La bruma del verano leopardo
Patinando la tarde que bordea un Mapocho arrebolado por jirones de sol, cuando caen en las aguas cristales dorados que alhajan la corriente mugrienta, la marea fecal, rota por gaviotas despistadas que se zambullen a la caza de un pez mojón en el Támesis santiaguino. Pájaros de mar que traicionan el horizonte azulado por la nube rancia del smog, emigrando corriente arriba, picoteando los desechos de la urbe. Acaso espantadas por las risas transandinas que todos los veranos se toman las playas con sus matecitos y gamulanes y esa ironía che que se jacta de tener balcón a Europa. Pero sin embargo, cruzan la cordillera atraídos por el esplendor del verano leopardo. Argentinos de mediopelo, que vienen desde sus pueblitos pampinos y tirados de guata al sol en Reñaca, se pasan la película del Marbella chilensis, soñando que La Serena es la Costa Azul del Pacífico; la prima hermana de Viña del Mar, igual de cuica, tradicional y pretenciosa. El balneario nortino que levantó una escenografía lujosa de hoteles cinco estrellas, piscinas vip's para no toparse con el perraje y playas privé, decoradas con paraguas de totora, único vestigio folclórico que recuerda el techo de paja de la economía nacional.
Kilómetros de mar azul y arenas blancas para leer la fofa "nueva novela", el petardo literario de la transición. La narrativa acartonada que fue escrita para leerse en estas playas del relax neoliberal. Como si escritura y paisaje, ficción y bronceador, libro y toalla se compraran en un solo paquete. En el mismo mall que promueve la rutilancia Miami Vice del surfing, el yatching y el polo acualung, en short, tangas y zungas con palmeras, para el "transculturalismo" de la rotada chilena.
Así, variados escenarios y múltiples ofertas tensionan el alma veraniego la hacen sudar corriendo por los shoppings, echándose aire con el abanico de las tarjetas de crédito. Buscando los pasajes y el bote inflable para los lagos del sur, donde los ricos, atorados por las truchas, desinflan sus flatos escuchando a Pavarotti. ¡Ay el sur!, ese calipso inigualable de sus aguas, la postal colorinche que vende el mercado a la gringada ecológica. Los fanáticos rubios del retorno a lo natural que llegan hambrientos de aire verde, agua verde, tierra verde que se compra a dólar verde. Gringos que aman el mariscal latinoamericano y resoplan colorados el picante del pebre chileno, alabando hasta las lágrimas la hospitalaria bondad de este suelo. ¡Ay el sur!, el sueño Nafta rodando por la carretera austral que hizo el dictador, en su mayor delirio de infinito. Bajo las hileras de araucarias que miran el futuro con ojos orientales. ¡Ay el sur!, variedad de paisajes; desde la obesa aldea kuchen, la maqueta bávara que levantó sus palos cruzados en Frutillar, hasta la culta Concepción, que quiso ser ciudad imitando caracoles y paseos peatonales de Santiago. Pero se quedó provinciana y sola, embriagada por las petunias universitarias que en la capital son de plástico. ¡Ay el sur!
Más allá, casi al borde del continente, los andamios podridos recortan el cielo nublado de Puerto Montt, el final de los mochileros que zarpan de Santiago con las patas y el buche. Los neo-hippies que florecen en verano como "la yerba de los caminos", con sus pitos y cajas de vino que dejan regadas en la carretera en el "loco afán" de la aventura sureña. Quizás el verano es sólo para ellos, los únicos que enfrentan el calor a torso descuerado, haciendo dedo con las zapatillas rotas de la nostálgica errancia juvenil. Los únicos que creen en algún sur, como utopía libertaria para ensayar la fuga del hogar, el filo con la familia y sus comidas calientes que transan por el personal stereo. Su cama limpia y estirada que cambian por los pastizales, sólo por ver el horizonte amplio y soñar con un futuro emancipado, antes de ser tragados por la máquina laboral. ¡Ay el sur!
En estos meses nadie puede escapar a la vorágine veraniega que publicita sus modas y estilos de ocio. La piel pálida es sinónimo de pobreza, sida o derrotismo. A nadie le falta un rayito de sol para tostar las carencias con el bronce triunfal que impone el look leopardo. Hasta los más pobres, encaramados en las latas rascas de sus micros, tendrán su día de playa en la arena oscura de algún balneario que los acepte. Allí despliegan sus toldos de frazadas al viento deshilachado de las toallas, esparciendo huesos de pollo y cáscaras de sandías, alborotados por las escasas horas que disponen para mojarse el poto, quemarse como jaivas y regresar ampollados a la campana afiebrada de Santiago. En fin, el verano leopardo no brilla para todos con el mismo oro solar, igual su efervescencia taquillera atraviesa los status y pinta de color hasta las causas perdidas.
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