués y su "valseada oscilación".
A esa altura el temblorcillo amenaza terremoto, al minuto de movimiento la histeria social ya cortó la luz, el gas y el agua, y todos se amontonan en los marcos de las puertas esperando que se acabe este vaivén que no pasa, que sigue cada vez más fuerte, que pega sus rebencazos zamarreando puertas y ventanas con su corcoveo subterráneo. Entonces, en el climax de los batatazos y la quebradera de vidrios y murallas, la loca anticuaría agarra las porcelanas, el ejecutivo el computador, una vieja salva un espejo para que no se cumplan los años de mala suerte, y en las villas y condominios, el castillo consumista baila peligrosamente en los electrodomésticos que se tambalean al borde de la mesita. Que el equipo Samsung que aún no lo pagamos. Que el Atari del niño gordo agárralo que se cae. Que desenchufa el microondas y la centrífuga que puede haber cortocircuito. Pero lo más importante, quizás en lo único que coincide la preocupación del salvataje social, es en sujetar el aparato de televisión, aunque la casa se venga abajo.
La enorme tensión que dura el breve tiempo del zamarreo urbano, saca a flote la fe en el éxtasis religioso que se arrodilla, se persigna, se golpea el pecho, se arrepiente clamando: ¡Misericordia Señor! Acabo de mundo, grita el abuelo arrancando pilucho al medio de la calle. Al lado de la vecina, irreconocible por la máscara de placenta que tiene en la cara. Pero no importa, porque todo el barrio está así, a medio vestir, en calzoncillos, sin la placa de dientes, chascones como los pilló el terremoto. Nadie se va a fijar en la facha, cuando el país está al borde del cataclismo, por única vez solidarios en la emergencia del desamparo divino. Total, cuando pase el temblor faltará tiempo para comentar estas cosas, mientras tanto hay que buscar la radio a pilas para escuchar dónde fue el epicentro. Al tiempo que se escucha la sirena de las ambulancias y la ciudad regresa lentamente, todavía con susto, a su calma habitual. Casi siempre con la voz de un funcionario de gobierno apaciguando a la ciudadanía, diciendo que todo está controlado, que por suerte no fue peor, porque el epicentro estuvo lejos de Santiago. En los típicos puebluchos de adobes que se desarmaron en la batahola del tierral. Que los Intendentes de esas Regiones tienen todo a su cargo. Y los cientos de damnificados pueden estar tranquilos, durmiendo a cielo abierto, acunados por el sobresalto de las réplicas.
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