Las mujeres de las barras
Y no son tantas las chicas que participan en la euforia barrera, apenas unas cuantas novias, amigas o hermanas de los hinchas, que luego de acompañarlos mil veces al estadio, después de compartir con ellos la fiesta gritona del triunfo, se ganaron un lugar en la multitud de machos, a costa de masculinizar gestos y lenguaje para ser admitidas en el violento territorio de la galería. Ese espacio donde llueven los salivazos y los empujones del baile no distinguen diferencias de sexo. «Al comienzo era una preocupación para nosotros, que teníamos que andarlas cuidando de los pacos o de la otra barra para que no les pasara nada», relata un hincha, reiterando el cliché de la fragilidad femenina y arrogándose la épica gallarda de ser su paladín. Pero luego los chicos se dieron cuenta de que las nenas se confundían con ellos en la batalla callejera. No eran flores de invernadero empuñando palos, corriendo y gritando consignas y garabatos hasta perder la voz, como le ocurrió a una niña de la Garra Blanca que estropeó sus cuerdas vocales y quedó ronca para siempre, pagando con su afonía el rito iniciático de ingresar al territorio de los hombres, pero sin voz, a costa de enmudecer el trino suave de su habla. Y pareciera que estos pagos se repiten en otras mudanzas de género donde la mujer transa su diferencia para cruzar los límites. Como en el rock duro, por ejemplo, donde las chicas deben enronquecer su canto para ser reconocidas en el agreste mundo rockero (Janis Joplin). Además, deben asumir todos los revientes de los jóvenes machos: el alcohol, las drogas y la épica suicida de la aventura urbana.
Las chicas de las barras no son muchas, y se confunden en su indumentaria con los muchachos que visten la polera del equipo y los jeans rotos. Pero en el climax del partido, cuando la barra se desnuda luciendo su torso macho, sólo algunas aceptan el desafío mostrando sus pequeños pezones en el oleaje de los cuerpos. Esto me recuerda la marcha lésbica de Stonewall 94 en Plaza Washington, cuando ante mi sorpresa sureña de ver multitud de tetas lésbicas —negras, blancas, rojas y amarillas—, desfilando en Nueva York, Juanita Ramos replicó el destape, diciéndome que era reiterar el gesto de los hombres en su prepotencia corporal.
Para las chicas barristas, es difícil mantener los colores de su género en el club fálico de los muchachos, al igual que otras minorías sexuales infiltradas de contrabando y nunca reconocidas públicamente por el temor de que la barra enemiga lo sepa y desde su machismo juvenil, les grite maricones. Pero de haber los hay, dice un hincha, recordando una pareja de chicas «demasiado amigas que en los viajes de la barra insistían en dormir juntas. Pero ninguno de nosotros le dio mayor importancia, si eran lesbianas y se querían era cosa de ellas», recuerda el hincha, agregando que ellos están con todos los que sufren persecución. Claro que sería conflictivo tener una célula gay al interior de la barra, los nenes todavía arrastran ese machismo proletario que teatralizan en el escenario de la galería, junto a las chicas de las barras, que pese a su minoritaria representación, están allí contra viento y marea en la consigna alterada por el desgarro de su voz.
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